Robin Wood tenía un nombre que parecía inventado y una vida que podría haber sido escrita por un guionista fantasioso y exagerado. Sus antepasados, de origen escocés –los Wood– e irlandés –los McLeod–, emigraron a Australia en el siglo XIX y a finales de siglo volvieron a emigrar, esta vez a Sudamérica. Fue Paraguay el país que, devastado por la guerra de la Triple Alianza, acogió a los colonos australianos, les dio 75 mil hectáreas de tierra fértil y les brindó toda la ayuda que necesitaban para afincarse y proliferar en el departamento de Caazapá, a 230 quilómetros de Asunción. El fundador de la colonia era un cuáquero con estrictas convicciones religiosas y conductuales, por lo que el experimento terminó en un desastre. Quizás lo único remarcable de la aventura es que allí nació Robin, un muchacho al que bautizaron con nombre de pájaro, bandido y superhéroe.
Era el hijo natural de Peggy Wood, una mujer alcohólica y con escasos deseos de formar una familia estable, y un ministro de Alfredo Stroessner apellidado López Moreira.1 Pero Wood no supo hasta mucho más tarde que ese hombre, al que apodaban Kingo, era su verdadero padre. Su infancia transcurrió en soledad: su madre lo iba dejando aquí y allá, en orfanatos y familias de pago, con parientes e, incluso, solo en alguna pensión. En estos lugares conoció el trabajo duro y los castigos corporales, ya fuera a manos de curas enojados con sus opiniones sobre la historia religiosa o de tíos disconformes con su rendimiento en el trabajo en el campo. En ese contexto de soledad y abandono Wood se transformó en un lector omnívoro y también en un contador de historias. Y como la suya personal la contó él mismo, habrá que suspender la incredulidad, como cuando leemos sus historietas: dijo que a los 8 años leía a Simone de Beauvoir, a William Faulkner y a Ernest Hemingway; dijo que tuvo su primera experiencia sexual a los 10, con una niña de 13; dijo que trabajar en el Alto Paraná no era broma: «Siempre andaba con mi cuchillo, incluso de muy joven. Era una zona muy violenta. Mujer que llegaba, mujer que tenía que ser puta. Si un hombre ganaba demasiado o protestaba demasiado, se veía su cadáver pasar por el río… La muerte era una realidad. Aprendí todo eso muy temprano».2 Según Wood, sus aventuras empezaron allí, pero siguieron a lo largo de toda su vida y por todo el globo: que durmió con más de mil mujeres, que trabajó en un kibutz y atravesó el continente europeo en el transiberiano, que se tiró en paracaídas y navegó los rápidos de un río en el Himalaya. Esas cosas.
COLUMBA
La editorial fundada por los hermanos Ramón y Claudio Columba en 1928 fue una de las más grandes y exitosas no solamente de Argentina, sino del continente americano. A quienes no estén acostumbrados a leer historietas basta nombrarles revistas como El Tony y D’artagnan para que ubiquen perfectamente el tipo de productos en los que se especializaba. Vendía entre 45 y 200 mil ejemplares semanales de cada una de sus revistas, estrictamente segmentadas según el público: «D’artagnan era la revista del empleado bancario, del estudiante de medicina, la revista de las guardias. Todo médico te lo decía: era la evasión para el profesional, el empleado, el contador. Luego teníamos El Tony, que era la revista de la ferretería, del obrero calificado, pero de otra categoría. Era la publicación del técnico, del mecánico, del pintor. Intervalo era la revista de la peluquería, para las mujeres, para el lector romántico. Y, por último, teníamos Fantasía, que era la revista que hacíamos para el trabajador, para el obrero de la fábrica o el peón».3
Para Columba, las historietas eran estrictas mercancías, ejecutadas en serie de acuerdo al más salvaje sistema de producción. La velocidad de los dibujantes y los guionistas era central, y el cuidado por el producto final era inexistente. No era inhabitual que un personaje empezara una serie siendo blanco y terminara siendo negro, por ejemplo, ni que hubiera extensivas persecuciones en auto por las calles de Venecia. Algo que era imposible de evitar, cuando se llegaba, incluso, a segmentar el cuerpo de los personajes para que cada parte la dibujara quien lo hiciera más rápido: lo que no se podía era retrasar la producción porque a algún dibujante torpe se le complicara hacer las manos y los pies o mantener el parecido del rostro de los personajes desde distintos ángulos.
