El escritor que conmovió la literatura uruguaya de los últimos años cuenta a Brecha sus rutinas diarias en una ciudad a la que no llegó el coronavirus. Comparte sus opiniones sobre los intelectuales, el Uruguay gobernado por una alianza conservadora, el libro que está terminando –un proyecto insensato que tiene a Góngora como personaje–, la pertenencia a una tradición, una historieta escrita a cuatro manos y la traducción al francés de la novela que trajo a Charlotte Rampling a Treinta y Tres.
—Por estos días, algunos intelectuales (Byung Chul-Han, Yuval Harari, Markus Gabriel, Paul Preciado, Beatriz Sarlo, Giorgio Agamben, Slavoj Žižek) opinaron sobre el virus que atemoriza al planeta. Se dice que para controlarlo es necesario vigilar a todos los individuos: saber dónde están los infectados, cuándo y dónde aislarlos; decidir, si el sistema sanitario colapsa, quién vive y a quién se deja morir. Me pareció interesante hacer una conexión con tu primera novela publicada, China es un frasco de fetos (2001), donde el Estado decide modificar la vida de los ciudadanos a los que se les atrofia el habla e internarlos en colonias periféricas, privándolos de sus derechos.
—Veo que las mejores mentes de varias generaciones están aplicadas a encontrarle sentido a esta utopía horrible (prefiero esta fórmula a “distopía”) que nos cayó encima de un día para el otro. Hay de todo: desde el negacionismo de Agamben (que se parece al de Bolsonaro) hasta cierta euforia en Žižek. Unos sostienen que el virus es apenas una peste “modestamente letal”, como tantas, transformada en un artefacto imaginario para posibilitar el control social de toda emergencia subversiva por parte del tecnofascismo global. Otros sostienen que la plaga es algo así como el bienamado camarada Coronavirus, el anticapitalista número uno, que, luego de asesinar a algunos millones de personas, viene a fundar una civilización nueva, a abolir unas relaciones de producción y consumo inicuas, o a instituir unas formas más sensatas de vivir. Hemos visto a Macron poner en práctica políticas estatistas inauditas, al Financial Times predicar esas políticas, a Lacalle Pou hablar de Keynes. Se me ha ocurrido también que el virus (o la profilaxis contra el virus: la cuarentena, la inmovilización) da un paso más hacia el hombre encapsulado, desrealizado, resuelto en información pura, que proponía Baudrillard.
—¿Y en Uruguay?
—En Uruguay, bajo el gobierno de una alianza entre las dinastías más conservadoras de la historia nacional (herrerismo-riverismo antibatllista), la cuestión es muy complicada. El gobierno parece no tener intenciones de detener sus grandes maniobras de privatización, autoritarismo, redistribución regresiva, y nos encuentra inmovilizados, aislados, paralizados de pánico. No sólo estamos impedidos de ocupar los lugares de trabajo (como quieren Mieres y Lacalle), sino que ni siquiera podremos ocupar el espacio público. Todo esto es mucho peor que China es un frasco de fetos: esto es real. Es verdad que China…, como cualquier fantasía apocalíptica, acierta al profetizar algunas desgracias. Pero mi novela fabulaba una contrautopía de los desplazamientos, la conquista y la territorialización del desastre, mientras que lo que estamos viviendo tiende al vaciamiento y la inmovilización. Tal vez no haya posibilidad de asignarle algún sentido político al coronavirus. Es probable que sea un pánico no reductible al sentido, in-significante.
—¿Cómo vive Treinta y Tres el hecho de ser uno de los pocos departamentos sin casos positivos? ¿Cuál es tu experiencia? ¿Qué estás haciendo?
—Treinta y Tres está más silencioso: no hay saturación de motos chinas alrededor de la plaza y han bajado los decibeles del reguetón. Yo estoy, como dijo la sombra ilustre, “correctamente desesperado”. Releo (Madame Bovary, una edición crítica del Libro de buen amor), leo (John Berger, una curiosa Historia natural y mítica de los elefantes, escrita en Argentina) y estoy terminando de escribir un libro que contiene una novela, un poema épico y su crítica. También cocino y trato de estar cerca de mis padres. El teletrabajo como profesor no se me da fluidamente. Yo, que no tengo más formación pedagógica que la experiencia, soy –sobre todo– un profesor de contacto, ejerzo una didáctica del contagio, digamos. Y eso es lo que el virus viene a liquidar.
