En marzo de 2016, Peio H. Riaño recibió un mail del Ministerio de Cultura de España en el que se anunciaba el reparto de los fondos destinados al patrimonio pictórico del país entre el Museo Nacional del Prado y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. El comunicado venía con una foto del acto administrativo en la que estaba la cúpula del arte español: seis hombres. «A mí eso me llamó mucho la atención, porque no era posible que no hubiera mujeres en el ámbito artístico. Es impensable. Porque luego te pones a mirar las estadísticas y son mayoritarias», contó Riaño a Brecha.
En los museos de España la mayor parte del público visitante es femenino (52,6 por ciento); también lo es el personal que trabaja en ellos (53,4 por ciento). Sin embargo, esta alta presentación no se traslada a los centros de poder. El Prado nunca tuvo una directora. La única sala dedicada a las mujeres es la de «las musas», donde se las retrata como figuras míticas, incluso con cuerpos de menores, sexualizadas como objetos de deseo de los pintores. Pero el dato más revelador es el número de artistas expuestas. Sólo cinco: Clara Peeters, Artemisia Gentileschi, Angelica Kauffmann, Rosa Bonheur y Sofonisba Anguissola. «El museo como aparato cultural se creó en función del hombre. La mujeres no estaban incluidas: eran unas meras invitadas», explicó el periodista español.
El libro Las invisibles. ¿Por qué el Museo Nacional del Prado ignora a las mujeres?, publicado este año por Capitán Swing, rastrea este legado patriarcal a partir de la investigación que el autor realizó en la biblioteca y en el archivo del museo más importante de España. La publicación recoge la historia del cuadro Nacimiento de san Juan Bautista, de Artemisia Gentileschi. «El prestigio de Artemisia creció tanto que al director no le quedó más remedio que colocarlo», contó Riaño. Pero la obra no escapa a las lógicas machistas, ya que a Gentileschi la industria cultural suele presentarla como «la pintora violada», debido a su historia personal como víctima de abusos. Otra creación de una pintora que logró salir del ostracismo es El Cid, de Rosa Bonheur, pero tampoco por mérito del museo: «Ahí no les quedó más remedio: se montó una revolución en las redes sociales. El cuadro fue expuesto una vez en 2016; luego se retiró y se escondió». Ahora ambos cuadros forman parte de la exposición permanente.
El problema no es sólo que las obras junten polvo en los almacenes, sino que tampoco se invierte en la compra de nuevos cuadros. En el último período, el Prado invirtió 20 millones de euros para adquirir pinturas de 120 artistas hombres, mientras que destinó 70 mil euros para comprar obras de tres artistas mujeres. Lo mismo sucede con el presupuesto que se dirige a investigar, que también se retacea a pesar de sospecharse la autoría femenina de algunos cuadros atribuidos a hombres. La italiana Anguissola tuvo que esperar tres siglos para que su obra Retrato de Felipe II le fuera adjudicada como propia. Durante ese tiempo figuró como obra del artista Juan Pantoja de la Cruz.
LO QUE ESCONDE
Las paredes evidencian ausencias, pero también construyen un relato sesgado sobre la historia del país. «Lo vi un día delante de un cuadro concreto de Francisco Pradilla, que llamaron Doña Juana la Loca. Era la declaración de un pintor que actuaba para la ideología de una época, que explicaba por qué las mujeres no pueden gobernar. Y es porque os volvéis locas si os enamoráis. No como nosotros, los hombres, que jamás –jamás de los jamases– en la historia nos hemos dejado llevar por el corazón o por las pasiones. Nótese mi ironía», dijo Riaño. La obra de Pradilla retrata a la reina Juana I de Castilla. El cuadro es considerado la máxima expresión de la pintura histórica española del siglo XIX y obtuvo, en 1878, la medalla de honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes.
