«Se van se van las casas viejas queridas/ demás están/ ha terminado su vida…», rezaba un viejo tango de esos que hoy casi nadie escucha, y que en su verso más dramático dice: «… como va al matadero la res sin que nadie le diga un adiós».
No sé si esto es un adiós, soy mala para eso, pero no es una res la vieja casa, la de Uruguay 844, la que oficialmente deja de ser Brecha. En la que pasé varias horas diarias durante 33 años (la casa y sus huéspedes siguieron dos años y pico más, pero yo me fui antes). Desde 1985, mudé nueve veces de vivienda, pero desde ese 1985 hasta 2018, cuando empecé mi retiro, nunca mudé de lugar de trabajo. Ahí, siempre ahí. Uruguay y Andes, mirando la solemne belleza de la embajada de Francia. Primero con un hospitalario boliche al lado, donde cada sábado culminaban las reuniones de Cultura con unas pizzas al mediodía, allá en los comienzos de Brecha. Luego otros boliches o el mismo reciclado, no siempre tan afín a nosotros, pero no importaba, porque el viejo Iberia sí que permaneció, en Uruguay y Florida, con su magnífico mostrador de antiguo mármol.
Esa casa. En el límite entre el Centro y la Ciudad Vieja, por su ubicación ya indicando su vocación de presente y de memoria. Sus patios, sus tres balcones, su ventana barroca, sus cuartos ciegos. Allí se cocinaban notas, se discutían enfoques, se cerraba cada jueves, se empezaba cada viernes; el viernes fue siempre como el vestíbulo temporal de Brecha. Salía el semanario, se lo alababa, se lo criticaba, y en seguida a pensar en el siguiente número. Fue un viernes que un leal lector fue a buscar el número que no había encontrado en el quiosco, relojeó la tapa y exclamó, feliz: «¡Esto es lo que me gusta de Brecha! ¡Nunca una buena noticia! Porque el que da una buena noticia en este país miente».
Cambiaron directores, secretarios de redacción, correctores, fotógrafos, armadores, dibujantes, periodistas, administradores, archivistas, casi siempre con un buen índice de permanencia en Uruguay y Andes y su destino. Pero la casa no cambió. Ella quedó ahí, esperándonos siempre, como una abuela rezongona que siempre recibe a sus díscolos nietos.
Casa vieja, con dos patios, dos claraboyas, una escalera, inmune a la belleza, a pesar de las plantitas que Alcira, la limpiadora durante tantos años, cuidaba con amor. Buena parte de su tiempo brechiano con la vecindad del SODRE, primero obra ruidosa que nos atormentó sin piedad –nadie olvida el taladro apareciendo a centímetros de la nariz de Marcelo Pereira o la catarata de agua en el escritorio de Gatti–, luego proyecto a medias, ruina portentosa que esperaba el «levántate y anda», que llegó recién con los gobiernos del Frente.
La he increpado en siete idiomas a esa casa. Horrorosa, gélida, oscura, carrasposa, ¿qué he hecho yo para merecer esto?, y, además, hasta que empezó la periódica fumigación, hasta con ratones. Uno muy atrevido se aparecía en el primer espacio que tuvo la sección Cultura, último salón al fondo y a la derecha, sobre el segundo patio, último en apagar las luces porque en aquellos arranques del semanario las «chicas de Cultura», Ana Inés y yo, resultamos las más noctámbulas. Después fuimos rotando, hasta llegar al honor de ocupar uno de los únicos cuatro cuartos con balcón a la calle, balcón que se convirtió en el lugar más frecuentado cuando la prohibición de fumar adentro cayó como un mazazo sobre los fumadores laburantes, que, entonces, no eran pocos.
