Un jolgorio rodoniano tomó la república. Al cumplirse 150 años del nacimiento de José Enrique Rodó, el Día del Patrimonio estuvo dedicado a su figura. El Partido Colorado, la Conferencia Epsicopal, la Dirección General de Educación Secundaria y el museo Zorrilla, entre muchas otras instituciones, organizaron conferencias y mesas redondas para participar del homenaje. El cierre de las festividades se hizo en la Casa Rodó, en Santa Lucía, con la participación del presidente de la Sociedad Rodoniana, Horacio Varolli; el expresidente de dicha asociación y actual director de La Mañana (diario afín a Cabildo Abierto), Hugo Manini Ríos; el intendente de Canelones, Yamandú Orsi; el ministro de Educación y Cultura, Pablo da Silveira, y el presidente de la Comisión de Patrimonio, Willy Rey.
Los homenajes oficiales a Rodó no son algo nuevo, pero sí es importante detenerse en el contexto político en el que se hacen los de este año. Es que la coalición liberal-ultraderechista gobernante tiene un particular aprecio por Rodó. Al reclamarlo como propio, el oficialismo plantea una escaramuza más de la batalla cultural, en la que tanto han insistido en estos años. Más allá de la hipocresía de que un gobierno hipermercantilizador y animado por el desprecio de la unidad latinoamericana celebre a un antiutilitarista y latinoamericanista, corresponde agradecer la oportunidad y la excusa de pensar en un escritor al que conviene recordar de vez en cuando.
Es sabido que el actual ministro de Educación y Cultura es un admirador de Rodó. Escribió, junto con Susana Monreal, el libro Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista. La polémica entre José E. Rodó y Pedro Díaz. Aparece allí un Rodó liberal. La historia es conocida: cuando el batllismo promovió que se retiraran los crucifijos de los hospitales públicos, el dirigente liberal Pedro Díaz mantuvo con Rodó una intensa polémica sobre el significado del liberalismo. Mientras que para el primero el liberalismo implicaba un compromiso con la Ilustración y, por lo tanto, con el movimiento anticlerical, para el segundo el liberalismo debía ser tolerante. Para Rodó, más que liberalismo, lo que estaba llevando adelante el batllismo era un autoritarismo jacobino. Más aún: defendió el crucifijo como símbolo de la caridad y de una tradición que representaba un elemento a reivindicar de nuestra civilización. Así, Rodó, que no era católico (ni exactamente un liberal), hizo posible una alianza entre liberales y católicos contra la izquierda. No es difícil entender que hoy el gobierno lo reivindique.
A la derecha incluso del Rodó liberal hay un Rodó conservador, que, si bien es colindante con el primero, es algo distinto. Es el Rodó de La Mañana, el Rodó de Cabildo Abierto, un Rodó nacionalista, cuyo latinoamericanismo es un puente hacia el hispanismo y, a partir de allí, hacia el universo de las ultraderechas. Es importante notar que la Sociedad Rodoniana fue un importante semillero de Cabildo Abierto: pasaron por allí Hugo Manini, Marcos Methol y Guillermo Domenech. Hay que decir que tanto el Rodó liberal como el conservador son plausibles y que esto lo dice no solo la derecha, sino también estudiosos como Gerardo Caetano y Aníbal Corti.
Podríamos terminar señalando la obviedad de que los liberales y los conservadores celebren al liberalismo conservador. No hay nada raro ahí. Pero desde la izquierda podría, quizás, haber cosas para decir. Aparece la siguiente pregunta: ¿hay que disputar a Rodó? Probablemente la respuesta sea que no. En parte, porque su forma de presentarse como un pensador temprano de una civilización en formación y su generosidad con el futuro hacen que, necesariamente, las lecturas de su obra sean múltiples. Rodó puede ser de todos, como pueden serlo Friedrich Nietzsche y Jesús de Nazaret. En todo caso, tendremos que disputar entre las diferentes versiones y renarraciones.
