Una vez, la sala se llenó de caractófagos. Por si alguien no lo sabe: se llama así a la larva de un escarabajo, Litteratus vorax, que se supone oriundo de Oriente Medio, pero que se ha expandido prácticamente por todo el mundo. Afortunadamente, sus apariciones masivas son extremadamente raras. El adulto, de personalidad bastante infantil, suele alimentarse de bebidas gaseosas, chocolatines y hamburguesas, pero la larva ingiere exclusivamente caracteres, como letras, números, caracteres especiales y signos de puntuación (aunque no espacios, ni tabuladores, ni saltos de línea). Generalizando: signos escritos o impresos sobre un papel, una madera, una tela o cualquier tipo de superficie. Cuando se trata de papel o cartón, para facilitar la tarea no sólo se come la tinta, sino también el soporte, dejando un agujero con la forma de la letra. Otras veces, como veremos, el proceso se torna más conceptual.
En el caso que nos ocupa, los invasores pertenecían a una de las variedades más activas, gastronómicamente hablando, de que se tienen registro. Empezaron, como siempre, por lo más simple: un día, una de las boleteras descubrió que varios de los afiches en que se anunciaba la actividad de la sala –de esos que hay en los paneles con vidrios que dan a la calle– estaban extrañamente agujereados. Al mirar mejor notó que los agujeros eran legibles: en los mayores, de varios centímetros de altura, podían distinguirse con facilidad el nombre de la obra y los días de la función (con los horarios ya se generaba alguna duda). Alarmada, llamó al centro municipal de control de plagas, pero nunca atendió nadie.
Esa noche había función. Retiraron, por una cuestión de prolijidad, los afiches perforados y los sustituyeron por otros nuevos, cuando había, o por fotos de las obras. La gente empezó a llegar, y cuando la otra boletera fue a darle la entrada al primer comprador, se detuvo un momento.
—Eeeh… no son numeradas. Pase, nomás –improvisó, y rápidamente dirigió la mirada al siguiente.
Pero lo peor fue cuando empezó la función. Ya se explicó que estos caractófagos eran especialmente voraces. Esto se expresaba en que atacaban caracteres no sólo impresos, sino de cualquier tipo (las mismísimas letras de bronce de la entrada, con el nombre del teatro, terminaron en los estómagos de las insaciables orugas). Y, aunque esto genere incredulidad, también los que están impresos –si me permiten la expresión– en el cerebro. En síntesis: los actores se olvidaron todo el tiempo de lo que tenían que decir; la función fue un desastre y hubo que devolverle la plata a la gente. Por suerte, los caractófagos, entretenidos con lo que pasaba en el escenario, no habían atacado el papel moneda. Más tarde, uno de los actores explicó: “No es que no me acordara de los parlamentos, sino que, cuando iba a pronunciar las palabras, estas ya no estaban allí”. Una diferencia sutil y difícil de transmitir, sin duda, pero de efectos desesperantes.
Así como vinieron, se fueron. Se supone que se hicieron adultos y volaron hacia tierras lejanas. La invasión duró unos días (un par de semanas, a lo sumo) y no tuvo mayores consecuencias. El hecho se convirtió en una especie de leyenda urbana teatral, de la que no importa mayormente cuánto tiene de realidad y cuánto de exageración; una más entre tantas. Como leyenda que es, nadie se la cree; sin embargo, cuando de tanto en tanto, durante una función, un actor olvida alguna parte del texto, nunca falta quien vaya a corroborar, disimuladamente, que los carteles de la entrada mantienen su integridad.