Uruguay
Soñé con el viejo Jorge Luis Borges. Y les voy a contar el sueño para no olvidarlo.
Yo manejaba por el cementerio de la Chacarita, que era una mezcla del cementerio de la Chacarita y del cementerio del Buceo, en el sentido de que en el último se puede, también, ir en coche entre las tumbas. Simplemente paseaba. No era un sueño sombrío. Cuando estaba por salir de la estrecha callejuela que conducía a la puerta principal, me intercepta un auto que venía en sentido contrario. Ambos nos estorbábamos y no sabíamos qué maniobra hacer, pues no se podía dar marcha atrás. Me bajé del auto y vi que era Borges conducido por una dama seria. No era María Kodama. Era uno de sus viejos amores. Creo que Estela Canto, entrada en años.
Borges desde el asiento de atrás preguntó qué pasaba. Me presenté. Con cierto descaro le dije que yo también era poeta. Y para mi sorpresa el venerable Borges se mostró muy interesado, a la manera cortés y británica con la que uno se imagina a Borges de buen humor. Me pidió que le recitara alguno de mis poemas. Pero cuanto más intentaba recordar algún verso, más difícil se me hacía. Me enredaba. Sólo me venían a la mente algunas torpes líneas… no eran el poema.
Entonces le dije que esperara, que iría hasta mi casa, que quedaba allí nomás, a la vuelta de la esquina, traería un libro y le leería alguno de mis textos. Se mostró sinceramente interesado y dispuesto a esperar.
Ahora estoy en la biblioteca de casa, pienso: “Llevo La bicicleta etrusca. No, no… llevo Los suburbios de dios”. Y ahí me di cuenta de que había publicado esos libros luego de la muerte de Borges.
Con una lógica infalible me dije: “Borges murió en 1986, si llevo un libro que publiqué después de su muerte, no lo voy a encontrar. Todo ese encuentro es una fantasía que me inventé. En cambio, si llevo uno que publiqué antes de esa fecha, sí lo voy a encontrar y va a estar esperándome con su cara distraída de ciego contento”. Entonces, finalmente, caí en la cuenta de que mi primer poema lo publiqué en 1987.
Me desperté. Un sentimiento aciago me invadía por completo. No sólo había perdido la oportunidad de enseñarle mis poemas al sabio vate, sino que tenía la lamentable sensación de haberlo dejado plantado, esperando en el auto a la salida del cementerio de la Chacarita, con una señora de lentes que se parecía a Estela Canto.