Cuando el primer ministro húngaro Viktor Orbán aprovechó la pandemia de covid-19 para darse a sí mismo poderes prácticamente ilimitados para gobernar por decreto, la ONG liberal Freedom House y periódicos internacionales como The Guardian y The New York Times pusieron el grito en el cielo. Hubo también quienes adujeron que se trataba más bien de un vil pero inteligente truco de relaciones públicas: la medida le permitiría a Orbán mostrar las quejas de la oposición como obstrucciones a sus esfuerzos por combatir el virus.
Lo cierto es que lo ocurrido en los últimos meses indica que el pesimismo sobre la democracia en Hungría estaba justificado. Varias señales apuntan a que algo oscuro y peligroso se está gestando en este país. Sin embargo, el establishment europeo, incluido el centroderechista Partido Popular Europeo al que todavía pertenece el partido de Orbán, ha optado por mirar para otro lado.
Cuando el líder húngaro llegó al poder hace diez años y comenzó a desmantelar las instituciones democráticas, esta nación europea periférica parecía un caso idiosincrático, con poca o nula importancia global. Pero el mundo en el que vivimos hoy –el de gente como Donald Trump o Narendra Modi– es muy diferente a aquel de 2010. Hungría ya no parece un caso tan desviado.
DERECHOS SUSPENDIDOS (PARA ALGUNOS)
Uno de los aspectos más controvertidos de la ley de emergencia aprobada a fines de marzo por el Parlamento húngaro –en el que el Fidesz, el partido de gobierno, tiene dos tercios de los votos– fue la introducción de una pena de prisión de hasta cinco años para quien difundiera «falsedades».
Con esta nueva normativa, la Policía arrestó al menos a dos opositores. La causa: posts de Facebook que no contenían información falsa alguna y que eran simplemente opiniones contra el gobierno. Después de su liberación, a uno de los dos detenidos, János Csóka-Szűcs, se le negó toda asistencia en su viaje de regreso, a pesar de ser discapacitado. Con su teléfono confiscado y sin dinero, se vio obligado a hacer el viaje a casa a pie.
No era la primera vez que la Policía tomaba medidas drásticas contra Csóka-Szűcs. El hombre contó luego a Partizán, un medio online de izquierda, que lo mismo le había sucedido en 1987 cuando el régimen prosoviético de János Kádár aún estaba en el poder. «En casa bromeaba con que el mundo en el que la Policía venía a buscarte [por hablar] iba a volver tarde o temprano, pero hasta ahora no nos habíamos tomado eso en serio.»
El 19 de mayo, los parlamentarios de la oposición organizaron una serie de manifestaciones contra los nuevos poderes de Orbán. Para seguridad de los participantes y el público en general, pidieron a la gente que concurriera en auto y se manifestara tocando bocina. Si bien este tipo de protesta casi no conlleva riesgo de infección, los participantes recibieron multas de hasta 750 mil florines (unos 2.400 dólares) cada uno. La cantidad es varias veces mayor que el ingreso mensual promedio de un obrero y más que suficiente para causar serias dificultades a hogares relativamente acomodados. La práctica de imponer multas astronómicas a quienes protestan en automóviles siguió incluso luego de que la cuarentena terminara y se permitiera la reapertura de bares y restaurantes.
Pero no todas las manifestaciones han sido obstaculizadas por la Policía. Mientras que los activistas a favor de la separación de poderes son acosados y multados, a los neonazis se les permite salir a las calles de a miles sin distanciamiento social alguno.
El primer fin de semana tras la flexibilización de las medidas de cuarentena, la noticia de un fatal doble apuñalamiento en el centro de Budapest conmocionó al público. El incidente era de interés periodístico, ya que Hungría, como la mayoría de los países de la Unión Europea, tiene estrictos controles sobre la tenencia y porte de armas y un alto nivel de seguridad pública, lo que hace raros estos estallidos de violencia.
Las víctimas eran hinchas de fútbol, y parece que al menos una de ellas tenía simpatías con la extrema derecha. En algunas de sus fotos en las redes sociales aparecía con una cruz celta, usada en muchos países por los neonazis como alternativa legal a la prohibida esvástica. Lo cierto es que los fascistas no tardaron en reclamar a las víctimas como propias. Poco después de que se conociera la noticia, el partido de extrema derecha Movimiento Nuestra Patria pidió a sus seguidores que se reunieran en la sede del órgano consultivo llamado Autogobierno Romaní para llevar a cabo allí una manifestación contra los «crímenes gitanos» (aunque más tarde resultó que los principales sospechosos eran blancos).
Mientras Nuestra Patria disfrazó su manifestación de «conferencia de prensa», las hinchadas de ultraderecha que también se movilizaron en esa ocasión decidieron convocar a una vigilia. Al principio, la Policía quitó algunos carteles a los participantes, pero luego terminó permitiendo que las manifestaciones antigitanas se hicieran sin problemas. A las protestas siguieron varios actos de violencia contra ciudadanos romaníes.
Si bien las instancias de organización del antifascismo se han fortalecido en los últimos meses (mayormente a instancias de la izquierda radical), esta vez sus participantes no se movilizaron, alegando preocupaciones de salud pública. Mientras tanto, la afirmación sin pruebas de que los asesinos habían sido gitanos corrió como pólvora por los rincones racistas de Internet. La capacidad de la ultraderecha para aprovechar el episodio es característica de un nuevo estilo de política que se extiende por el mundo con total indiferencia a cualquier pretensión de verdad.
