—¿Cómo fue tu proceso hasta llegar al feminismo?
—Hay una respuesta que las feministas siempre damos y que también me decían mis entrevistadas: «Mirando para atrás, me doy cuenta de que siempre fui feminista». Eso es cierto, aunque muchas veces hay un hito, un momento que te marca. Yo me hice feminista estudiándolas a ellas.
—¿A las mujeres de este libro?
—Sí. No tanto entrevistándolas como leyendo las discusiones que daban y viendo cómo esas discusiones me interpelaban. Esas discusiones, que podían ser sobre cómo distribuir igualitariamente las tareas en el hogar, sobre cómo tener relaciones sexoafectivas más horizontales, sobre cómo politizar y tematizar la violencia, o sobre la autonomía del cuerpo, me provocaban el doble proceso de ver eso que ellas estaban discutiendo y registrar cómo estaba discutiendo yo, en el presente, esas mismas cosas.
—Conocerlas implicó una revisión de tu vida personal.
—Sin duda, fungían un poco como madres feministas. Hay procesos personales muy difíciles y a veces una experiencia propia de extrema vulnerabilidad hace que te enfrentes con la vulnerabilidad estructural de las mujeres.
—¿En qué año empezaste a estudiarlas?
—En 2012, cuando lo que había en el feminismo era decepción con la izquierda gobernante, sobre todo por el veto de Tabaré [Vázquez]. Y mientras las leía a ellas, las de los ochenta, a mi alrededor el movimiento crecía y crecía. La riqueza en las nuevas discusiones me hacía revisar aquellas otras, sobre todo porque trabajé con un perfil generacional muy claro de feministas que transitaban por los espacios de la izquierda.
—¿Te considerás de izquierda?
—Sí, totalmente.
—¿Y el tránsito hacia la izquierda cómo fue?
—Me crié en una casa que se puede considerar del campo de la izquierda en un sentido amplio. Golpeaba cacerolas con mi madre. Ese golpeteo era una politización del espacio doméstico, un borramiento de fronteras entre lo público y lo privado. Además, mi abuelo paterno provenía del corazón de la izquierda: el Partido Comunista.
—¿Cuál es la diferencia entre una posición ideológica y política que viene de familia y este despertar de la conciencia feminista?
—Son procesos similares, pero uno de ellos no tiene historia para ser narrado. Tenemos una genealogía disponible para la izquierda, un montón de imágenes, palabras y símbolos, pero para el devenir feminista no tenemos eso. No lo tenemos porque el feminismo no tuvo un estatus político. Recién hoy en día lo está teniendo. En mi casa se leía La República de las Mujeres. Yo no leía eso pensando que estaba haciendo algo irreverente, emancipatorio. Sin embargo, leer La República sí era leer el diario de izquierda. Hasta hace muy poco, el relato de subversión del feminismo estaba capturado por el campo de la izquierda.
—¿Este libro viene a colaborar con el relato de la subversión feminista en Uruguay?
—Sí, totalmente. Creo que el feminismo le provee al campo de la izquierda la posibilidad de ir hasta la raíz y repensarlo todo, y no hacer una lectura que quede capturada por las relaciones sociales estructuradas sólo a través de las relaciones laborales, de clase. El feminismo te permite rebelarte de una forma más completa, más total.
—¿Qué papel jugó la cárcel en la emancipación de las mujeres de los ochenta?
—Son pocas las presas políticas que salieron de la cárcel y se enunciaron como feministas –aunque hoy son muchas más, y las vemos en la marcha del 8 de marzo–. No se puede decir, en ese sentido, que la cárcel haya sido una experiencia para el devenir feminista. Pero algunas de ellas sí lograron, a partir de la cárcel, reflexionar sobre la violencia de Estado. Es de lo más rico, en términos de pensamiento feminista, que tenemos en todo el continente. Esa reflexión de las feministas uruguayas es uno de los corazones para pensar la opresión de las mujeres en América Latina.
La experiencia carcelaria para las mujeres es un experimento extremo patriarcal, de disciplinamiento y castigo. En la película Migas de pan (Manane Rodríguez, 2016) está muy bien condensada esa situación cuando el médico, cómplice de la tortura, le dice a la protagonista, una chica delgada, blanca y de clase media alta, que, por tanto, tenía un destino doméstico: «Tú no deberías estar acá. Sos linda, inteligente y de buena familia». Ahí está condensada la desobediencia de esas chicas privilegiadas que habían abandonado el orden de género, habían dejado a sus hijos con los abuelos y se habían ido a hacer la revolución.
