En asamblea general extraordinaria celebrada en Washington el pasado 20 de marzo, en medio de los primeros efectos de la pandemia que ha jaqueado al mundo, el uruguayo Luis Almagro fue reelegido como secretario general de la Organización de los Estados Americanos (Oea), cargo que ocupará por otros cinco años. La prisa estadounidense parece haber contribuido a desestimar el intento desplegado por varios países miembro para que se postergase la reunión en vistas del riesgo sanitario.
Así se concretó, en una rápida y cuando menos enrarecida sesión, una votación que mostró el siguiente resultado: 23 votos para el excanciller uruguayo y 10 para su única contendiente, la ecuatoriana María Fernanda Espinosa, también excanciller de su país, en su caso, bajo la presidencia de Rafael Correa y luego del actual presidente Lenín Moreno. La situación evidencia la fuerte fragmentación en que se concretó la reelección, a contrapelo de los tradicionales consensos y las aclamaciones que han pautado la mayoría de las elecciones en el organismo.
Concluyó de esa forma un proceso eleccionario iniciado a fines de setiembre de 2019, momento en que el Consejo Permanente de la Oea aprobó la convocatoria a la votación, la que había presentado, hasta pocos días antes del acto, a un tercer competidor, el embajador peruano Hugo de Zela. El apoyo a la candidatura de este último provino, como indica la tradición diplomática regional, de su propio país de origen, algo que no sucedió en los casos de Almagro –presentado por Colombia– y de Espinosa, presentada por la dupla Antigua y Barbuda, y San Vicente y Granadinas.
Ese proceso estuvo pautado por el espaldarazo de Estados Unidos a Almagro, acompañado de un amplio despliegue diplomático y una pública presión política. De ella formaron parte las visitas a distintos países de la región de altos funcionarios de ese país, fundamentalmente el secretario de Estado, Mike Pompeo, y el principal asesor de Donald Trump para América Latina, Mauricio Claver-Carone. La presión también se manifestó en varias llamadas telefónicas de alto nivel, como la del propio presidente Trump a su par uruguayo, Luis Lacalle Pou, quien de todos modos ya había adelantado su voto en favor de Almagro. Otros ejemplos son los casos de Bahamas, Belice y Jamaica –que modificaron su voto tras recibir llamadas de cortesía–, y del peruano De Zela, visitado a mediados de enero por Claver-Carone, quien lo convenció de lo “innecesaria” de su candidatura.
Consumada su reelección, la nueva etapa de Almagro al frente de la Oea impone algunos señalamientos. En observancia a lo que ha sido su gestión, a ciertas consideraciones derivadas del desafío geopolítico que enfrenta Estados Unidos en América Latina y, más importante aún, a cómo se han movido los actores regionales –incluyendo en esto el renovado golpismo militar–, no sería alarmista vaticinar el importante riesgo que entraña para la democracia latinoamericana un nuevo lustro de gestión del uruguayo a la cabeza de dicho organismo.
ALGO DE HISTORIA. Aunque desde su fundación –ocurrida en 1948, al inicio de la Guerra Fría–, entre los objetivos de la Oea están el promover y consolidar la democracia respetando el principio de no intervención, el intento de bregar por una solución pacífica de los conflictos, insistiendo en los valores de la solidaridad, la colaboración y defensa de la territorialidad, de la soberanía y la independencia de los Estados, lo cierto es que la historia de la organización no cuenta con grandes mojones en esa dirección.
Existen numerosos ejemplos. La Oea no alcanzó a percibir, ni por supuesto a condenar, un número importante de golpes de Estado en América Latina, donde militares que contaban con la anuencia de Estados Unidos imponían regímenes de fuerza que conculcaban libertades, suprimían la prensa independiente, postergaban la celebración de elecciones –cuando ellas no eran amañadas ostensiblemente–, encarcelaban, torturaban, exiliaban y asesinaban opositores. Hubo varios hitos en ese sentido. Emblemático fue el caso del dictador dominicano Rafael Trujillo, en el poder desde 1930. Recién en 1960 y mediando la necesidad de aislar al cubano Fidel Castro, Estados Unidos aceptó –y, por ende, la Oea percibió y cuestionó– lo oprobioso y criminal de ese régimen.
Históricamente tampoco es novedoso que un compatriota ocupe el alto cargo de secretario general de la organización. Ya lo había hecho entre 1956 y 1968 el abogado José Mora Otero, embajador de Uruguay en varios países, entre ellos, Estados Unidos, y, más adelante, canciller bajo el gobierno de Jorge Pacheco Areco. Durante su gestión triunfaron los revolucionarios en Cuba, nada menos, y ese país fue expulsado, en enero de 1962, de la Oea. Existe consenso sobre este desafío hemisférico. Pocos lo expresaron de forma más sucinta e ilustrativa que el teniente de navío Homero Martínez, canciller uruguayo durante el gobierno nacionalista: “Ningún otro suceso ha sacudido a América Latina como la revolución político-social operada en Cuba”, escribía en un informe confidencial aquel mismo año.