En la época del cuarto del fondo, la vieja casa llegó en algún momento a ser lo más parecido a un cantegril. Aparecieron paneles que formaban cuevas en los patios; el gordo Guillermo González tenía la suya en el patio de la entrada, y era broma repetida preguntarle cómo hacía para caber ahí, y en el segundo un fotógrafo armó la suya. Igual, con cantegril y ratones y todo, aquella ubicación culturosa era privilegiada. Teníamos como vecino inmediato al Negro Gutiérrez, que nos regalaba sus sonetos hechos al paso, y al lado la escalera que llevaba al archivo, donde Marita ejercía sus dones de escucha de todos los dolientes («el consultorio sentimental de Marita», le decíamos). Marita llegó a ser el sujeto preferido de los dibujos y sonetos del Negro (uno de los dibujos más recordados de nuestra archivera llevaba la leyenda: «La única monja trotskista que anda en moto»). Nosotros, faltaba más, también nos ligamos uno, gracias a la repetida sustracción que hacíamos de la codiciada máquina de escribir de Gutiérrez, cuando él no estaba, puesto que era la que mejor marchaba en aquella colección de vejestorios. El airado soneto que nos dedicó tenía como última frase: «¡Devuélvanla al final, manga de estetas!».
También quedaba cerca la sala de reuniones, donde se juntaban los miembros del Consejo, que comprendía director, jefes de sección y prominentes pensadores amigos de la casa. A veces llegaba hasta nosotros un griterío airado y discordante, cuyas palabras era imposible traducir. Eduardo Galeano, que formaba parte del Consejo, decía que más de una vez repartió entre los selectos miembros las pastillitas que a él le habían recetado para el corazón. Y cuando Guillermo Waksman dejó de ser director, ocupó el otro cuartito vecino a nuestro patio, pequeño espacio llamado, desde entonces, la baticueva.
Ese segundo patio, el nuestro, sirvió de marco a asambleas tumultuosas, con todo el personal presente. Y durante algún tiempo, también para almuerzos colectivos los jueves, empresa nada sencilla con la garrafita de tres quilos que básicamente se usaba para calentar agua para los innumerables mates.
Ahora, la casa quedará vacía. Sin su papelerío, sus apuros, sus rumores. No se sabe si quedarán allí nuestros fantasmas: Guillermo y Guillermo, Eduardo, Alfarito, y Rony, y Ruben y Ernesto y el Negro Gutiérrez, y María Esther con sus largos pañuelos y su inclaudicable buen humor, Amalia Polleri con su gentil sombrerito, y aquel mozo que subía temblequeando la escalera con el café de Waksman, que llegaba mitad en el plato y mitad en el pocillo. Y los muchos otros, que viven pero ya no ahí, que dejaron sus desvelos y sus sellos en Brecha, y los de ahora, los jóvenes, los que tomaron la posta de un semanario huérfano de protectores, independiente siempre, con errores o sin ellos. Si quedará en sus viejas paredes algo de las risas, las discusiones, las broncas, las conversaciones, los chismes. (En el primero o segundo año en Brecha, un amigo me dijo: «¡Qué privilegio el tuyo poder conversar a diario con Alfaro! Seguro se pasarán hablando de cine». Y yo, por sincera, le propiné tremenda desilusión: «Sí, poder hablar con Alfaro es un privilegio. [Lo era, querido Alfarito. Cuánta sabiduría, y afecto, y paciencia.] Pero en realidad él y yo hablamos de teleteatros brasileños».
No fui a despedirla, no me dio el coraje de ir a decirle adiós a la vieja descascarada y fea que me albergó tantos años. No sé su destino; es antigua, pero sospecho que no califica para «patrimonio». Me vino a la mente el poema1 del peruano Javier Heraud, poeta adolescente y mártir guerrillero a los 21 años: «… cambiar/ también algo/ de alegría/ y de tristeza, es cambiar también/ un poco de mi vida,/ es llamar también/ un poco aquí a la muerte/ que me acompañaba/ todas las tardes/ en mi vieja casa,/ en mi casa muerta).
1. Del libro El viaje, 1961.