El barroco oriental
—¿Podés decir algo más del libro que estás terminando? Hace un tiempo me comentaste que involucraba a Góngora, y sé que una de tus obsesiones es el barroco español. El signo mismo de tu escritura es, de algún modo, barroco. ¿Estás de acuerdo? ¿Abandonás, en el nuevo libro, el realismo? Parece muy ambicioso combinar una novela, un poema épico y su crítica, pero reafirma algo que te es propio, esa idea de que lo creado con partes diferentes crece por fuera de lo esperable.
—Estoy (creo) en los tramos de corrección y montaje de un libro que, más que ambicioso, parece insensato. No creo –como predica cierto neorromanticismo medio infantil– que la insensatez sea, necesariamente, algo valioso como actitud artística. Por eso estoy tratando de ensamblar unos registros muy heterogéneos de la manera más racional y precisa posible. Como suele pasar en estas etapas culminantes de la escritura, paso del entusiasmo a la decepción radical respecto de lo que estoy escribiendo, que –como siempre– será considerado como terminado por saturación. Ese estrés o claustrofobia respecto del mundo creado se vuelve más extremo en esta especie de apocalipsis mediocre que estamos atravesando (o en la que estamos estancados). Por ahora, puedo decir que se trata de la historia de un escritor que ha escrito un extraño poema barroco en el que el propio Góngora es un personaje. En ese argumento y su realización está –supongo– mi interés por el barroco español, que tantas mutaciones y réplicas ha tenido.
—¿Un interés que llega a la categoría de fascinación?
—Explicar una fascinación no es sencillo. Me interesan la desmesura y la exactitud de Góngora, su “invención de una lengua”, como titula su libro Mercedes Blanco, una prestigiosa gongorista de La Sorbona. Lo interesante de esa lengua inventada es que no consiste, como a veces se piensa, sólo en proliferación o descontrol caótico, sino, por el contrario, en un delirio riguroso, de altísima definición, preciso. Tal vez por eso, y a diferencia de lo que ocurre con otras formas de la ilusión artística, cuando se descifra o se desmonta la carpintería y los efectos especiales de esa escritura del 1600, ella se vuelve más interesante todavía, nos permite calibrar mejor su esplendor técnico. Y, bueno, no sé si desde el romanticismo o desde las vanguardias de hace cien años cierto sentido común parece indicar que lo mejor o lo más interesante que un escritor puede hacer con una tradición es negarla. Yo creo que no está mal la pretensión de pertenecer a una tradición: una especie de emulación distante o intervenida de los monumentos.
—¿Y el realismo?
—Sigue allí. Quien rompe con el realismo es el escritor inventado por mí.
Amonestar la realidad
—La figura del intelectual comprometido parece haber pasado de moda. En nuestro país está casi desaparecida –con honrosas excepciones–; en su lugar, pululan los charlatanes y los gurúes del mundo del espectáculo, patrocinados con entusiasmo por los grandes medios de comunicación, que se desentienden de los otros. En la percepción de algunos operadores de derecha, ese intelectual, al igual que los distintos modelos de izquierda, y hasta las ideologías están desacreditados o en franca extinción. ¿Qué pensás sobre esto? Una vez declaraste que “uno tiene que tratar de dar a sus intervenciones una densidad política, no sólo poética”. Y construiste Las arañas de Marte en torno a un hecho histórico que tuvo lugar en el llamado Año de la Orientalidad: las torturas que los militares de la dictadura infligieron a adolescentes de ambos sexos integrantes de la Ujc de Treinta y Tres. ¿Cómo ves el panorama nacional? ¿Quedan intelectuales que dignifiquen este nombre? ¿Quedan intelectuales?
