Hay muchos datos curiosos en torno a la vida y la obra de Lina Wertmüller. Que se llamaba Arcangela Felice Assunta Wertmüller von Elgg Spanol von Braueich. Que igual de largos eran los títulos de sus películas (al punto que ostenta un récord Guinness por su film de 1978, Un fatto di sangue nel comune di Sculiana fra due uomini per causa di una vedova si sospettano moventi politici. Amore-Morte-Shimmy. Lugano belle. Tarantelle. Tarallucci e vino). Nunca recibió un Oscar por una película, salvo, claro, el honorífico en 2019, seguramente por ostentar otro récord difícil de ignorar: haber sido la primera mujer nominada a este premio como directora. En aquel entonces, perdió contra Rocky, que tenía que ganar algo, pobre, después de perder injustamente aquella pelea contra Apollo Creed. Con un solo golpe, le ganó no solo a Lina, sino también a Bergman, Lumet y Alan Pakula, también nominados. Fue de esa manera que el mundo se dio cuenta de que en 49 años de premios Oscar ninguna mujer había siquiera competido en el rubro de dirección. Cuarenta y nueve años, 242 hombres, una mujer. Hoy resulta asombroso que aquello fuera normal. Lina perdió, pero tampoco es que se hubiera tomado la molestia de ir a recibirlo: al igual que hacía en muchas de sus entrevistas, mandó a ocupar su butaca a la escritora y actriz Lalla Kezich.
Tuvieron que pasar 42 años para que fuera a recibir su Oscar honorífico y, muy a su estilo, cuando fue a buscarlo dijo que le gustaría que la estatuilla, en lugar de llamarse Oscar, se llamara Anna. Wertmüller ostenta todavía otra distinción: ser la única mujer en dirigir un spaghetti western (Il mio corpo per un poker, 1968) que, como era de esperarse, lo protagoniza una mujer. Ya desde la primera escena, la tesis de la película queda clara: un hombre, sumisamente, enciende el largo cigarro de Belle, que es más valiente y mejor que cualquiera.
Pero todas estas anécdotas serían meras notas de color si no hablaran del espíritu de la cineasta, de su iconoclasia, su gusto por lo absurdo y lo grotesco, su humor por momentos retorcido y, con frecuencia, negro. No era difícil amar a Wertmüller. Si Fellini, su mentor, era excesivo, ella lo era a la enésima potencia: salvaje, subversiva, a veces caótica. Sin embargo, la queja que más a menudo recogió fue que sus intenciones no eran claras. Tanto fue así que existieron, incluso, artículos que analizaron qué tan de izquierda era su discurso. Sin pudor alguno, así se llamó el artículo de Cinéaste: 1 «¿Qué tan de izquierda es Lina?», que comenzaba dando cuenta de los ditirambos que le dedicaba por entonces la prensa estadounidense: «¿Tan grande como Fellini, Antonioni y Visconti? (New York Magazine), ¿Profunda como Dostoievski? (Newsweek), ¿Más revolucionaria que Brecht? (New York Magazine)». En la opinión de la autora del artículo, Lucy Quacinella, Lina Wertmüller no era tan de izquierda como simulaba ser: a pesar de citar a Errico Malatesta, los personajes de Amor y anarquía no tenían una verdadera moral revolucionaria. Para la autora del artículo, Wertmüller era irresponsable, peligrosamente frívola y francamente reaccionaria al poner en pantalla personajes estereotipados que no hacían sino reafirmar los prejuicios corrientes.
Pero esta ambigüedad puede tener otras lecturas. Y es que Wertmüller, alternativamente, carga u ostenta el mote de irreverente. Esa irreverencia, cuando se combina con la sombra de la inconsistencia ideológica, hace que sus películas parezcan caprichosas y sobregiradas, y sustenta la acusación de irresponsabilidad. Sin embargo, ese es el tema central de su obra: el problema de la responsabilidad individual, las metas colectivas y la debilidad de los hombres cuando esas metas más elevadas chocan con las debilidades y los deseos humanos.
Es así que lo que muchas veces se consideró inconsistencia es, más bien, deliberada intención. Una intención de pintar un cuadro humano más complejo y, a menudo, incluso alegórico. En tal sentido, existe un interesante estudio de Marc Le Sueur, titulado «The Use of Works of Art in the Films by Lina Wertmüller»,2 que analiza cómo las obras de arte que aparecen en sus películas muchas veces comentan o modifican el sentido de la escena. En Sietebellezas, la película más celebrada de Wertmüller, el protagonista, Pasqualino, es un mafioso de poca monta que cuida a sus siete hermanas, muy poco agraciadas. Cuando se entera de que una de ellas ha sido deshonrada, toma venganza por mano propia y mata al responsable de la afrenta. Pero cuando va a ver al jefe mafioso para consultarle sobre la mejor manera de deshacerse del cuerpo, podemos ver que al fondo hay una enorme estatua de mármol de la cual se ven solo los genitales. «El órgano sexual masculino funciona como comentario sobre el mecanismo que impulsa el acto de venganza de Pasqualino: el orgullo masculino institucionalizado. Si el simbolismo se mantuviera a este nivel, no tendría demasiada importancia. Sin embargo, cuando la cámara se aleja, vemos que los genitales en cuestión no son cualquiera: son los de la estatua de Cástor y Pólux» (que raptaron a las hijas de Leucipo y las violaron, por lo que sufrieron la venganza de sus sobrinos y Cástor perdió la vida).
Estas sutilezas abren nuevas lecturas que contrastan con el contenido más explícito de la película, como corrientes subterráneas. Las comedias de Wertmüller generalmente giran en torno al amor, el sexo y la política, y señalan la imposibilidad de comprender uno sin los otros, presentándolos como fuerzas que se atraviesan y se vuelven inseparables. Había comenzado en el cine con Los zánganos, que fue un homenaje a Fellini y casi un desprendimiento de Los inútiles (I vitelloni), al que le siguieron dos o tres comedias sin demasiadas pretensiones. Con Los zánganos había capturado el ojo de la crítica: el film triunfó en el festival de Locarno y rápidamente la puso entre los directores italianos más interesantes del momento. Recuperó esa senda con Mimi metalúrgico, una historia de rebeldía que termina grotescamente mal. Y mal termina también Amor y anarquía, pero no puede decirse que no lo avisa desde el epígrafe: «¿Qué es un anarquista?», pregunta un niño. «Alguien que mata a un rey o a un príncipe y luego es colgado.» En este caso, el objetivo era Mussolini, pero el atentado se frustraba por culpa de una prostituta.
Lina Wertmüller ha muerto y con ella se extingue un modo de entender el cine y una manera de hacerlo: un universo habitado por personajes que parecen salidos de una película de Fellini, pero que, en rigor, eran los personajes que ella elegía para sí misma. Un mundo en el que las relaciones son políticas, pero de una política que le huye al blanco y negro. Un lugar en el que se convocan las fuerzas que nos hacen profunda e imperfectamente humanos.
1. Cinéaste, vol. 7, n.º 3 (otoño, 1976), págs. 15-17.
2. Artibus et Historiae, vol. 3, n.º 6 (1982), págs. 151-161.