Godard lo llevó a la fama, pero Belmondo lo quería todo. Lo llevaba en el rostro: había en su gesto una actitud vital insaciable, desbordante, sin medida. Un descaro que resultaba encantador, una desfachatez que lo volvía no solamente irresistible, sino, también, inimputable. Esa frescura se transformó en su impronta, pero detrás de eso había mucho más. Belmondo era un actor de carrera cuyos orígenes estaban en el teatro, pero la nouvelle vague enarboló, bajo el influjo del cinéma vérité, un naturalismo que hizo que pensáramos que ni siquiera estaba actuando. No era cierto.
Sus comienzos en el cine fueron los usuales papeles pequeños a los que llegaba casi por casualidad y, frecuentemente, gracias a esa personalidad expansiva que lo llevaba a improvisar un partido de fútbol con una caja de cartón como pelota delante del café de la Comédie Française. «¿Querría usted hacer cine?», le preguntó un transeúnte. Todos rieron.
El que preguntaba era Henri Aisner, que preparaba una película producida por la Confederación General del Trabajo. Se trataba de un filme sobre obreros y aviones que nunca se estrenó en el cine, pero que encapsuló de manera bastante premonitoria lo que sería la carrera de Belmondo: cine popular y muscular. Además fue, para el actor, el primer indicio de que lo que quería hacer era cine. Cine y no teatro, porque empezó a acostumbrarse a no tener audiencia, a que le faltara la reacción inmediata que le indicaba cómo le estaba yendo. Y es que cualquiera diría que la audiencia lo es todo para un carácter como el suyo. No por nada, el relato que más se repite sobre su vida es aquel que cuenta cómo, tras ser despojado de un reconocimiento merecido en la representación de graduación del Conservatorio de Arte Dramático, fue levantado en andas por sus compañeros y ovacionado por el público. Porque es importante creer que Belmondo no actuaba, Belmondo era él ante la cámara, y el público le devolvía su adoración incondicional. A la postre, esto es lo que serviría para justificar las muchas malas películas en las que actuó y sus frecuentes críticas al cine «intelectual»: para él no se podía ir en contra del gusto del público. Punto.
Pero el soberano «gusto del público» no siempre estuvo tan jorobado como ahora. De hecho, la película que llevó a Belmondo a la fama estaba lejos de adecuarse al gusto popular. Sin aliento, la ópera prima de Godard, fue vista por 2 millones de espectadores en Francia, a pesar de tener poco que ver con lo que hasta entonces las audiencias llamaban cine. Cámara en mano, locaciones callejeras, diálogos improvisados, edición errática, sin iluminación. Pero ahí estaba todo lo que convertiría a Belmondo en Belmondo: la seducción, el desapego, el desafío a la autoridad, el narcisismo, el egocentrismo, la vida rápida. Eso, y un toque de Bogart.
Al igual que Aisner, Godard lo había abordado en la calle y lo invitó a su cuarto de hotel, en el que iba a filmar un corto. Dijo que le pagaría 50 mil francos. A Belmondo le pareció que había algo indecente en su propuesta. Sería por los lentes de sol. Sería por la manera de hablar del director suizo. La descripción que más tarde hizo en su autobiografía es muy cómica: «Todo en él me aterrorizó. Para empezar, se dirigió a mí sin siquiera quitarse los lentes de sol, lo que me pareció muy grosero y absolutamente sospechoso. ¿Cómo sabes con quién estás hablando si no puedes verle los ojos? ¿Cómo aguantar las ganas de arrancárselos y tirarlos a la cuneta? Además, cultivaba una apariencia descuidada: no se afeitaba ni se peinaba y fumaba miles de esos infames cigarrillos Boyard. Para peor, habla tan lento que, si fuera por él, El zapato de raso, la película de Paul Claudel que dura 11 horas, tardaría siete días. Necesitaría opio para aguantar la lentitud verbal de este tipo sin pegarle. De todos modos, el aire triste que emanaba de todo su esbelto ser daba la impresión de que lo que sucedía era que habían atropellado a su perro, matado a su esposa y destrozado su futuro. Y su voz, bastante baja, no contradecía esta evidente neurosis».1
Pero Belmondo fue a la cita. Su esposa le recordó que era boxeador y que, si la propuesta de Godard era realmente indecente, podría defenderse. Al final, lo del corto era verdad, pero no todo salió de acuerdo a lo esperado y, como si de una broma metafísica se tratase, Godard terminó doblándolo con su voz cansina y su acento suizo. Belmondo se pasó media vida aclarando el punto, ya que su vigorosa apariencia física no coincidía en nada con el fraseo anodino que salía de su boca. Su único consuelo ante semejante despropósito fue que hacer ese corto le aseguró su papel en Sin aliento.
Pero un año antes de Godard pasó algo importante para la carrera de Belmondo, aunque él todavía no lo supiera. En 1957 actuó en un papel secundario en el filme de Marc Allégret, Sé bonita y cállate (Sois belle et tais-toi). El otro actor secundario era Alain Delon. Ahora todos ya sabemos lo que pasó: cómo uno se transformó en contrafigura del otro y ambos en «los novios de Marianne»,2 denominación que se hacía cargo de su condición de símbolos de la masculinidad francesa y de la devoción del pueblo por ellos. Uno frío, distante, serio, guapo; el otro feo, simpático, entrador y risueño. Pero los dos eran más parecidos que diferentes, continuaban el legado de Jean Gabin y de esa tradición francesa de criminales simpáticos amados por las mujeres. Curiosamente, del mismo modo que Belmondo tuvo su bautismo de calidad de la mano de Godard, Delon lo tuvo con René Clément y Visconti, aunque luego ambos actores se despegarían hacia la repetición de fórmulas exitosas que intercambiaban los mismos ingredientes, ya fueran gangsteriles o policiales, con más o menos aventura y comedia, pero siempre con ellos, juntos o separados, como eje magnético del filme.
Era claro, sin embargo, que lo que hacían era alejarse a pasos agigantados del héroe atormentado y neurótico del cine arte que tan bien le calzaba a Jean-Pierre Léaud. En el caso de Belmondo, aun en los filmes que hizo con Godard, la tragedia está matizada por un toque de comedia: el héroe ironiza hasta en el momento de su muerte. Pero lo cierto es que la imagen extracinematográfica de Belmondo y Delon casaba muy bien con la que proyectaban en la pantalla: playboys, aficionados al deporte (de hecho, Belmondo financió al Paris Saint Germain en sus comienzos), eternamente bronceados, flanqueados por autos y mujeres hermosas, incluso, en el caso de Belmondo, haciendo ostensible que no usaba dobles para las escenas riesgosas porque su vitalidad quedaba en primer plano, demostrando su autenticidad y, sobre todo, hasta qué punto era capaz de jugársela por ese público al que le debía todo.
Su carrera fue extensa, más de 80 películas, entre las que se encuentran Sin aliento y Pierrot el loco, de Godard, pero también Moderato cantabile, de Peter Brook, Dos mujeres, de Vittorio de Sica, Como fiera acorralada, de Claude Sautet, Un cura y El guardaespaldas, de Jean-Pierre Melville, y ¿Arde París?, de René Clément, entre otras. En el día de ayer, Francia lo despidió como a un héroe.
1. Mil vidas valem mais do que uma (Mille vies valent mieux qu’une), Jean-Paul Belmondo. Traducción de Lavínia Fávero, Porto Alegre, L&PM, 2018, pág. 121 (la traducción de la cita al español es mía).
2. Marianne es la figura simbólica de la patria francesa, corrientemente representada con un gorro frigio.