«Los académicos premiaban las obras que tenían que ver con sus predicamentos: la mujer no puede ser una personalidad pública, no puede tener poder y no puede gobernar nada más allá de su casa», contó el historiador. En el libro Las invisibles el autor denuncia que, como esta, varias de las obras expuestas en el Prado son una respuesta al movimiento feminista, que en aquel tiempo reclamaba otra posición política y pública, y al que la cúpula cultural reaccionó de manera salvaje. «No las hicieron invisibles: las hicieron desaparecer. La práctica comenzó como una reacción y continuó siempre así; nunca hubo otra postura. Ese cuadro es el origen del libro y la metáfora perfecta de lo que se pretendió hacer, lo que se consiguió y lo que no se ha desactivado», añadió.
El legado machista se replica en la presentación de las obras. Ninguno de los títulos que hoy nombran los cuadros es original. Sin embargo, ni ellos ni los textos que los acompañan cuentan con una perspectiva de género. El cuadro del pintor italiano Sandro Botticelli Escenas de la historia de Nastagio degli Onesti es un ejemplo de cómo el lenguaje esconde las vergüenzas del Prado. La pintura representa la historia de un feminicidio, pero en la información que la acompaña no se menciona el crimen. «Si delante de nosotros hay un feminicidio y este es utilizado expresamente por el pintor para dar ejemplo a las mujeres de que no digan que no a un hombre, contemos eso para plantear el conflicto. Sin intención de adoctrinar a nadie. Porque el museo es un lugar de conflictos, no de consenso», expresó Riaño.
Otro de los crímenes que oculta el museo es la violación. La palabra no aparece en ninguna cartelera ni en los catálogos: «Todas las referencias mitológicas a la violación han sido neutralizadas, borradas con eufemismos. Al menos en castellano. En la cartelera en inglés dice rape. Porque no es una posesión, no están siendo mancilladas. Han sido violadas o van a ser violadas». El cuadro Las hijas del Cid, del pintor Dióscoro Teófilo Puebla y Tolín, es una de las obras que retratan este delito. Sin embargo, tal como está presentado ahora, sólo el público que haya leído uno de los capítulos del Cantar de mio Cid puede contextualizar lo dramático de la escena.
LA REVOLUCIÓN
Para Riaño, la historiografía como construcción política debe dar a conocer el contexto en que se realizó la pintura y no quedarse en las descripciones rimbombantes que sólo hablan de los trazos del artista: «Según la concepción marxista de la historia, se deberían explicar las condiciones sociales, económicas y políticas en que se da la creación. Porque una obra de arte no surge de manera espontánea: tiene un porqué, que los historiadores deberían explicar. Ahí es donde la perspectiva de género tiene que entrar a formar parte de ese relato y donde el feminismo tiene muchas cosas que decir, que no se le han permitido decir hasta el momento».
Este año el Prado tuvo que rectificar la biografía de la pintora Giulia Lama. Riaño había denunciado que en el texto se emitía un juicio sobre la belleza de la artista (se la describía como de «personalidad esquiva, retirada, fea de rostro, pero de una gran espiritualidad»), algo que no sucede con los pintores hombres. Para el periodista, esa política de rectificación es la que debe adoptar el Prado, cuyas políticas culturales son una referencia para los restantes 1.500 museos del país. «Un director avanzado y progresista debería entender que el contacto debe ser mutuo y que deben escuchar a la sociedad en la que están actuando», opinó.
El 6 de octubre el Museo Nacional del Prado abrió la primera exposición temporal pospandemia, «Invitadas», en la que hace un mea culpa por su política misógina. Pero la muestra durará hasta marzo de 2021, señal de lo circunstancial de la autocrítica. La exposición permanente que el museo rearmó luego del confinamiento, «Reencuentro», está estructurada con menos obras en un relato posmoderno que rompe con el recorrido cronológico, pero en el que las artistas nuevamente no están. «Eso es lo que quiero que toda la ciudadanía entienda: que el Museo Nacional del Prado, tal y cómo está montado hoy, es peligroso. Sigue excluyendo a la mitad de la población», expresó Riaño.