Hace ya bastante tiempo que la extrema derecha se ha asentado en el escenario político europeo. Basta ver los resultados electorales de los partidos y los movimientos que la encarnan: en la mayor parte de los países de la Unión Europea superan el 10 por ciento de los votos, con picos particularmente altos en Italia, Hungría, Francia, Polonia, España, Eslovaquia, Países Bajos, Austria, Dinamarca, Finlandia, Suecia y Alemania. En todos estos países, son gobierno o tienen grandes posibilidades de serlo a corto o mediano plazo, por lo general en alianza con fuerzas de la derecha tradicional, pero también en solitario, como es el caso de Hungría.
Y hay un dato aun más preocupante: la creciente violencia de quienes se identifican con esta galaxia ideológica. De acuerdo con el think tank australiano Institute for Economics and Peace, en los últimos cinco años los atentados de extrema derecha crecieron 320 por ciento en Europa, América del Norte y Oceanía, y son cada vez más letales: 17 muertos en 2017, 77 en 2019 (La Vanguardia, 23-II-20).
En 2018, señaló en enero el madrileño Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo, en el conjunto de Occidente «se registraron más ataques terroristas inspirados por la extrema derecha que por el terrorismo yihadista (17,2 frente a 6,8 por ciento)». En setiembre del año pasado, el comisario de la unidad de antiterrorismo de la Policía británica Neil Basu identificó el terrorismo de extrema derecha como la amenaza a la seguridad interna de mayor crecimiento en Reino Unido (The Independent, 19-IX-19). Y en Alemania una investigación reciente llevada a cabo por la revista Zeit y el diario Tagesspiegel encontró que entre 1990 y 2017 unas 170 personas fueron asesinadas por ultraderechistas, entre inmigrantes, gente sin techo, militantes izquierdistas, homosexuales y trans. El doble de las relevadas por la Policía.
«El terrorismo es un instrumento político que la extrema derecha viene utilizando desde hace décadas en Occidente», pero la tendencia de los gobiernos europeos y estadounidenses es tratarlo como si se limitara a casos aislados y psiquiatrizar a sus protagonistas, resumió tiempo atrás Daniel Poohl, director de la revista sueca Expo e investigador del universo ultra.
LOBO, ¿ESTÁS?
Europa fue el escenario inicial de esta nueva ola de ataques de origen ultraderechista cuando el noruego Anders Breivik masacró a 77 jóvenes socialdemócratas en 2011. Breivik dijo haber actuado para frenar la «invasión musulmana» y la expansión de la «sociedad multicultural», la misma justificación de la que se valieron, entre muchos otros, Brenton Tarrant, autor de dos atentados en Nueva Zelanda en 2019 que dejaron 49 muertos, y Tobias Rathjen, el ultra que mató a diez personas en la ciudad alemana de Hanau en febrero de 2020. Tarrant habló del «genocidio» del que estaría siendo objeto la «raza blanca»; Rathjen dejó un largo «manifiesto al pueblo alemán» y mensajes de video en los que denunció la «presencia excesiva» en Europa de «grupos étnicos, razas o culturas destructivas en todos los sentidos». Aunque, por lo general, los autores de estos atentados actúan como lobos solitarios, ajenos a estructuras de cualquier tipo, todos se consideran parte de un mismo movimiento global de reacción contra los musulmanes, que estarían «reemplazando» demográfica y culturalmente a la población blanca y la identidad cristiana del continente.
Donde con «naturalidad» ha prendido el discurso ultra es en los aparatos represivos, policiales y militares. En España, cuyo proceso de transición desde el franquismo fue muy similar al uruguayo y cuyas Fuerzas Armadas no fueron depuradas, se estima que en los cuarteles Vox saca ventaja electoral a cualquier otro partido. En Francia, investigaciones de prensa han dejado al desnudo vínculos entre formaciones neonazis y la Agrupación Nacional de Marine Le Pen con sectores de la Policía, así como un extendidísimo discurso racista y antiinmigrante entre los uniformados. En Alemania, a fines de junio, el gobierno disolvió una unidad de elite del Ejército vinculada con actos violentos ultraderechistas.