—La amenaza contra la que reaccionó la dictadura era la de que se rompiera no sólo el orden de clase, sino también el de género.
—Más bien. Y la racial también. Porque cuando le dicen: «Vos sos linda», le están diciendo: «Vos sos blanca». La dictadura es un experimento reaccionario, sexista y racista que sanciona e interviene cuando el orden heterosexual, blanco, no se reproduce. Y si los militares quisieron devolver a las mujeres al hogar, unos cuantos compañeros también. Mientras muchos militaban en el exilio, ellas llevaban a los nenes a la escuela, conseguían vivienda, conseguían trabajo, aprendían el idioma local. Hay una frase que dice: «Los compañeros nos sacaron de la cocina para hacer la revolución y ahora nos devuelven a la cocina».
—Pero ¿cómo fue que esa experiencia extrema no domesticó del todo la rebeldía de las mujeres?
—En algunos casos el disciplinamiento tuvo efectos. Hay que pensarlo muy seriamente, porque fue una intervención sobre la maternidad: les quitaron a los hijos, les practicaron abortos en la tortura; ellas nunca más pudieron quedar embarazadas. Hay mucha reflexión al respecto que todavía no hemos producido. Pero ¿por qué el disciplinamiento pretendido no se logra del todo? Porque eran rebeldes, irreverentes. Fueron las chicas del 68 las que desafiaron el mandato virginal, las que se casaron de minifalda, las que no se casaron, las que tuvieron hijos por fuera del matrimonio, las que aprendieron a utilizar un arma y desafiaron el orden estatuido, el monopolio legítimo de las fuerzas del Estado. Tenían muy claro que no querían ser como sus madres y sus abuelas, que no querían ponerse más ruleros ni usar zoquetes y polleras por debajo de la rodilla.
—Lo personal es político.
—El feminismo provee palabras a la experiencia para reconstruir la rebeldía, porque, si no, eso se queda sin un lugar político en la historia.
—La idea de amor no correspondido es una síntesis superfuerte.
—Hay una imagen muy clara, que es la del cuartito del fondo, y no es metafórica. Todas las comisiones de mujeres integradas por feministas se reunían en el cuartito del fondo. Eso es muy representativo del lugar que ocupaban las preocupaciones de género en la izquierda. Es impresionante el esfuerzo que ellas hacían por educar a los compañeros, para que comprendieran que la desigualdad de género era funcional al capitalismo. Escribieron, publicaron, estudiaron, dieron charlas. Pero lo que decían no se entendió, no se quiso entender o no se quiso escuchar, y ellas lo supieron desde el día cero.
En 1984, para la campaña de las elecciones del Frente Amplio, plantearon 18 medidas para incluir en la plataforma; una era «democracia en el hogar». El comando electoral del Frente Amplio aprobó todas las demás consignas, pero esa no, porque habría sido «inmiscuirse en la privacidad de los hombres». Ese tipo de sanciones, rezongos y cancelaciones se dieron de forma continuada: la no escucha, el desprecio, la misoginia, la exclusión de aquellas mujeres que se enunciaban como feministas en espacios de decisión; ni que hablar de las que tuvieron relaciones sexoafectivas con mujeres. Pero también tenemos que reconocer el enorme esfuerzo que ellas hicieron. Hay una lectura muy establecida de que las que decidieron participar como feministas en los partidos fueron instrumentalizadas. Este libro discute eso y recupera la agencia de esas mujeres y el esfuerzo emocional de bancar ese desprecio, quedarse en el cuartito del fondo y discutir con los dirigentes hasta cansarse.
—En tu libro hay dibujos hechos por varones, hay una presencia de los varones en ese mundo adscripto a las ideas feministas.
—Sí, totalmente. En los ochenta el feminismo era un clima de época. Había varones aliados, que acompañaban, que dibujaban las caricaturas, pero venían del mundo de la contracultura, no del corazón de la izquierda partidaria.
—¿Por qué los ochenta? ¿Qué condensa esa época?
—Es la época de la oportunidad perdida. Los ochenta no son solamente esos años del pacto y la transición política, protagonizados sólo por militares y élites político-partidarias. Había otro montón de cosas: el movimiento por los derechos humanos, el movimiento de la contracultura, los grafiteros, el rock, los movimientos feministas. Había una discusión sustantiva sobre qué entendemos por democracia y voces que ya decían que la democracia no se trataba sólo de reglas competitivas, de elecciones libres e imparciales. Pero después ese discurso se diluyó.
