1.
A poco de empezar esto del virus, vinieron a rondarme dos cuentos. Uno es “La autopista del sur”, de Cortázar; el otro, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, de Borges.
El primero cuenta un embotellamiento mayúsculo en la carretera que saca a los parisinos del aire apretado de su ciudad y los transporta al aire libre, al mar. Un domingo, súbitamente, el fluir de los autos se detiene y la inmovilidad se instala, por lo que cada vehículo se vuelve una especie de sarcofaguito que contiene la vida suspendida de sus ocupantes. Sin embargo, como en otros maravillosos cuentos (por ejemplo, “El milagro secreto”, de Borges, e “Incidente en el puente de Owl Creek”, de Ambrose Bierce), el tiempo se disloca o se fractaliza.
De esta manera, durante la inmovilidad absoluta que constituye un embotellamiento, se pone en marcha otro tiempo, que, en el cuento de Cortázar, da lugar a encuentros entre los pasajeros de los diferentes coches. Así, mientras pasan las estaciones y al sopor del verano le sucede el otoño y luego vienen las nevadas, los automovilistas se hacen amigos, amantes, enemigos, se enferman, se ayudan, se roban, mueren. De todo sucede en ese tiempo detenido, hasta que un día vuelve el otro movimiento, el de la mecánica automotriz, y todo vuelve a fluir, deshaciendo lo hecho durante esos largos meses de parálisis en los que la vida siguió fluyendo.
Jean-Luc Godard, en las mismísimas vísperas del 68, incorporό este cuento a Week-end. En esta también maravillosa película, el embotellamiento da lugar, vale recordarlo, a uno de los travellings más extensos (espacial y temporalmente) que se haya filmado: la cámara sobre rieles recorre una interminable fila de autos detenidos, en los que, por ejemplo, los pasajeros juegan al ping-pong de cubículo a cubículo o izan las velas de los barcos que a rastras llevaban al mar. Godard, mucho más tenebroso que Cortázar, aprovecha su Week-end no sólo para mostrar la perfecta máquina de matar que es un auto, sino también para que se oigan fragmentos de Los cantos de Maldoror.
Volviendo a, si se me permite la metáfora, “la realidad”. De manera bastante obvia, la autopista del sur cortazariana con su río de autos súbitamente detenidos, recordaba el imparable río de Heráclito, el que nos impide bañarnos dos veces en las mismas aguas y que Cortázar hace que, amansándose hasta la parálisis, dé lugar a otros fluidos. Hace algunos años, en los noventa, en uno de los últimos grandes estertores de optimismo capitalista, se hablaba hasta la náusea de la “sociedad del conocimiento” y la “sociedad de la información”, y, por supuesto, de Internet como “autopista de la información”.
Hoy, paralizados en el cubículo, detenido el fluir del tiempo, instalados en su suspensión, nos echamos a caminar por otro tiempo, el tiempo de la autopista de la información, donde vivimos variadas experiencias. El cuento de Cortázar “La autopista del sur” termina, como dije, con los motores que, volviendo a encenderse, deshacen lo antes hecho (por ejemplo, los amantes de los días estacionados no se verán más). Punzantemente romántico final. La película de Godard Week-end termina con un gran caos carnicero, una gran débâcle, a la que todos contribuyeron, sin posibilidad de redención en la vuelta a la gris pero salvífica rutina.
Será por esto que desde que empezó lo del virus me pregunto qué llegaría a pasar si, súbitamente, los motores que nos propulsan por las autopistas de la información se detuvieran, si, por los virus que fueran, ese tiempo fuera del tiempo que Internet nos ofrece en la parálisis, de golpe, se volatilizara.
2.
El segundo cuento que me ronda, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, de Borges, es de factura memorable y encierra una de la aseveraciones borgesianas más conocidas: “Los espejos y las cόpulas son abominables porque multiplican el número de los hombres”.1 Por cierto, como tantas otras veces, de espejismo en espejismo, Borges multiplica el número de lo pensable, de los sentidos que va asociando. Así, desde una inofensiva cena en una quinta de Ramos Mejía y antes de concluir en un hotel de Adrogué, los lectores somos llevados hasta las vísperas de Tlön, si pueden tener víspera las regiones imaginarias que, como Tlön, pertenecen a otra región, Uqbar, también imaginaria (o inencontrable fuera del cuento borgesiano y de todas sus reproducciones, incluida la de este texto que escribo).
En Tlön no sólo sucede que los tigres son transparentes y las torres son de sangre, datos menores a ojos del narrador. También sucede en este brave new world, como se lo llama, que su idioma carece de sustantivos y sólo está provisto de verbos impersonales o, en otra de sus variedades, sólo tiene adjetivos monosilábicos. Este rechazo a los sustantivos, es decir, a las palabras que suelen designar objetos que pueden ser físicos, existentes como cuerpos, tiene que ver con que en Tlön, justamente, no hay espacio, sino que sólo hay tiempo, sucesivo o estancado como la eternidad.
Así, Borges conjetura cόmo sería, visto desde nuestro mundo –en el que los idiomas discriminan no sólo entre hoy y ayer, sino también entre acá y allá–, ese otro orden, Tlön, en que el espacio no existe. Por cierto, el esfuerzo que hace Borges para imaginar ese mundo sin espacio y el esfuerzo que hacemos los lectores para seguir las conjeturas de Borges ilustran lo que es Tlön, ese lugar sin lugar, dado que todos estos esfuerzos sólo existen en el lugar por excelencia sin lugar: nuestro espíritu, nuestra alma, nuestras palabras.
Es una tentación, que no evitaré, pensar nuestra inmovilidad cuarentenística –nuestro confinamiento, nuestra reducción a confines, a fines, a un lugar sin espacio pero abierto al abundante tiempo que Internet nos fabrica en la cabeza– bajo la forma de esa amenaza creciente que para Borges es Tlön.
Llegando al párrafo final, el narrador anuncia: “Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne”.
No sé en qué medida la interminable melancolía que siempre me provoca este final es compartida con otros lectores. Sí sé lo que quiero destacar, a saber, que tal vez para muchos, en esta enorme disponibilidad de tiempo sin espacio ni cuerpos que es la confinación –“en estos quietos días”–, lo único que valga sea lo que logre escapar a la exigida productividad y al sucedáneo de espacio y cuerpos virtuales, es decir, aquello que responda al sentido del ocio más genuino, más creativo, más arduo.
1. En el propio cuento, esta publicitada afirmaciόn tiene su réplica especular y deformada, bastante más sutil: “Los espejos y la paternidad son abominables”, porque “multiplican y divulgan el visible universo”, que “es ilusión”.