EL CORDÓN SANITARIO
Hoy en Europa, destacó una investigación publicada en octubre del año pasado por el periodista Joseph Confavreux en el portal francés Mediapart, hay suficiente acumulación de «signos» que dan cuenta de una «fascistización» rampante. Carlo Ginzburg, un historiador italiano de 80 años de familia judía y pasado resistente, dudaba hasta ahora de la pertinencia de «emplear la palabra fascismo fuera de su contexto específico», que remite al período comprendido entre los años veinte y los años cuarenta del siglo pasado. Pero, observando la evolución de la situación actual en su país, en el Estados Unidos de Donald Trump y en el Brasil de Jair Bolsonaro –dijo Ginzburg en un coloquio reciente realizado en la ciudad francesa de Blois–, fue dejando aquellas reticencias de lado. «Creo que el fascismo tiene un futuro. Es un comentario amargo que implica una definición del fascismo que debe ser construida, en la cual el antisemitismo ya no es un elemento necesario», afirmó entonces.
El sociólogo francés Ugo Palheta, autor de varios trabajos sobre el ascenso de la extrema derecha en Francia, entre ellos, La possibilité du fascisme (La Découverte, 2018), coincide con el italiano. «Hay un riesgo evidente de fascistización en muchos países, en especial en Europa», declaró al portal La Midinale (11-X-19). Pero puso de relieve otro tema, tan importante como definir lo que evidencia el auge de la extrema derecha: determinar cómo enfrentarlo.
En su artículo, Confavreux metía el dedo en la llaga: ¿hay que reeditar la vieja estrategia de los frentes antifascistas o concebir una nueva? En caso de optar por un frente «a la antigua», que abarque todos los sectores que se opongan a la extrema derecha en el plano de la representación política, incluido la centroderecha liberal, la izquierda puede quedar presa de una estrategia que a la larga la terminará desdibujando y en el fondo no resolverá el asunto, señalaba en su nota.
Mediapart recuerda que esa, la de las alianzas amplias contra el «iliberalismo», es la estrategia que en los últimos años han definido en Europa varios partidos centroderechistas, muy especialmente La República en Marcha, del presidente francés, Emmanuel Macron, y algunas formaciones socialdemócratas. Consiste en montar un «cerco sanitario» en torno a los ultras para que no consigan posiciones de poder, pero retomando como propios muchos de los planteos que defiende ese supuesto enemigo.
«Sobre la inmigración o sobre el islam, Macron y sus ministros no dudan en emplear palabras y categorías de la derecha radicalizada, al mismo tiempo que deploran, como lo ha hecho el presidente francés, las “similitudes” entre nuestro tiempo y los años 1930», observó Confavreux. No muy distintos fueron los enfoques del predecesor de Macron, el socialista FrançoisHollande. Existe, de todas maneras, «una trampa doble, semántica y política a la vez», al hablar de fascismo. Sobre todo porque su contracara obvia, el antifascismo, puede conducir a apostar por salidas que no planteen una alternativa profunda a la extrema derecha, admite el periodista francés.
CUESTIONAR EL REPARTO
El desmantelamiento progresivo del Estado de bienestar y la sumisión a los capitales transnacionales, «es decir, el neoliberalismo hegemónico», afirma Palheta, le hicieron el campo orégano a la extrema derecha y favorecieron su penetración en sectores populares cada vez más desprotegidos, tanto como los discursos contra la inmigración y el autoritarismo creciente de los gobiernos. Partidos liberales y socialdemócratas que han aplicado ese tipo de políticas no pueden, en consecuencia, ser los conductores de un «frente antifascista», dice el sociólogo. Y propone articular una alianza en torno a «tres ejes políticos fundamentales: la oposición al neoliberalismo; la batalla contra el endurecimiento y el autoritarismo del Estado; la lucha contra la xenofobia y el racismo».
Palheta piensa que la izquierda debe trabajar para construir «un bloque que unifique a las clases populares, blancas y no blancas, en torno a un proyecto político de ruptura y de la perspectiva de un poder anticapitalista, democrático y descolonial». Pero la izquierda europea está a años luz de un proyecto de este tipo, observa Confavreux. Máxime si se tiene en cuenta que algunos de sus exponentes antaño más radicales (al estilo del Syriza griego) se han ido «recentrando», en razón de la correlación de fuerzas desfavorable.
La mejor manera de combatir a la extrema derecha es hablar de las cuestiones materiales, piensa, por su parte, el español Miguel Urbán. Elegido eurodiputado por Podemos en 2015 y líder de su fracción disidente Anticapitalistas, es autor de La emergencia de Vox. Apuntes para combatir a la extrema derecha española (Viento Sur, 2019), un libro en el que analiza las causas del ascenso de este partido heredero del franquismo y en el que recoge experiencias de «combate antifascista» en Europa y América Latina.
