En 2021 la brecha entre ricos y pobres llegó a un nivel desconocido desde comienzos del siglo XX. Un informe macro del Laboratorio sobre la Desigualdad Global publicado en diciembre muestra que hoy el 10 por ciento más poderoso de la población mundial concentra el 76 por ciento de la riqueza, mientras que la mitad más pobre, solo el 2 por ciento. En América Latina, la diferencia es aún más pronunciada: el 10 por ciento más rico acapara el 77 por ciento de la riqueza, mientras que el 50 por ciento más pobre, apenas el 1 por ciento.
En la punta baja, el año pasado otros 100 millones de terrícolas cayeron en la extrema pobreza, ese territorio hacinado en el que se nada en la nada. En la punta alta, los hiperhipermillonarios –ese puñado– aumentaron su riqueza en un 14 por ciento. «Observamos un mundo todavía más polarizado, en el que el covid ha amplificado el fenómeno del ascenso de los multimillonarios y ha dejado más pobreza», dijo a comienzos del mes pasado a El País de Madrid Lucas Chancel, cabeza del grupo coordinador de los más de 100 investigadores que trabajaron para el informe. No es el virus, sino el sistema, aclaró luego el economista francés.
La tendencia a la aceleración de las desigualdades arrancó en los años ochenta y de ahí en adelante se ha mantenido, salvo frenos puntuales aquí y allá, que no han alterado el panorama sustancialmente. Desde los noventa (ya en un mundo homogéneamente capitalistizado), esos que ahora llaman –en inglés– zillionaires, los astronómicamente millonarios, un 0,0001 por ciento de la población mundial, aumentaron su riqueza en un promedio anual del 8,1 por ciento; los un poquito menos ricos, el 0,001 por ciento, en un 5,9, y el 0,01 por ciento del escalón siguiente, en un 5 por ciento. Una norma: a mayor riqueza, mayor ganancia.
«Lo que cabe esperar es que siga siendo así», dice Thomas Piketty, otro integrante del equipo coordinador del Informe sobre la Desigualdad Global 2022. El documento apunta que la desigualdad se acentuará no solo entre individuos, sino también entre los recursos del sector público y los del sector privado: «Los gobiernos son hoy mucho más pobres que hace 40 años. Es una tendencia secular que observamos: el sector público se empobrece y el privado se enriquece». La pandemia (el manejo de la pandemia, el contexto en el que transcurre la pandemia) aportará su cuota para hacer más hondo el foso, con Estados más endeudados y ricos aún más enriquecidos e intocados.
La revista Forbes estimó que el patrimonio líquido sumado de las 500 personas más ricas (que en 2021 se incrementó en 1 billón de dólares) es hoy mayor que el producto bruto interno individual de todos los países del planeta, con excepción de Estados Unidos y China, y dejó entrever, como Piketty, que todo hace prever que la distancia aumentará.
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Elon Musk es el zillionaire más en boga. En 2021, el dueño de la fábrica de vehículos eléctricos Tesla y de la compañía aeroespacial Spacex, y fundador de la plataforma de pagos Paypal se convirtió no solo en el hombre más rico del planeta, sino en el primero en la historia en haber acumulado una fortuna superior a los 300.000 millones de dólares. Forbes la calculó en 308.000 millones en noviembre del año pasado. Otras fuentes la reducen a 270.000 millones. Qué más da. Del puñado de magnates que componen lo que el Instituto de Estudios Políticos (IPS) de Estados Unidos llama la docena oligárquica, Musk fue quien más se benefició con la pandemia. De acuerdo a Forbes, hizo el grueso de su fortuna entre enero de 2020 y fines de octubre de 2021. Antes de comienzos de 2020 no figuraba ni siquiera en el top 10 de los más ricos, el pobre.
Entre la docena de oligarcas identificados por el IPS están, por supuesto, los principales ejecutivos de las GAFAM (las megaempresas del sector tecnológico: Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft). Desfilan por allí Jeff Bezos, el propietario de Amazon y Starlink, a quien Musk desplazó del lugar de más rico del mundo en la escala de milmillonarios; Mark Zuckerberg, el patrón de Facebook; Bill Gates, el fundador de Microsoft, y varios altos ejecutivos de Google. También se alinean los herederos del gigante de la distribución Walmart y el bueno de Warren Buffett, aquel gurú de Wall Street que pidió que, por favor, el fisco de Estados Unidos le cobrara impuestos más o menos a la altura de sus ganancias, porque pagaba menos que su secretaria, el mismo que hace unos años dijo: «La lucha de clases existe y la estamos ganando los ricos». Solo entre marzo y agosto de 2020, de acuerdo al IPS, los 12 habían acrecentado globalmente sus ganancias en un 40 por ciento.
Las cifras dadas por Forbes son particularmente alucinantes. A noviembre del año pasado, los 20 mayores magnates yanquis reunían una riqueza de 5,3 billones de dólares. A alguien en Europa se le dio por calcular que cualquiera de estos milmillonarios gana en un año más o menos lo mismo que lo que ganan, sumadas, varias decenas de miles de trabajadores europeos de ingresos medios a lo largo de toda su vida (Bezos como unos 50 mil trabajadores, Musk como unos 80 mil).
