Este texto lleva varios meses escrito, esperando un turno, que demora demasiado en llegar.
Soy un varón heterosexual de 36 años que no tiene claro qué hacer, decir o pensar respecto a las interpelaciones que los feminismos nos traen. Soy uno de esos tipos que escucharon, estudiaron y trataron de comprender qué era aquello de encontrar una masculinidad más sana, menos tóxica. Asimismo, nunca me sentí aliado ni entiendo muy bien qué es la deconstrucción como concepto. Sí soy consciente de que estoy más cerca de una masculinidad hegemónica que de una nueva, y hace algunos años alguien podría haberme escuchado decir: «Yo no soy machista». Ahora pienso que decir que no soy machista es negar que existe un mandato de masculinidad a interpretar con un libreto muy claro, que ha guiado nuestros aprendizajes y nuestras interacciones a lo largo de nuestras vidas. Un sesgo dispuesto a atravesar desde nuestra sexualidad hasta las maneras en las que elegimos (o no) mostrar afecto.
Desde este punto de partida, y no sin antes haber hecho algún berrinche, me propuse empezar a conversar con otros varones con el foco puesto en el género, a ver qué resultaba. En mis círculos más próximos no fue un proyecto viable, pero más adelante me encontré con que existían algunos incipientes colectivos de varones en la vuelta con inquietudes similares a las mías. Me encontré con otros, puse el cuerpo, me sentí incómodo, casi me fui, insistí, aprendí mucho. Desconfié y sospeché de la conveniencia política del surgimiento de las masculinidades antipatriarcales en este contexto político. Qué bolazo.
Una de las formas de aversión más clásicas y típicas de lo que tengo ganas de llamar masculinidad libretada es la construcción de un otro masculino como contrincante, uno que seguramente se aprovechará de mí cuando baje la guardia y me pegará donde más me duele: debo tener mucho cuidado. Estar a salvo será mostrar la fuerza y ocultar la vulnerabilidad. Con este panorama, claro que tomar conciencia sobre nuestro propio machismo es un proceso doloroso, porque implica asumir la ridiculez que sostenemos juntos. Hacernos cargo de que, cada vez que dejamos pasar una actitud o un comentario con visos misóginos sin hacer ni decir nada al respecto, somos cómplices y artífices de lo que hoy nos angustia. Además, tomar conciencia de lo dañinos que hemos sido y podemos llegar a ser como varones con nuestras parejas, amigas, madres, hijas y hasta con nosotros mismos tampoco hace que mágicamente desaparezcan nuestros privilegios ni nos asegura un camino claro por el que ir. Entonces, incertidumbre y confusión.
En cierto modo, defenderse primero que nada, como reflejo, tiene total sentido. Dejarse afectar por otros lentes para mirar la realidad desde otra perspectiva no es un movimiento cómodo. Nos enseñaron que, para ser un hombre con todas las letras en esta sociedad, no debemos dejar que nadie nos diga cómo hay que hacer las cosas. Se supone que ya sabemos todo. Si no sabemos algo, lo inventamos; si no entendemos algo, lo descartamos. Yo sé, yo puedo, yo me encargo. Si no somos protagonistas, la lucha es ajena. Imagino que debe de haber miles de maneras de desenredar esta madeja. No me entusiasma tanto descubrirlas como estar atento a que no caigamos en la negación.
En este último tiempo hemos escuchado y leído a muchos hombres que perciben que se nos está atacando sólo porque somos varones, que esto es una guerra, que seguro hay intenciones perversas detrás de una denuncia anónima, que dicen que la violencia no tiene género, que hay unas formas legítimas para protestar y otras que no dan, que así no se van a ganar el respeto de nadie, que la intimidad de las personas no debería ser pública nunca, que ya no nos podemos acercar a una mujer porque hay una exagerada susceptibilidad en el aire. Fijate, estamos tensos. Uno de esos es tu amigo; otro, tu padre; uno de esos sos vos. De repente, nada era tan ajeno; de repente, estamos todos ahí; vos, de nuevo gritando, señalando, juzgando y atajándote. Nadie sabe cómo empezaste a hablar de un nosotros. Ya no es un asunto individual. Entrás en calor. Minutos después se te pasa la rabieta y ya no hay colectivo ni pertenencia. No nos encontramos para hablar de estos asuntos entre nosotros, salvo para defendernos de un ataque ficticio. Contamos, por defecto, con la complicidad del otro para preservar y reforzar una hombría estática. Sin embargo, para atravesar el dolor, la tristeza o cualquier otro tipo de preocupación que conecte con nuestra vulnerabilidad, estamos solos. El pacto patriarcal es una de las formas más extrañas de la lealtad.
Este texto está escrito hace meses, esperando que pase el escándalo de turno para esquivar el ruido, pero ese silencio nunca llega. La violencia –nuestras violencias– se multiplica y nos sigue reventando en la cara. Quedarse quieto y en silencio no funciona. ¿Cómo empezamos a pensarnos colectivamente?, ¿cómo nos ayudamos a bajar la guardia?, ¿cómo hacemos para mirarnos a los ojos en paz y sin miedo?, ¿adónde van el afecto que no damos y las lágrimas que no lloramos? Rememorar y convocar al relato que sostenemos sobre nosotros mismos para disputarle el sentido a nuestra propia historia puede ser un ejercicio revelador para nosotros y sanador para todxs.