Lamentablemente, estamos en el peor momento de la pandemia, con una circulación comunitaria descontrolada, con un número de contagios diarios de los más altos del mundo y, al mirar hacia atrás, vemos que murió más de un uruguayo cada 1.000 personas por causa del virus. Y esta catástrofe ocurre cuando solo se contagió cerca del 10 por ciento de la población. La situación es gravísima. Pero gran parte de Uruguay no ve esta realidad y los gobernantes no atienden los consejos de aquellos que más saben de esta epidemia, como si se eligiera el sacrificio en pos de un país económicamente viable. Se rigen más por los informes de las encuestas sobre la opinión de su gestión (que, además, es manipulada con informes sobre el éxito de los resultados, en un círculo vicioso de autosatisfacción).
La soberbia jugó y juega un papel importante, como también el empeño en continuar con una campaña política electoral centrada en desprestigiar a los gobiernos anteriores y no dar crédito a la oposición.En lugar de blindar abril, se blindó una pretendida excelencia en el manejo de la pandemia, jugándose a la vacunación, lo que desembocó en una tragedia de enormes proporciones que probablemente solo el transcurso del tiempo permitirá ver con objetividad. Gran parte de la población pareciera sentirse segura porque la comunicación de la situación ha sido teñida con la esperanza en la campaña de la vacunación. Esta falsa seguridad y el cansancio pandémico, así como la necesidad de trabajar para mantener el sustento, han llevado a una actividad casi plena, que se refleja en la congestión del tránsito.
Los shoppings y otros comercios de gran superficie se mantienen abiertos ofreciendo rebajas en días especiales que provocan aglomeraciones importantes, pero que, como no ocurren a la vista, pareciera que no fueran aglomeraciones. Comienzan las clases, pero por aquí y por allá hay escuelas que no pueden proseguir porque tienen niños o personal contagiado. Los tapabocas pasaron a ser una figura simbólica y, a esta altura, probablemente decorativa, porque la forma en que se usan dista mucho de servir de protección con este grado de contagios. Dejó de tener sentido la «libertad responsable», porque el grado de diseminación del virus sobrepasa ya toda voluntad. Arbitrariamente se dejan abiertos determinados comercios o el deporte profesional, mientras que otras actividades, como las culturales o las vinculadas con el deporte amateur, se restringen.
El desconcierto de la población es grande, porque la comunicación a través de las fuentes gubernamentales se hace sobre la base del éxito de la vacunación, mientras mueren más de 50 personas todos los días. La campaña de vacunación está siendo exitosa, pero todavía hay un porcentaje importante de la población que no se ha vacunado y otra que manifiesta que no se vacunará, a lo que se suma la actividad de los grupos antivacunas. En esto influye también no haber avanzado en el sentido de la vacunación obligatoria, que, desde el punto de vista ético, no admite la menor demora. Que no se pueda controlar después el cumplimiento de la norma no significa que esta no sea importante para despertar una conciencia moral. Pero, además, la sanción de una norma que imponga la obligatoriedad también se requiere para poner en marcha luego el pase o el pasaporte verde. Se exige la antitetánica para el desempeño laboral; pues bien, en una situación de emergencia como la que atravesamos, no hay excusa para no exigir la vacunación contra la covid.
Se ha manifestado una y otra vez que no hay saturación del sistema sanitario, lo que es mentira. La exactitud semántica de la palabra saturación no interesa. No hay una saturación total de los CTI no porque se haya controlado la pandemia ni porque se haya incrementado el número de camas, sino porque las personas se mueren antes de llegar al CTI, algunas, incluso, en las casas. Los médicos están extremando las indicaciones de ingreso para que la adjudicación de una cama sea para el que realmente la necesite; la calidad de atención disminuyó porque el equipo de salud no solo está agotado, sino que incorpora profesionales sin la suficiente experiencia por carencia de personal. No hay posibilidad de seguimiento de los pacientes en las casas. Los cementerios han tenido que aumentar el número de nichos en algunas localidades.
La epidemia se fue de las manos y, a pesar de la vacunación, todavía falta mucho para alcanzar la inmunidad de rebaño que permitiría realmente aplacar la epidemia. Quien muestra esta realidad y pide medidas mucho más restrictivas de la movilidad es inmediatamente acusado de hacer política con la desgracia de la epidemia. Probablemente es por ello que la oposición no aprovechó este pésimo manejo de la pandemia para hacer caer la popularidad de un presidente que tiene una venda en los ojos. No hay justificación en la economía que valga. Las perillas ya no corren. Ya no.
En marzo, o a lo sumo más tarde en abril se tendría que haber apagado la llave general por un lapso de tres semanas, lo que hubiera permitido volver a la situación de mediados del año pasado y reincorporar el rastreo y seguimiento efectivo del hilo epidemiológico y el consiguiente aislamiento de los casos. Si eso requería un sacrificio económico mayor, habría que haberlo hecho. Entre los muertos ya se cuentan más de ocho mujeres embarazadas y un número creciente de jóvenes. Aquellos integrantes del equipo de salud comprometidos con la atención de los pacientes con covid también se enferman y mueren, en un verdadero sacrificio por la vida de otros.
Todavía estamos a tiempo. Queda 1 millón de personas –niños, adolescentes, hombres y mujeres jóvenes– sin vacunar y que, aun a pesar de la vacunación, pueden enfermar gravemente e, incluso, morir. Si bien en los jóvenes la infección es menos grave, como el virus circula libremente, muchos de ellos enfermarán e, incluso, podrán morir. Si el virus tomara al 20 por ciento de esa población vulnerable (el porcentaje podría ser todavía mucho mayor), en pocas semanas se llegaría a duplicar el número de muertos.
No hay cosa peor que hablar o pronosticar catástrofes, pero llega un momento en que, ante la sordera del gobierno, hay que gritar para que alguien escuche y mostrar crudamente las posibilidades del futuro y las formas de evitarlo, comenzando por escuchar la voz de los consejeros del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) y de los distintos grupos médicos. Paremos el país por tres semanas, para después volver a andar.
Luego de vacunar a más del 70 u 80 por ciento de la población, incluyendo a los niños, se podrá llegar a la inmunidad colectiva (llamada de rebaño) necesaria para frenar definitivamente la epidemia, para lo cual falta todavía más de un mes; quizás dos. En este lapso y prolongándose aún más con coletazos, la mortalidad seguirá su curso, y, aunque restan incertidumbres que impiden realizar una proyección incontestable, aún podrían faltar más de 2.000 muertos. Y todavía no podemos saber con certeza si realmente las vacunas serán eficaces para el control de las posibles nuevas cepas resistentes que eventualmente podrían aparecer.
Frenemos la cadena descontrolada de contagios de una buena vez. La responsabilidad ya no es de la gente, sino de quien la orienta y la gobierna.