El subcomisario Ricardo Zabala, antiguo segundo jefe de Brigada de Narcóticos de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia (DNII), de la Policía, y miembro del departamento operativo del Servicio de Información de Defensa (SID), de las Fuerzas Armadas, aparece involucrado en la conspiración criminal que en setiembre de 1978 intentó eliminar a los tres principales dirigentes del Partido Nacional: Luis Alberto Lacalle, Mario Heber y Carlos Julio Pereyra.
Más recordado por haber sido el responsable del operativo que secuestró en la vía pública al periodista y educador Julio Castro, Zabala estampó tres huellas de sus dedos de la mano izquierda en la botella de vino envenenado que provocó la muerte instantánea de Cecilia Fontana de Heber, después de haber bebido un sorbo del líquido que contenía un potente plaguicida.
Miembros de un supuesto Movimiento Democrático Nacionalista habían depositado en la entrada de servicio de la residencia de Lacalle Herrera tres botellas Los Cerros de San Juan con tarjetas que individualizaban a los tres destinatarios. Un tarjetón proponía un brindis por una apertura política.
A instancias de su esposa, Lacalle prefirió deshacerse del líquido el mismo día que recibió la botella. El martes 5 de setiembre al mediodía, la esposa de Mario Heber (y madre del actual ministro del Interior) optó por probar el vino, con las trágicas consecuencias; Carlos Julio Pereyra entregó la botella a la Policía el miércoles 6.
Mario Heber, por entonces integrante del triunvirato, órgano de dirección del Partido Nacional, hizo la denuncia en la comisaría de la Seccional 10. Pero, inexplicablemente, la investigación del asesinato fue encomendada a la Brigada de Narcóticos de la DNII. En la misma tarde del martes 5, el comisario Hugo Campos Hermida trasladó dos de las botellas (las que recibieron Heber y Lacalle) a la Policía Técnica y solicitó análisis dactiloscópico y de presencia de tóxicos. El comisario recibió el resultado de los análisis al día siguiente, miércoles 6, cuando Carlos Julio Pereyra concurrió a Narcóticos para entregar la tercera botella y cuando, por coincidencia, estaba presente un oficial del Departamento III del SID, según el memorándum 1/78 de esa repartición de la inteligencia militar.
Por esa razón el informe de la Policía Técnica se refiere a dos botellas y no tres. En la que correspondía a Lacalle el informe anota: «[…] Ubicándose en una de ellas un rastro correspondiente al dedo Indice [sic] derecho del Sr. Luis Alberto Lacalle Herrera»; en la otra botella, destinada a Mario Heber, «se revelaron cuatro rastros dactilares, tres de ellos corresponden a dedos Indice Izquierdo, Medío y Anular [sic] de la misma mano del Sr. Sub-Comisario Juan Ricardo Zabala Quinteros, y un cuarto rastro de una huella muy borrosa», que no pudo ser identificada.
La presencia de las huellas de Zabala en una de las botellas nunca fue debidamente investigada. Como tantos otros aspectos de ese episodio, que pretendió descabezar al Partido Nacional (a saber: la maniobra para eludir una resolución judicial sobre la persona que escribió las tarjetas, una funcionaria policial sobre la que recaían los indicios o la ausencia de investigación sobre la eventual participación de elementos de extrema derecha), el papel jugado por Zabala nunca mereció una explicación razonable. Casi inmediatamente después del asesinato de Cecilia Fontana, el subcomisario Zabala fue destinado como guardaespaldas del entonces embajador Jorge Pacheco Areco y permaneció en Europa durante dos años. En 2007, cuando se reactivó la causa judicial, la jueza Gabriela Merialdo solicitó a la Policía Técnica todos los antecedentes sobre las huellas y los análisis toxicológicos. Pero no pudieron ser ubicadas ni las botellas ni los informes, cuyo destino se desconoce. Y cuando la magistrada solicitó la dirección del domicilio del subcomisario Zabala para someterlo a un interrogatorio que nunca antes se había hecho, el inspector mayor Luis Urrutia, encargado de la DNII, se negó a entregarla, sugiriendo que «las citaciones o tramitaciones con respecto al causante podrían hacerse a través de esta dirección nacional».
