Desde Argentina
Anselmo es alargado como el sauce que hace veinte años era una estaca al costado del rancho. El Gabi no había nacido, ni su hermano. Cuando Anselmo llegó a la isla, el patrón, don Esteban, le dejó tomarse el tiempo necesario para instalarse y lo ayudó con los materiales. El último puestero había sido el Tico Peralta, y algunas fotos de los Peralta seguían dando vueltas. Al rancho se le fueron agregando paredes y bajando otras, comidas por las crecientes. Atrás el depósito y los chanchos, y en cada timbó, un perro, el piso desgastado en redondo, un fuentón con agua y otro con huesos. La piel de Anselmo es de un rojizo curtido, ondulado; los ojos claros se le han vuelto de barro y la nariz sobresale tirante, limpia como un machetazo al chilcal. Si toma un pan, es una migaja entre los callos de las manos, listas para sujetar las riendas, la bomba de nafta del motor fuera de borda y también las caderas de su mujer, dos veces más anchas que la pelvis de Anselmo todas las noches de los viernes y los sábados.
Después de bañarse en el río, Anselmo se peina con la vista en la costa de enfrente. Sin la sombra de la boina, los ojos se le redondean y el brillo de la cabeza desciende sobre los hombros. El hijo mayor quiere convencerlo de que se mude al pueblo, pero no aguantaría, los vecinos rondando y él todo el día en un cuarto haciendo qué. Se abrocha la camisa y se sienta al lado del brasero. El Gabi galopa del corral a la costa. Ha ajustado demasiado la montura, pero las botas van cómodas en los estribos y lleva la camisa más blanca que el verano pasado. Le hace bien pasar la semana en la isla, lejos de la madre. Faltarán otros veranos para que su voz suene grave al azuzar a la potranca; le gustaría llegar a verlo. Una siesta y a arrear a los novillos, que el patrón está en el campo y los querrá ver. Hay poca hacienda, menos de quinientas esta vuelta. Se ve que el patrón está tirado: dice que el campo no le rinde y ni postes para alambrado le trajo. Será después del guiso, después de la siesta, después.
—Miralo, no hace nada –dice la señora de Esteban. La casa de los patrones está construida en un terreno elevado, a unos cien metros del rancho de Anselmo, y el año pasado la pintaron de rojo. La galería es fresca, y en los árboles más cercanos la señora ató orquídeas y claveles del aire.
—Está grande –dice Esteban devolviendo el mate.
La señora corta dulce de batata y queso fresco sobre una bandeja de cerámica blanca. Se limpia las manos con el repasador y ceba otro mate. Esa discusión ya la tuvieron. Toma una porción de queso y dulce con el tenedor y se la lleva a la boca.
—Tanto calor le quemó la cabeza –dice ella.
—Le pregunté por el hijo mayor. Dice que no va a estudiar y que se queda en el pueblo.
—Esperá –la señora entra a la casa y vuelve a salir con una bolsa que le cubre la mano. Sostiene un pedazo de cuero que chorrea—. Le diste la llave de la casa y puso un cuerito de carpincho en la rejilla.
—Será por las ranas o por los alacranes.
—¡Que los queme a los alacranes! Ni uno quiero ver.
—No sé qué querés que hagamos.
—Es tu campo: te ocupás con tus primos o con quien te tengas que ocupar.
—Es nuestro campo. Acá se criaron las nenas, Raquel.
La señora vuelve a cortar queso y dulce. Esteban se pone de pie y acomoda la silla contra la mesa, levantándola como si quisiera evitar que hiciera ruido. Camina en línea recta hasta los caballos y se acerca a un alambre del que cuelgan dos recados, que Anselmo dejó listos antes de guardarse en el rancho. Cada recado son varias telas encimadas y la de más arriba es un cojín de oveja. Son las tres de la tarde y la mosquitada no molesta. Esteban limpia uno de los recados casi acariciándolo.
Anselmo sale del rancho y deja que el Gabi duerma; total, el sol todavía quema para estar andando. El patrón ya lo espera al lado de los caballos, como si los novillos se le fueran a escapar. Que sí, podrían cruzar a nado el río o se los podrían llevar los cuatreros, pero nada cambia por unos minutos más o menos. La avaricia los arruina a los ricos: se ponen malos y caen en el hospital de un momento a otro. El patrón lo escucha acercarse. Anselmo le ve mala cara. Quisiera decirle que no hay que darle tantas vueltas, que un año hay seca y otro hay creciente, la isla es así.
—¿Cómo le va, don Esteban?
—Bien, Anselmo, bien.
—Dele mis respetos a la señora Raquel.
El patrón no contesta y Anselmo le dice que la seca va a amainar, por la radio anunciaron un repunte. Ya el mes pasado le ha dicho que ni falta hace comprar grano, hay canutillo todo alrededor de la laguna y la hacienda está harta de comer. Anselmo piensa que al patrón le va a hacer bien recorrer y ver que los novillos están en buen estado, así que prepara el primer caballo y le pide el recado para el segundo, un zaino joven. Mientras ajusta el cabestro, mira hacia el río y dice:
—¿Y las gurisas cómo andan? –no espera la respuesta y tuerce los labios en una media sonrisa—: Deben ser mujercitas nomás.