Y llegamos así a los locos años veinte, los dorados, los de la gran prosperidad inédita, los de la prohibición alcohólica, los de la edad idílica de un imperio hoy ya viejo; los que acabaron en la fulminante depresión que, en caso de haber sido aquí, en Uruguay, habría sido llamada “la crisis de los ñoquis”.
¿Pero qué digo? Locura hay en todas las décadas, y crisis, también. Además, no hay ninguna regla que obligue a que las fechas destacadas de un siglo se repitan al siguiente. Bueno, no importa; es sólo un recurso para convencernos de que esta década, como aquella, será especial.
¿Y qué puede tener de tan particular? Hay algo, sí, que es bastante novedoso: nunca estuvimos tan cerca de la ciencia ficción, tanto en el sentido de las distopías como en el de las catástrofes globales. Empecemos por las primeras: ya la inteligencia artificial es suficientemente hábil como para ser usada en el modelado de ciudadanos “útiles”, engranajes de un motor que nadie sabe bien para qué sirve, pero del que algunos saben servirse a la perfección. Un mundo que oscila entre el Hermano Mayor (o el Gran Hermano) de Orwell y la sociedad organizada en clases alfa, beta, etcétera, de Huxley. Percibo que es más recurrente la comparación con la pesadilla orwelliana; sin embargo, creo que estamos igualmente cerca del “mundo feliz”. Es cierto que en 1984 se reescribe permanentemente la historia, algo que hoy es moneda corriente y ha dado en llamarse “posverdad”, pero aquel totalitarismo suena ya un poco anticuado. La gente lo reconocía y se podía rebelar, aunque fuera interiormente. En Un mundo feliz hay castas como las de los insectos, y todo está hecho para que cada uno piense que el lugar que le tocó es el mejor posible, así sea un absoluto desastre. Esto impresiona un poco más, porque la opresión está arraigada mucho más profundamente. El ojo ubicuo del Hermano nos sigue, hoy, a todas partes, pero no para ver si violamos alguna norma (o al menos no exclusivamente), sino para extraer de nosotros la información necesaria para educarnos como ciudadanos beta, gamma y delta, habitantes de una burbuja de imbécil felicidad. Todo es primitivo aún, muy ensayo-error, y eso es lo que da más pavor: ¿hasta dónde podrá llegar? Después de todo, a ensayo y error se desarrolló la biósfera, con todo lo que contiene, incluyéndonos a nosotros y a nuestras grandezas y mezquindades. Por lo pronto, vemos gentes apasionadas por cosas que suelen dar más beneficios a algunos vivillos que a ellas mismas: caída y ascenso de gobiernos, bienes materiales inútiles, ropas, fiestas, consumo, victorias deportivas ajenas. La mano-cada-vez-menos-invisible del mercado reina sobre todas las cosas; el arte, por ejemplo, es “algo” en cuanto se pueda vender; vale más una banana pegada a la pared replicada millones de veces en las redes que una escultura genial conocida por veinte y apreciada por tres. Es que el mercado no sólo fija los precios de las cosas, sino que determina sus importancias relativas, la dirección de las búsquedas y la profundidad de la formación de los aspirantes a creadores.
La otra ciencia ficción de que hablaba, la de las catástrofes planetarias, está a la vuelta de la esquina y se llama “calentamiento global”; no sabemos, tampoco, hasta dónde llegará (aunque nuestro vecino Venus parece querer decirnos alguna cosa) ni si habría sido posible frenarla. Pero si es novedosa por su escala, no lo es por su condición: es un peligro imaginable y antiguo; no muy distinto a ser devorados por dientes de sable o pisoteados por mamuts. Lo otro es más loco: una falsa realidad virtual salteándose la tecnología e invadiendo nuestras vidas disfrazada como para carnaval. Podría ponerse a las religiones como un antecedente (después de todo, son las campeonas de la posverdad y el catastrofismo), pero sus anuncios apocalípticos carecen de contundencia. Hay quien afirma que esta sensación de inseguridad es propia de la inminencia de grandes cambios; hay aforismos sobre la utilidad de las crisis y está el refrán “no hay mal que por bien no venga”. Pero aun cuando el resultado final sea beneficioso, suelen quedar cosas buenas por el camino. Por lo pronto, la sensación que uno tiene es que, así como la mente de un loco no consigue generar la conducta necesaria para salvaguardar su propia existencia, las relaciones sociales (imaginemos que somos neuronas ignorantes) están perdiendo un poquito la cordura o, al menos, dirigiéndose en forma descontrolada hacia un nuevo paradigma. Y el sustituto no ha mostrado, por ahora, su programa de gobierno. Insisto: es una sensación, ¿no? Capaz que no pasa nada.
Una posibilidad de escape consiste en huir hacia el pasado, o tal vez hacia la realidad: recuperar valores perdidos, reflotar formas de actuar en grupo que se habían dejado un poco de lado, enfrentar al monstruo con gestos pequeños pero coordinados. Otra es zambullirse irreflexivamente en la demencia mediática, internética y otras esdrújulas, y que quienes nos sigan hagan lo propio hasta que el río desbocado desemboque en algún mar tranquilo. Tal vez entonces decanten los sedimentos que hoy enturbian el torrente y sea posible ver con más claridad, si es que quedan ojos. Muchos nos aferramos a la primera opción porque es la única que conocemos y porque la otra, en su infinitud de posibles desenlaces, nos parece una caída estrepitosa. En cierta forma, confío en la autorregulación de la humanidad, y en que lo que venga después no será peor que lo que había, que después de todo no era tan maravilloso.
Claro, la humanidad puede perecer en el intento; lo mismo les pasó a los trilobites, a los dinosaurios y a tantos más (sin cuyas extinciones no estaríamos aquí), y no hay que olvidar que tenemos mucho de bicho todavía. No es una visión pesimista ni optimista: es una visión, nada más. Como la de un homínido primitivo que no entiende esa luz danzante y quemante con la que juegan sus congéneres más jóvenes, más osados o más necios.
Hay, sí, que sobrevivir, y en eso estamos todos, incluso aquellos a quienes consideramos poderosos, que son tan endebles como el que más; muertos de miedo e ignorantes de lo que vendrá, y sin tener realmente el control de nada. Parece que ahora lo importante, para la fauna del llano, es no hablar tanto sino hacer; no sabemos si como nuevos cheguevaras o como desquiciados a los que los mandan a aprender manualidades para distraerlos. Esos son los nuevos años veinte, a los que tememos estar entrando por el final, cerca del 29, casi chapoteando entre los ñoquis de la crisis. Y entre tanta calamidad (ya que los mencioné otra vez), una buena noticia: 2020 es bisiesto; en febrero tenemos un día 29 extra. Una buena excusa para despedir como se debe (con bastante queso) a una etapa sobre la que habrá que discutir largo y tendido, pero que fue lo que hubo, valor: un instante en el andar irresoluto de esta horda de simios arrogantes, en un mundo perdido entre el polvo estelar; un ratito en la vida de un país que atraviesa a tientas las primeras nieblas del milenio.