Hasta fines del siglo XIX, la Isla Grande de Tierra del Fuego estaba habitada por diversas tribus de onas (o selk’nam, según quién las nombrara). Como en otros tantos confines de nuestro continente, a lo largo de dos décadas la etnia fue diezmada. La fiebre del oro se trasladó a esa zona, por lo que terratenientes de origen británico, argentino y chileno comenzaron a interesarse y contrataron, con el apoyo de los gobiernos chileno y argentino, a «cazadores» europeos. Se pagaba una libra esterlina por testículo o seno de selk’nam, así como media por cada oreja de niño, pruebas necesarias de una matanza eficiente. Y, aunque cueste creerlo, este exterminio fue documentado fotográficamente por un ingeniero rumano llamado Julius Popper, quien participó en la colonización del sur de Argentina.
Este personaje de la vida real es el que inspiró al joven director y coguionista Théo Court para crear al protagonista de esta película. Pedro (Alfredo Castro) es un fotógrafo contratado para retratar a la futura esposa del señor Porter, terrateniente y dueño de una hacienda en la zona. Pero la prometida en cuestión es una niña que despierta en Pedro una enfermiza fascinación. Luego de un violento desencuentro con su jefe, el fotógrafo pasa a ser castigado y degradado, obligado a ganarse la vida de otras formas, sin aparentes posibilidades de escape. Como el Diego de Zama, la película de Lucrecia Martel, Pedro queda estancado en una región hostil, obligado a adaptarse a nuevas condiciones de vida.
Progresivamente, la película irá dando cuentas del exterminio. La cámara distante y una fotografía tan portentosa como austera exhiben parcialmente ciertos indicios del salvajismo imperante: personajes inclinados de forma enigmática sobre un cuerpo inerte que yace en el suelo, misteriosas redadas nocturnas y diurnas. Asimismo, múltiples situaciones señalan que el abuso sexual es la norma: allí están la niña desposada y las indígenas «obsequiadas» como trofeos de guerra. La matanza nunca es exhibida, se muestran las instancias previas y posteriores. El horror más puro tiene lugar en off; se adivina en los márgenes de la apacible vida burguesa.
Blanco en blanco se presta para múltiples lecturas, pero sobre todo se trata de un impactante ensayo sobre la representación y las posibilidades de manipulación de la realidad por parte de un artista. El planteo es elocuente acerca del sesgo ideológico volcado en la captura de un momento, y es sumamente interesante que se haga poniendo como centro la que para muchos es la manifestación artística más objetiva de todas: la fotografía. La perspectiva histórica lleva a comprender mejor, por contraste, la abismal diferencia entre los valores de hoy y los de hace un siglo: una niña puede ser fotografiada de infinidad de formas, pero, en el afán de provocar el deseo masculino, el protagonista decide armar una puesta en escena en la que se ve sexualizada. De la misma manera, podría pensarse que una masacre puede retratarse de muchas horripilantes formas, pero aquí existe una voluntad de buscar la poesía en aquellos campos rociados de cadáveres: un último brillo de luz del atardecer, la composición armónica, la pose triunfal del verdugo. La historia la escriben los genocidas, y el personaje legitima, cámara mediante, una barbarie consumada.