«Creo saber por dónde no hay que ir. No es, por ejemplo, por el lado de frentes con partidos liberales. En España sería inútil, además, porque la derecha supuestamente moderada no es antifascista y no ha planteado cordón sanitario alguno en torno a Vox, con el que se ha aliado a nivel regional y no dudaría en hacerlo a nivel de todo el país. Y en Europa la extrema derecha está inserta en distintos grupos parlamentarios que comparte con partidos liberales, lo que demuestra su permeabilidad», dijo Urbán (arainfo.org, 10-II-20).
Hay distintas familias en la ultraderecha, pero todas tienen un tronco común, apuntó el español: «La utilización de la inmigración como chivo expiatorio, el populismo punitivo y la exclusión. Aquí hay una vinculación clara con 20 o 30 años de políticas neoliberales […], que no sólo han supuesto una pérdida de derechos para las clases populares, sino que han construido un sentimiento de escasez, de “no hay para todos”» y de que lo poco que «derrame» debe ir a los nacionales.
Cuestionar realmente el reparto de los recursos es lo que no ha hecho la izquierda y lo que ha abonado a la extrema derecha, subraya Urbán. «Hay que volver a hablar de la nacionalización de los sectores estratégicos, del control de lo común, del control ecológico de la economía y de un elemento central, que es el cambio del modelo productivo», dijo. Y sostiene que a largo plazo, para serrucharle el piso a la extrema derecha, es mucho más importante «construir resistencia desde abajo» que el trabajo en las estructuras institucionales de poder actualmente existentes tanto en España como en Europa, a las que ve más como parte del problema que como parte de la solución.
LA CARTA DE INVITACIÓN
Es precisamente en el abajo popular que han echado raíces movimientos como La Liga, Casa Pound y Hermanos de Italia, en la península, y la Agrupación Nacional, en Francia. En ambos países, el negro ha remplazado al rojo en los antiguos cinturones industriales de las grandes ciudades. Casa Pound y Hermanos de Italia, de peso electoral relativo, han tejido una estructura de asistencia a sectores empobrecidos (ollas populares, redes laborales). Desde ahí enfrentan a pobres contra pobres: nacionales contra inmigrantes, dejados fuera de toda asistencia.
En 2011, MarkBray fue uno de los animadores de Occupy Wall Street, una suerte de versión neoyorquina de aquellos movimientos de «las plazas», que en Europa alcanzaron su punto más alto en España, con las movilizaciones del 15M y los «indignados». Pero Bray es también historiador y hace algo más de un año publicó una suerte de mapeo de las luchas contra la extrema derecha desarrolladas a lo largo de años en varias regiones del planeta (Antifa: el manual antifascista, editado en Madrid por Capitán Swing a fines de 2018). El libro recoge la experiencia de unos 60 militantes de 17 países y habla de luchas callejeras, acción directa, peleas por territorios y contraposición clara de proyectos políticos.
Bray piensa que la ultraderecha creció exponencialmente en los últimos tiempos debido, en gran medida, al fracaso de la izquierda. «Los partidos de izquierda han aceptado y llevado a cabo medidas de austeridad y han jugado el juego de las finanzas internacionales y del libre comercio. Cuando la crisis financiera empezó, en 2008, en un período económico difícil, mucha gente pensó que estos partidos de izquierda o de centroizquierda no estaban defendiendo sus intereses. Y partidos de derecha aparecieron y dijeron: la razón por la que estáis sufriendo son los inmigrantes y el globalismo; lo que necesitamos es volver a políticas nacionalistas y xenófobas», dijo en una entrevista con el portal español El Salto (18-XII-18).
Las elites liberales no son confiables para combatir el fascismo, dice Bray. Y escribió en su libro: «Los gobiernos parlamentarios no siempre fueron una barrera ante el fascismo. Al contrario, en muchas ocasiones sirvieron más bien de carta de invitación. Cuando las elites económicas y políticas del período de entreguerras se sintieron lo suficientemente amenazadas por la posibilidad de una revolución, se volvieron hacia personajes como [Benito] Mussolini y [Adolf] Hitler para aplastar sin contemplaciones a los disidentes y defender su propiedad privada». Puede llegar a pasar lo mismo hoy, observa Bray, y los nuevos fascismos, o como se prefiera llamar a estos movimientos, conectarán en algún momento con los señores de corbata que ahora dicen enfrentarlos. Basta que surjan enfrente movimientos que les planten cara en serio y globalmente. Por ahora están en sus balbuceos.