La llamada gig economy es uno de los modelos de empleo más exitosos en la actualidad y supone la aplicación de un trabajo colaborativo en estrecho vínculo con las plataformas digitales. La idea es ofrecer un servicio de respuesta inmediata, abaratando costos y aprovechando al máximo la flexibilidad y la informalidad laboral facilitadas por las nuevas tecnologías. Al trabajar con freelancers, la empresa se ahorra prácticamente todos los gastos tributarios y fijos que podrían tener empleados registrados en planilla. Los resultados de este modelo aplicado a nivel global son una creciente «uberización» de las sociedades, con consecuencias visibles. Pero, lejos del encandilamiento general causado por la prontitud de los servicios y las facilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, quizá nadie haya expuesto sus costados negativos con tanta claridad como lo hace aquí1 el maestro británico Ken Loach.
Un servicio de entrega de paquetes contrata a «autónomos» para hacer llegar sus encomiendas en tiempo y forma. Endeudado y luego de haber perdido buena parte de su patrimonio en la crisis de 2008, el protagonista, sin estudios, de mediana edad y cansado de haberse desempeñado durante décadas en toda clase de labores, decide tomar el rumbo del emprendedurismo personal y se une a la firma. Como se trata de un trabajo autónomo, debe invertir –con inmenso sacrificio para su familia– en la camioneta para las entregas, y la empresa se encarga de proporcionarle el trabajo y un imprescindible GPS que le es entregado en préstamo, con el aviso expreso de que, si se pierde o lo rompe, debe pagar una cuantiosa multa. El devenir de la trama demostrará que tal aparato, lejos de facilitar el trabajo, opera como un panóptico rastreador de su vehículo, que encadena al protagonista durante jornadas de 14 horas diarias, seis días a la semana. A la esposa del protagonista (interpretada por la excelente Debbie Honeywood) no le va mejor en extensos turnos cuidando a ancianos y personas con discapacidad. En una escena crucial, una mujer mayor le increpa, extrañada: «¿Qué pasó con la jornada de ocho horas?».
Loach tiene 85 años y filma cada día mejor. Luego de medio siglo tras las cámaras, había expresado públicamente en 2014 su retiro de la profesión, pero la llegada al gobierno de Boris Johnson parecería haberlo hecho cambiar de idea. Lo cierto es que el realismo social que con tantos altibajos transitó a lo largo de su carrera parece haber llegado a una cúspide de sutileza, emotividad y humanismo. Loach siempre fue un gran director de actores, un hábil narrador –principalmente en dupla con el guionista Paul Laverty– y un agudo observador de la realidad, pero ahora suena especialmente convincente escapando a las obviedades y las verdades absolutas. Tanto una discusión de fútbol con un cliente como el sermón de un policía en una comisaría están logrados con una naturalidad apabullante y, asimismo, presentan inesperados flancos de un conflicto que, de esta manera, se torna más vívido.
Lejos de proponer un cúmulo de desgracias, Loach obsequia a sus personajes momentos de humor, de disfrute y alivio, que se viven como un oasis en un mar de contrariedades y permiten una conexión más empática con ellos. El patrón-villano, interpretado por Ross Brewster, no podría ser más detestable y reconocible, un ególatra incapacitado para pensar en los demás, un engranaje consciente de una maquinaria tan competitiva como deshumanizada.
El título en inglés Sorry We Missed You refiere al mensaje que dejan los repartidores cuando no encuentran al cliente en su domicilio, pero, asimismo, puede ser leído como referencia a los trabajadores precarizados, nuevamente olvidados, atomizados, abandonados a su suerte bajo esta nueva oleada de capitalismo salvaje.
1. Sorry We Missed You. Reino Unido/Francia/Bélgica, 2019.