—La retirada de la militancia ha ocurrido también en el campo intelectual. La liquidación de la Guerra Fría, la absorción de la contracultura por la industria del entretenimiento, la personalización de la existencia, etcétera, han hecho que resulte difícil para los intelectuales encontrar un intersticio, un margen en la hegemonía incesante (o en la neutralidad del capital, como dice Sandino Núñez), desde donde intervenir. Sin ese escenario, sin una atmósfera, no es fácil la aparición pública de la figura del philosophe que venga a amonestar críticamente la realidad. Sin embargo, yo no sé si hubo ese momento en que los intelectuales tuviesen cierto predicamento o relevancia en las decisiones de la realpolitik uruguaya. Por otro lado, creo que ahora hay intelectuales que se han venido haciendo cargo de la actualidad, de su análisis: todas las plataformas que ha creado y orientado Sandino Núñez en diversos soportes, las publicaciones de Hemisferio Izquierdo, el colectivo Entre, las intervenciones ensayísticas o periodísticas de Alma Bolón, Aldo Mazzucchelli (con una y otro suelo disentir), Carlos Rehermann, Gabriel Delacoste, en fin. En una de las últimas entrevistas que le hicieron, Amir Hamed sostuvo que la izquierda uruguaya (el Frente Amplio) había traicionado a los intelectuales. Hace poco, en el mismo medio (el semanario Voces), Carlos Liscano afirmó que el Frente Amplio en el gobierno había desatendido o despreciado a los intelectuales, que se los había regalado a la derecha. Es verdad que el utilitarismo barrial, la tecnolatría, el culto mistificador a la ciencia, el gusto por pitagorizar la realidad con estadísticas, guarismos y gráficas, el culto al sencillismo popular confluyen en cierto antiintelectualismo indeseable, contra el que la izquierda debería inmunizarse. También es verdad que cierta negligencia o ignorancia de algunos intelectuales respecto de los saberes científicos y sus protocolos (y tal vez cierta megalomanía) los ha hecho equivocarse temerariamente, no sólo en Uruguay: tenemos el caso reciente de Agamben y sus interjecciones respecto del coronavirus. Curiosamente, el escenario más decadente del circo eléctrico (la televisión) parece echar de menos la investidura del intelectual o su simulacro: en su lugar, tenemos a Sarlo en Animales sueltos y a un traficante de la simplificación como el ya insoportable Sztajnszrajber.
Ediciones transatlánticas
—En enero viajaste a España y a Francia para presentar ediciones europeas de tus libros. En Madrid, Tríptico de Treinta y Tres, que reúne por primera vez Carlota podrida (2009), Las arañas de Marte (2011) y Todo termina aquí (2016). En París, Carlota podrida. ¿Qué significa para ti la traducción de este libro al francés? ¿Quién eligió esa novela? ¿Y quién pensó en el tríptico?
—Ya había estado un par de veces en Europa. Este año, en enero, mi mujer y yo decidimos conocer París: preveíamos que la política económica del nuevo gobierno iba a erosionar nuestros ingresos de profesores, que en el futuro íbamos a tener que volver a veranear a orillas del Olimar. Así que había que aprovechar las últimas vacaciones progresistas. Ya hacía un tiempo que Antoine Barral estaba trabajando en la traducción de Carlota podrida al francés y, por otro lado, la editorial Contrabando, de Valencia, había decidido lo del tríptico. Entonces adelantaron las presentaciones. De hecho, la presentación en la embajada uruguaya en París se hizo sin que el libro estuviese impreso ni la traducción terminada. En Madrid, sí se logró sacar una tirada del Tríptico de Treinta y Tres para fines de enero y se hizo una presentación muy interesante en la librería Juan Rulfo (vinculada al Fondo de Cultura Económica), con la participación de Rubén Arribas, quien –además– prologó el volumen (de un modo muy interesante, en el que salgo muy favorecido, a mi entender). Allí hubo mucho apoyo del Círculo de Uruguayos en Madrid y su presidente, Juan Sotelo; fue muy conmovedora la presencia de mi ídolo de la adolescencia, el maestro Jorge “Flaco” Barral. Esta edición española es el desenlace de una serie inverosímil de casualidades que empezaron en 2012, en la que están implicados Miguel Blasco y Manuel Tuérgano, de la editorial Contrabando. La idea de incluir las tres novelas en un solo volumen es de los editores. También decidieron no seguir el orden de publicación de los tres relatos: el libro comienza por Las arañas de Marte.