Por su rapidez para escribir, su habilidad para crear nuevos personajes y cierta sensibilidad a medio camino entre lo literario y lo popular, Wood era el guionista ideal para Columba. Escribía tanto que en la revista se dieron cuenta de que no era conveniente que firmara todo con su nombre, por lo que usó seudónimos masculinos y femeninos, que pretendían evadir la asunción de que no se podía escribir tanto y bien. Previsiblemente, los productos de Columba no eran –ni pretendían ser– revolucionarios ni en lo estético ni en lo ideológico. Pero si abonar al mantenimiento del statu quo podía ser una acusación anodina en tiempos de calma, lo fue mucho menos en los años que derivaron en el golpe del 76 y la dictadura argentina.
LAS HISTORIAS
Wood sufrió muchísimo la indiferencia y el desprecio de sus pares, que atribuía a razones políticas y a la situación del creador de historietas en Argentina. Pero si algo hay que reconocerle es que nunca lo ocultó: a menudo se refirió a su enemistad con Horacio Altuna, a que Carlos Trillo y Guillermo Saccomano lo «detestaban», a que a José Luis Salinas y Alberto Breccia les debe de haber dado un síncope cuando sus respectivos hijos trabajaron con él. Pero quizás lo más doloroso haya sido la reacción de Héctor Oesterheld, de quien se consideraba heredero. En una entrevista con Diego Accorsi, cuenta que, cuando se lo presentaron en la propia editorial Columba (para la que el creador de El eternauta también trabajó), Oesterheld le dijo: «Ah, usted es Robin Wood. ¿Y a qué se dedica?». Wood relata: «Le contesté: “Escribo algunas cosas”. Y me fui, porque hay que darse cuenta de cuando no se es bien recibido».4
Entre esas «algunas cosas» están Nippur de Lagash, Dennis Martin, Dago, Savarese, Jackaroe, Gilgamesh (y aquí sobra aclarar que es «entre muchísimas otras»). Para emitir un juicio más o menos justo sobre los guiones de Wood habría que hacerlo sobre la literatura popular adaptada al formato historieta, a lo que hay que sumar que Wood tenía, además, pretensiones de profundidad filosófica. Sus héroes declamaban sus reflexiones sobre la condición humana en tono rimbombante y profético. Sin embargo, esto no es necesariamente malo y, a menudo, es muy bueno. Como todo autor que se precie, es imposible reducirlo a un recuento de sus virtudes y sus defectos, porque hay algo más, algo que tiene que ver con el don de atrapar al lector y no soltarlo hasta el último cuadrito de la serie, 500 números más adelante.
Es indudable que Wood aprendió de tanta literatura ingerida y explotó muy bien la expresividad de la lengua, aunque por momentos se entusiasmara y adoptara un tono barroco. En todo caso, es mejor cuando se reprime que cuando se suelta. Quizás por ello sea mucho más solvente en Savarese que en Nippur de Lagash, a pesar de que el protagonista de este último es su personaje más famoso. Lo cierto es que sus guiones pueden leerse como el relato que tuvo que inventar un hombre para crearse a sí mismo y que, día a día (o cuadrito a cuadrito), debió luchar para seguir siendo quien creía que era.
1. Quien menciona el apellido del padre de Wood es su amigo Juan Felipe Johnny Gutiérrez, off the record, en una entrevista de Accorsi en Periodismo de aventuras. 39 años de notas y entrevistas. De ser así, Kingo habría pertenecido a una de las familias más poderosas de la aristocracia paraguaya y sería pariente de la actual primera dama.
2. Robin Wood. Una vida de aventuras, de Diego Accorsi, Julio Neveleff, Leandro Paolini Somers. El Ateneo, Buenos Aires, 2021, pág. 49.
3. Entrevista a Antonio Presa, dibujante y jefe de arte de Columba, realizada por Laura Vázquez para su libro El oficio de las viñetas. La industria de la historieta argentina (Paidós, Buenos Aires, 2010, pág. 240). Vázquez hace un interesante análisis del relato de Wood sobre sí mismo en relación con su construcción como guionista.
4. Accorsi, Neveleff, Paolini Somers, op. cit., pág. 153.