INJERENCISTA, BELICOSO Y PARCIAL. Toda la situación, proseguía Martínez, tenía una “inmensa potencia explosiva”. Pese a la magnitud y radicalidad del citado desafío –que colocaba en tensión la seguridad regional, pero también incidía en la política internacional y doméstica de cada país–, la modalidad de quienes en aquel entonces coordinaron el accionar de la Oea nunca se acercó al talante agresivo, belicoso, injerencista y parcial que le ha imprimido el secretario Almagro.
Por momentos, sus pasos, declaraciones y comunicados se parecen a una parodia. Un repaso mínimo: se le ha visto celebrar el “mensaje de verdad y paz” que significó la elección de Jair Bolsonaro en Brasil; ha apoyado sin reservas al presidente colombiano, Iván Duque, bajo cuyo gobierno continúa el asesinato sistemático de dirigentes sociales; recibió con beneplácito la fraudulenta elección –objetada incluso por la misma misión de la Oea– de Juan Orlando Hernández en Honduras, con quien dijo compartir su preocupación por el narcotráfico, delito por el que el mismo hermano de Hernández fue procesado en Estados Unidos; apoyó al entonces presidente de Guatemala, Jimmy Morales, en momentos en que este entablaba una feroz lucha para expulsar del país a la Comisión Internacional contra la Impunidad, desconociendo el mandato de la Onu, y, peor aún, en medio de las denuncias de cinco organismos internacionales, que documentaron masivas violaciones a los derechos humanos en Chile perpetradas desde octubre pasado por el gobierno del presidente Piñera, recibió al canciller de este país para conversar sobre “el futuro de la democracia regional”. Una instancia similar tuvo lugar el pasado 3 de marzo en su escritorio en Washington, donde lo visitó el ultraderechista español Santiago Abascal, líder de Vox, con quien Almagro departió sobre la necesidad de frenar “el crecimiento del comunismo” en las Américas.
Otros dos sucesos se alejan trágicamente de lo paródico y merecen un renglón aparte. Primero, el decidido apoyo a la figura “autoproclamada” de Juan Guaidó en Venezuela, y la participación en persona de Almagro desde la frontera colombo-venezolana en el fallido intento de ingreso de “ayuda humanitaria”, un flagrante episodio de intervencionismo que buscaba desencadenar una rebelión interna o incluso una guerra que diera pie a una intervención multilateral (véanse “Venezuela sin banderas blancas” y “La resaca de Guaidó”, Brecha,1-III-19 y6-XII-19). Segundo, y más recientemente, el rol activo que le cupo a la Oea en el golpe militar contra el presidente de Bolivia, Evo Morales, y que supuso el empoderamiento de Jeanine Áñez.
Lo notablemente riesgoso es que, lejos de ser una salida de tono, todo lo anterior ha supuesto y supone fuertes mensajes políticos e ideológicos. El de las señales ha sido un tema ampliamente estudiado dentro del campo de las relaciones internacionales. Y recurrentes han sido los abordajes sobre lo que implican las señales hostiles o amistosas de los actores internacionales y cómo estas contribuyen a desestabilizar gobiernos o, en caso contrario, a dar legitimidad externa a gobernantes que carecen de los apoyos internos necesarios para cumplir sus mandatos.
En esa línea, las expresiones enviadas por la Oea y, más particularmente, por la figura del secretario general Almagro entrañan todos los peligros posibles. Su prédica ha sido sostenidamente belicosa y francamente desestabilizadora para ciertos países –Venezuela, Cuba, Nicaragua y Bolivia, por ejemplo–, incluidas sus menciones a una posible intervención militar, desempolvando el antiguo Tratado de Asistencia Recíproca. A la vez y de forma paralela, ha sido altamente permisiva la actitud de Almagro para con aquellos gobiernos subordinados a la estrategia estadounidense.
UN PATIO TRASERO EN DISPUTA. Lo más preocupante, quizás, más allá de lo hostil o amistoso de las señales puntuales, es el precedente que marcan y cómo traen de vuelta a la palestra viejos resabios de lo más tenebroso de la Guerra Fría. No es casualidad que esto coincida con la reivindicación por la actual administración estadounidense de la antiquísima y unilateral doctrina Monroe como estrategia continental, en momentos en que Washington despliega una labor cada vez más incisiva a través de sus embajadas en América Latina.
La historia de las relaciones hemisféricas indica que este no es un accionar episódico de Estados Unidos, sino uno recurrente. Lo novedoso de estos impulsos cada vez más radicales es que se parecen a los movimientos toscos de un tiburón herido, pero no por sus sardinas latinoamericanas, sino por los hábiles pescadores, China y Rusia. Es en esa clave que también debe leerse la reciente elección en la Oea, pues Almagro parece entrañar la subordinación de un patio trasero que, desde el No al Alca en 2005, había conseguido exhibir ciertos rasgos de autonomía.
La prisa por su confirmación como secretario general se explica y justifica. No se trata de algo menor. Son varios los analistas que indican que asistimos a una instancia de transición hegemónica en la que, como señaló hace poco en La Nación el doctor en Relaciones Internacionales Juan Tokatlian, los efectos de la pandemia y la “diplomacia del desastre” parecen confirmar que “el poder, el prestigio y la influencia viran cada vez más raudamente hacia Oriente”.