—¿Y esto por qué?
—El fundamento de esa modificación es medio antojadizo. Las arañas… les pareció más potente, y decidieron colocarla como obertura, del mismo modo que una banda que tiene que presentarse ante un público que no la conoce elige empezar con su canción más impactante. Estuve de acuerdo con esa decisión.
—¿Y Carlota…?
—La traducción de Carlota podrida al francés, el vínculo con la editorial L’atinoir, la presentación en la embajada y la promoción en la prensa se deben a la eficacia y la generosidad de Antoine Barral, de cuya contribución a la difusión de la literatura uruguaya y la cultura latinoamericana no habrá más remedio que enterarse, como decía Onetti.
—¿Es cierto que hay una historieta entre tus proyectos más inmediatos?
—Sí, es una aventura en tiempos de Garibaldi entre Europa y América. Gustavo Alzugaray, mi amigo de la infancia, viajó desde Bruselas para la presentación en la embajada y para discutir sobre la historieta que estamos haciendo. Estuvimos muy contentos de sumar nada menos que París a la lista de ciudades donde nos hemos emborrachado.
—Hasta donde sé, Alzugaray es escritor. ¿Quién dibuja? ¿Piensan publicarla en Bélgica o en Uruguay?
—Alzugaray dibuja. Hay conversaciones para publicarla acá.
Joder la autorreferencia
—¿Cuál es tu posición con respecto a las escrituras autobiográficas, al exceso de autorreferencialidad? Ese complejo de modalidades en primera persona, que, aunque existe desde hace tiempo, está presente con más fuerza en los últimos años, se redescubre, se estudia con teorías más actuales. Beatriz Sarlo sintetizó hace algún tiempo: “El yo está de regreso y lo habilita la moda”. ¿Te parece que es una moda?
—Sí, todo eso ha vuelto a ponerse de moda, como las polleras plisadas. La genuina escritura del yo, las Confesiones de Rousseau, el Diario de María Bashkirtseff, el de Anaïs Nin y el de Idea Vilariño nos interesan porque alimentan el voyeurismo, el noble chusmerío; nos habilitan la ilusión de fisgonear en la privacidad de los grandes, de emitir juicios morales sobre ellos, como si fuesen uno más de nuestros vecinos. Pero lo interesante, como ocurre siempre que la teoría, la crítica u otras instituciones paraliterarias establecen un formato, es la posibilidad de falsificarlo o pervertirlo, “joder con él”, como decía Mario Arregui respecto del cuento criollista. Yo he hecho eso respecto de esa escritura autorreferente y creo que lo voy a volver a hacer, como el protagonista de El inquilino de Polanski, que se tiró dos veces seguidas del décimo piso. En realidad, la falsa “literatura del yo” tiene antecedentes muy ilustres. Pensándolo bien, la Divina comedia pasa por ser la narración de un episodio de la vida de un individuo llamado Dante Alighieri. Allí el viaje al infierno tiene el mismo estatus narrativo que la batalla de Campaldino, por ejemplo, a la que se hace referencia en el texto y en la que participó el Dante histórico. En El Aleph, el narrador dice: “Soy yo, soy Borges”, y pone en juego a un personaje que todos conocíamos por Gente o Siete días.
—¿Y la autoficción?
—No me parece pertinente la categoría autoficción. Aquí creo que conviene aplicar el criterio institucionalista que se propone para las artes visuales. Si yo, en el marco de un cuento o una novela, escribo: “Mi nombre es Gustavo Espinosa; nací en Treinta y Tres el 24 de octubre de 1961”, eso debe considerarse meramente ficción. n
- La situación cambió desde que se hizo la entrevista: cuatro brasileños que llegaron a Uruguay para trabajar en una obra, en el departamento de Treinta y Tres, acaban de dar positivo al test de coronavirus.