El referéndum del voto verde era un espacio abierto, de lucha popular y callejera, de participación amplia. ¡En la comisión casi todas eran mujeres! Pero después vino la clausura, la política restringida al mundo partidario de la competencia electoral y también de una academia que leyó el proceso dentro de los partidos y abandonó a los otros actores. El feminismo de los ochenta permite rediscutir la izquierda, porque la izquierda se estaba pensando a sí misma. Se discutía la militancia. Y las feministas ya tenían respuestas para hacer más amigables las prácticas políticas, para politizar el registro de lo personal, para revisar los liderazgos, las jerarquías, el poder. Pero no las escucharon.
—Entre ellas y nosotras estuvieron los noventa, la década del triunfo de la izquierda partidaria. ¿Qué pasó con la izquierda social?
—Para los noventa nos falta relato: es la década del silencio. La izquierda partidaria salió a flote, pero en la izquierda social la destrucción fue muy grande. Esto se relaciona con la dificultad de la izquierda partidaria para cambiar sus prácticas, para entender que hay una izquierda fuera de las instituciones.
—¿Cómo es la relación hoy entre izquierda y feminismo?
—A la izquierda partidaria todavía le cuesta mucho aceptar no sólo el feminismo, sino toda la izquierda social. La otra vez me invitaron a un intercambio, en el que hablé de la necesidad de habitar espacios conjuntos, y un dirigente me dijo: «Dudo de que a los compañeros eso les parezca atractivo». Esa respuesta cerrada se repite: está en los ochenta y vuelve a escucharse ahora. Creo que este momento estaría bueno para ampliar la escucha, porque quienes hoy nos enunciamos como feministas heredamos esa historia de insatisfacción con la izquierda.
—Heredamos la historia de un amor no correspondido.
—Y sí, esa es nuestra vida: vivimos en relaciones asimétricas, sexoafectivas, personales y políticas. Lo del amor no correspondido no es una idea mía. En la anterior campaña electoral fui de observadora participante a un encuentro y una de las feministas le dijo a quien estaba en la mesa exponiendo: «Lo que nos pasa a las feministas es que vivimos una situación de amor no correspondido con la izquierda. Queremos mucho más a la izquierda que lo que la izquierda nos quiere a nosotras». Lo más fuerte fue la respuesta del compañero: «Eso es verdad. Pero nadie te va a querer afuera como te queremos nosotros».
—Parece un bolero, lo más patriarcal del mundo.
—Es una respuesta muy fuerte, porque reconoce que es verdad: «Es cierto que yo no te quiero tanto como vos me querés a mí». Las feministas de izquierda heredamos esa historia de infelicidad. Lo que ahora estamos empezando a heredar entre nosotras es una historia de felicidad por fuera de la izquierda partidaria, porque en la fiesta de las brujas está el deseo.
—¿Cuáles fueron los desafíos para hacer esta investigación dentro de la Universidad?
—Salvo honrosas excepciones, lo más difícil fue la soledad, la falta de colegas que me leyeran, me comentaran, me dijeran que era interesante, y no sólo que era una tesis sobre las mujeres. También la dificultad de tener que cuidar, sostener la vida. De ese esfuerzo que nosotras hacemos de forma cotidiana los compañeros ni se enteran: piensan que trabajamos en las mismas condiciones que ellos.
—¿En qué consiste, entonces, la noción de conocimiento androcéntrico?
—En leer el mundo como lo leen los varones, pensando que son el sujeto universal. En el campo de las ciencias sociales y humanas siempre se estudia el mundo de lo público y las trayectorias y las organizaciones exitosas, las conocidas. Eso es androcentrismo: estudiar al que ocupa el poder, al que triunfa. Pero las causas perdidas también hay que estudiarlas, porque nos ayudan a entender. Un texto fundamental para entender el feminismo de los ochenta es Mi habitación, mi celda, de Lilián Celiberti y Lucy Garrido. Es un libro que no leyó casi nadie, pero eso no debería hacerlo desaparecer como fuente, porque el estatus teórico de un libro no debería centrarse sólo en la cantidad de lectores. Hay que cambiar la pregunta: ¿por qué ese libro no fue leído? El mundo social y político puede entenderse desde los libros que no se leen, desde las candidatas que no llegan, desde las organizaciones que desaparecen. Eso es hacer historia de forma no androcéntrica.
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