NEONAZIS, ROMANÍES Y TRANS
El movimiento detrás de las manifestaciones antirromaníes, Nuestra Patria, fue fundado por exmiembros de línea dura del neonazi y antisemita Jobbik, quienes rompieron con ese partido cuando comenzó una deriva centrista y de acercamiento a Israel. Mientras otros partidos de la oposición están completamente excluidos tanto de los medios públicos como de los privados bajo el control del gobierno, Nuestra Patria recibe una sorprendente cantidad de tiempo al aire, a pesar de nunca superar un 4 por ciento de los votos.
No es necesario usar un sombrero de hojalata para dudar de la independencia de este movimiento. La práctica de utilizar opositores títere para simular pluralismo es bien conocida en Rusia y otros Estados postsoviéticos. De hecho, usar a los romaníes de chivo expiatorio no es un recurso político marginal en Hungría. El propio Orbán parece cada vez más interesado en poner a la opinión pública en contra de los gitanos. Ya que el público húngaro parece aburrirse del manido recurso a George Soros, los migrantes y las ONG, la red de propaganda oficialista ha debido encontrar nuevos enemigos. Esta vez, según parece, toca a los romaníes.
Los escoltas de Orbán han defendido abiertamente la segregación racial contra los gitanos en el sistema educativo, y su gobierno incluso ha intentado detener el fallo judicial que ordena indemnizar a los alumnos de primaria víctimas de esta práctica. A pesar de los esfuerzos del primer ministro, una discriminación tan flagrante aún es ilegal para las leyes de Hungría y de la Unión Europea. Sin embargo, el clima está empeorando: el propósito original de Nuestra Patria parecía ser el de ayudar a desintegrar Jobbik en favor de la aparición de fuerzas neonazis más leales a Orbán. Hoy, su papel es testear la reacción popular a una próxima campaña estatal de odio.
En este contexto no sorprende que, aunque las restricciones a las libertades civiles aprobadas por el Parlamento húngaro a fines de marzo eran presentadas como necesarias para combatir la pandemia, el gobierno aprovechara la ocasión para introducir una serie de cambios adicionales. Una de las medidas impulsadas en el marco de la ley ómnibus conocida como «ley Coronavirus» fue despojar a las personas trans de su derecho a que se reconozca su identidad de género; a partir de ahora, sólo su «sexo biológico basado en sus cromosomas y características sexuales primarias al nacer» podrá aparecer en los documentos oficiales, un retroceso con respecto a leyes vigentes previamente.
CAUSAS Y CONSECUENCIAS
El estado de emergencia fue finalmente levantado a mediados de junio de la mano de una iniciativa del vice primer ministro, Zsolt Semlyén. Pero la medida estuvo diseñada apenas para tranquilizar a los observadores internacionales. Según un análisis publicado por el Comité de Helsinki, Amnistía Internacional y la Unión de Libertades Civiles de Hungría, la ley con la que se levantó el estado de emergencia afianza en los hechos algunos de los aspectos más preocupantes de la norma aprobada a fines de marzo y debilita, ahora de forma permanente, la supervisión constitucional al Ejecutivo.
Las perspectivas para el futuro de Hungría son sombrías, pero también hay buenas noticias. El 13 de mayo, el Tribunal de Justicia europeo declaró ilegal el encierro de refugiados durante períodos prolongados tal como lo practica ese país. El gobierno debió obedecer el dictamen y las familias internadas en los campos fueron puestas en libertad. La medida también puso fin a las tácticas inhumanas de privación de comida que, según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se usaban habitualmente en esos centros de detención.
Es difícil no ver paralelismos entre estos acontecimientos en Hungría y los que están ocurriendo en otros lugares. En Estados Unidos, por ejemplo, las autoridades permiten que milicias de ultraderecha se manifiesten con rifles de asalto, pero reaccionan con extrema violencia a las protestas antirracistas.
Es cierto que hay razones históricas y culturales específicas para el surgimiento del régimen de Orbán. Sin embargo, los intentos liberales de explicar el declive de la democracia húngara únicamente con referencias al pasado traumático de Hungría, a la fragilidad de las instituciones democráticas poscomunistas o, incluso, al «carácter húngaro» pierden de vista lo esencial. Los factores estructurales que explican a Orbán no responden a características particulares de un país o de Europa del Este, sino a la dinámica del capitalismo global.
Si bien es cierto que la transición poscomunista devastó ciudades industriales y eso generó un hondo resentimiento contra la democracia, ese proceso fue una manifestación local –rápida y radical– de un cambio vivido a nivel mundial que llevó del fordismo al posfordismo. Lo que destruyó los centros industriales húngaros fue lo mismo que arrasó con los del norte de Inglaterra y los del Rust Belt estadounidense, y los convirtió en sitios ideales para demagogos. Sin duda, Orbán fue ayudado por la adopción del neoliberalismo hecha por su predecesor «socialista»; muchos habitantes de antiguos bastiones de la izquierda que pasaron a enfrentar privaciones económicas se volcaron en los últimos años hacia Fidesz y Jobbik.
El ascenso de Orbán no debería ser visto como una aberración causada por una pretendida falta de decencia moral del pueblo húngaro. Al contrario, lo que hoy sucede bajo su gobierno podría ser el futuro de cualquier país donde no se aborden con seriedad las razones estructurales del auge del fascismo. Al decir de Max Horkheimer en 1939: «Quien no quiere hablar acerca del capitalismo debería callarse también respecto del fascismo». O como Slavoj Žižek parafraseó hace poco: «Aquellos que no desean hablar críticamente sobre el capitalismo global también deberían guardar silencio sobre Hungría».
* Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Centroeuropea y miembro del grupo por la defensa de la libertad académica Szabad Egyetem.
(Publicado originalmente en Jacobin como «The Decline of Democracy in Hungary is a Troubling Vision of the Future». Traducción del inglés y titulación de Brecha).