Desde estas páginas podemos decir que, antes de ser el fundador de Marcha, Carlos Quijano fue el fundador del Centro Ariel y que su latinoamericanismo –además de su principismo y de cierta calidad épica de su escritura– tiene un sello inconfundiblemente rodoniano. Y quien dice Quijano dice Marcha. Y quien dice Marcha dice Brecha. Así que acá estamos. Quijano puede ser pensado como un puente entre generaciones, un joven de los años veinte que transportó cierta antorcha, cierto espíritu, hasta unos sesenta en los que ya era un viejo sabio. La idea de que algo del orden de lo utópico, de que una creatividad en la escala civilizacional, podía suceder en América (idea que, quizás, podemos ver también en las misiones jesuíticas y en el batllismo) impregnó, quizás a su pesar, a los jóvenes materialistas y revolucionarios de los sesenta. No es difícil, por ejemplo, ver algo de Rodó en Eduardo Galeano.
Me refiero a un latinoamericanismo antiestadounidense, un anticapitalismo que afirma una ética de la generosidad, una convocatoria a la juventud, a la ciencia, al arte, a participar de las más altas aspiraciones humanas. Por algo, el primer cuaderno de Marcha fue dedicado a Rodó, uno de los temas preferidos de Arturo Ardao, y el número 50 celebra el centenario del nacimiento del autor de Ariel. Allí, Ardao celebra a Rodó como un escritor comprometido y como un clásico, al que «le ha acontecido todo; todo, menos el olvido». Y destaca en su obra «una trilogía eminente», compuesta por El que vendrá (1896), Ariel (1900) y Motivos de Proteo (1909). Podemos notar la ausencia de Liberalismo y jacobinismo: la construcción de tradiciones siempre implica una selección.
Podríamos plantear una línea que va desde Rodó hasta Galeano, pasando por Quijano, y llega, un poco maltrecha, hasta nosotros; una idea de la práctica intelectual y de la escritura; una relación íntima entre pensamiento, militancia y periodismo; cierto tipo de intelectual que, disminuido en esta era de tecnócratas, está latente, esperando para ser rescatado y recreado en estos tiempos por otros (y, cortando esta genealogía masculina, otras); una forma de hacer y de pensar que ya fue abundante y justificadamente criticada, pero que, quizás, habría que convocar para crear algo nuevo, como siempre que se vuelve a narrar una tradición.
Es inevitable, en este punto, entrar en el viejo tema de las generaciones, al que de vez en cuando está bueno jugar, aunque sepamos que es una ficción. Hoy emerge, como puede, una generación que todavía no encontró una narración colectiva y que recién empieza, de a poco, a tener una producción propia. Otra generación, anterior, la que se hizo adulta entre los ochenta y los noventa, es la que hoy está en su madurez. Su tarea fue reconstruir lo destruido por la dictadura y traer ciertas formas de profesionalismo y buenas prácticas al campo intelectual, contra la generación anterior, de intelectuales comprometidos, revolucionarios y, desde el punto de vista del presente, algo desprolijos. Entonces, hay una generación emergente con unos padres ochentistas y unos abuelos sesentistas. Y Rodó viene a ser un bisabuelo que, como todo bisabuelo, es recordado de una forma difusa, casi mítica. Cosa que, por cierto, seguramente le gustaría.
En un país en el que campea el ninguneo de los jóvenes (incluidos, insólitamente, los que rozan los 40 años), no deja de ser reconfortante la compañía de este viejo maestro, tan ambiguo y tan múltiple, y también, por qué no decirlo (no es pecado en un bisabuelo), tan conservador. En tiempos en los que el cinismo y la pose de superación son actitudes hegemónicas, puede ser conveniente dejarnos conmover por la generosidad de Rodó con el futuro. Más allá de elitismos y retóricas, es difícil leer Ariel y no sentirnos convocados, fortalecidos, portadores de algo que se proyecta más allá de nosotros, de un entusiasmo confiado, al mismo tiempo introspectivo y activo, al mismo tiempo individual y colectivo; es difícil no sentirnos alentados a una defensa, contra tentaciones cortoplacistas, de lo que tenemos para aportar.