La manera en que hasta ahora –más de 50 años– el subcomisario Zabala ha logrado eludir el castigo por sus crímenes puede atribuirse en parte a su habilidad para sortear el lazo y en parte a la escasa voluntad de otros. Su nombre quedó ligado a la desaparición de Julio Castro desde que se conoció el testimonio de un soldado que prestaba servicios en el SID y que recibió la orden del propio Zabala de asistirlo en la detención del educador.
Como otros miembros operativos del SID –los mayores Pedro Mato y Walter Miralles, los capitanes Horacio Sasson, Omar Lacasa, Luis Maurente y León Cabrera, el coracero Ricardo Medina y el policía José Sande Lima–, el subcomisario estaba en comisión en el organismo de inteligencia y la designación correspondía a la evaluación de confianza y seguridad que requería la actividad de inteligencia represiva. Como lo prueba la documentación ubicada en el llamado archivo Berrutti, a mediados de 1977 Zabala asumía en ocasiones la representación del responsable del Departamento III (Operaciones), cuyo jefe era el teniente coronel José Gavazzo. Como integrante del Departamento III, Zabala operaba habitualmente en el centro clandestino de Millán y Loreto Gomensoro, conocido como La Casona, el destino a donde Zabala condujo a Julio Castro cuando lo detuvo en Rivera y Soca, el 1 de agosto de 1977. Dos días después, Julio Castro fue ejecutado de un balazo en la cabeza, después de haber sido torturado en La Casona. Su cuerpo fue enterrado en predios del Batallón 14 de Infantería, cuyo jefe era entonces el teniente coronel Regino Burgueño.
Puesto que no se recopilaron pruebas sobre los torturadores y los ejecutores materiales del asesinato (una lista muy acotada de los oficiales y policías del Departamento III del SID) la fiscal Mirtha Guianze y el juez Juan Carlos Fernández Lechini procesaron en marzo de 2012 a Ricardo Zabala por complicidad y encubrimiento del secuestro y asesinato de Castro. Pero, dos años después, Zabala fue absuelto del cargo de complicidad en homicidio especialmente agravado. Dado que Zabala había admitido su participación en el secuestro, la decisión de los integrantes del Tribunal de Apelaciones de Penal Cuarto, Jorge Catenaccio, Ángel Cal y Luis Charles, convalidada después en casación por cuatro miembros de la Suprema Corte de Justicia (SCJ) –Jorge Ruibal, Jorge Chediak, Jorge Larrieux y Felipe Hounie, con el voto en discordia de Ricardo Pérez Manrique–, tomó al pie de la letra la versión del procesado para contradecir a los magistrados de primera instancia. Así, defendieron el argumento de la obediencia debida asumiendo que el policía Zabala solo cumplía órdenes; desestimaron que hubiera cometido secuestro porque la detención de Castro «se llevó a cabo sin violencia, ni física ni moral», e hicieron abstracción del papel que cumplía el subcomisario en el SID para sostener que no estaba en conocimiento de la vigilancia y el seguimiento a que fue sometido el educador ni las razones de la captura. En definitiva, un policía ignorante de todo el contexto. Y, por tanto, temerariamente afirmaron que Zabala «no tenía elementos para poder evaluar que la persona [Castro] fuera a ser asesinada». Como no se sostuvieron razones para la afirmación, igualmente podría haberse sostenido lo contrario.
Para cuando el tribunal y la SJC emitieron sus fallos, que dejaron en libertad a Zabala, la Justicia ya estaba en pleno conocimiento de que las huellas del subcomisario aparecían en las botellas de vino envenenado. Pero nunca se confrontaron los distintos episodios del legajo del subcomisario, así como la doble función de policía y de oficial del SID parecen obedecer a vidas paralelas en universos paralelos.
La investigación que ahora lleva adelante el fiscal de crímenes de lesa humanidad Ricardo Perciballe, a raíz del pedido de reapertura solicitado por Luis Alberto Heber a comienzos de diciembre de 2019, quizás permita reunificar esos universos paralelos del terrorismo de Estado.