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En diciembre, Time eligió a Musk como personaje del año. «Guste o no, hoy estamos en el mundo de Musk», dijo Edward Felsenthal, editor de la revista estadounidense. «Este tímido sudafricano con síndrome de Asperger, que escapó de una infancia brutal y superó una tragedia personal, que hace solo unos pocos años era objeto de continuas burlas y tratado como un estafador loco al borde de la quiebra, ahora somete a los gobiernos y a la industria a la fuerza de su ambición. […] Con un movimiento de su dedo, el mercado de valores se dispara o se desmaya y un ejército de devotos está pendiente de cada una de sus palabras» en Twitter, añadió, donde lo siguen casi 70 millones de personas. A Time le fascina este «genio» y «payaso» que fabrica autos eléctricos, que los vende como una de las soluciones al cambio climático y que, al mismo tiempo, promueve el turismo espacial y se propone llevar a Marte, de aquí a 2050, a 1 millón de personas en naves de Spacex para ir colonizando el planeta rojo e ir preparando un futuro humano posterrícola, por si a Gea le quede poco tiempo.
En 2016, en un congreso internacional de astronáutica, Musk dijo: «No hay para la humanidad más que dos caminos: o bien permanece aferrada a la Tierra para siempre y llegará el momento en que un acontecimiento causará su extinción, o bien apuesta a una civilización multiplanetaria». Tiempo después fue más taxativo aún: «Es esencial para la supervivencia de la humanidad fundar una sociedad centrada en el viaje espacial». Time cree que Musk sabe vender como nadie lo que hasta hace poco parecía una quimera y que, sobre todo, sabe hacer que muchísimos lo tomen a él como modelo de lo que hay que ser.
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En 2021, cuatro hiperricos viajaron al espacio sideral a bordo de una nave de Spacex, la empresa de Musk, quien no fue de la partida. Algunos de sus competidores sí volaron en naves de sus propias empresas. El primero fue el zillionaire británico Richard Branson, dueño de Virgin Galactic, que invirtió 1.000 millones de dólares para darse el gustito de decir: «Oh, my God!» al contemplar la Tierra desde una altura de 85 quilómetros y dar el puntapié inicial de un programa comercial de turismo espacial que ya está completito: Virgin asegura que le han reservado 600 boletos. Cada uno vale entre 200 mil y 250 mil dólares.
A Branson le siguió Bezos: el hombre se embarcó a bordo de una nave de Blue Origin en julio y tres meses después invitó a dar un paseíto al actor Wiliam Shatner, el capitán Kirk, de Viaje a las estrellas, su héroe de infancia. Los héroes de Musk eran personajes de El Señor de los Anillos y la Serie de la Fundación. «Me hacían sentir el deber de salvar el mundo», le contó en 2009 a la revista The New Yorker, cuando recién estaba probando el Roadster, el primer auto eléctrico de Tesla, pero ya era un rico y megalómano empresario que, a falta de un imperio mediático propio, tenía un habilísimo manejo de Twitter y despuntaba como nuevo gurú del sector tecnológico, cosa en la que se convirtió tras la muerte de Steve Jobs. «De niño soñaba con ser quien soy: alguien que está por fuera de cualquier conflicto social y pone todo su talento, todo su esfuerzo, al servicio de los demás. A mí lo que más me interesa es que la Tierra siga existiendo, pero tengo el deber, también, de proponer alternativas», le dijo el año pasado a un canal de televisión nórdico.
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«Lo sideralmente extraño de esta historia es cómo los milmillonarios han logrado imponer la idea de que de ellos –los superricos, más ricos que cualquier Estado, más poderosos que cualquier organización internacional– depende nada menos que la supervivencia del planeta; la idea de que son ellos, y solo ellos, quienes tienen el dinero, el talento y el poder necesarios para rescatarnos y evitar el apocalipsis», se sorprendía, en noviembre, en Glasgow –donde se estaba desarrollando la COP 26, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático–, un directivo de la confederación internacional Oxfam. «Más extraño aún es que hayan logrado desligarse de cualquier responsabilidad sobre el estado actual del mundo, cuando no hay que ser demasiado agudo para darse cuenta de que ellos son una parte fundamental del problema, no de la solución», decía.
Hoy «los ultrarricos están de moda», constataba, a su vez, el 24 de diciembre, el diario Il Manifesto. Y, evocando también la conferencia de Glasgow, recordaba que allí, en sus corredores, en sus ambulatorios, quienes más se hacían notar no eran los ministros de medioambiente ni los militantes sociales, sino los Bezos, los Musk, los Gates y los representantes de la Financial Alliance for Net Zero, un conglomerado de 400 y pico de bancos, fondos de inversión y grandes empresas (entre ellos, Black Rock, Goldman Sachs, Moody’s, Bloomberg) que se proponen desarrollar fabulosos proyectos verdes que poco y nada ayudarán a cumplir su supuesto objetivo. «Después de Glasgow, a mediados de noviembre, Thomas Friedman, editorialista de The New York Times, ganador de tres Pulitzer, escribió en ese diario una larga nota que se podría resumir así: “Necesitamos un poco menos de Greta Thunberg (la joven ecologista sueca) y un poco más de Elon Musk. La buena noticia es que eso es lo que está sucediendo”», apuntaba la publicación italiana.
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Las imposturas de los zillionaires son tan astronómicas como sus fortunas. Los megaplanes de reforestación de Bezos y los automóviles eléctricos de Musk no son más que engañapichangas. Carísimos engañapichangas a los que ellos destinan una parte ínfima de sus ingresos que parece fabulosa y en los que se embarcan los Estados que no pretenden encarar transformaciones de fondo.
Hace un par de años, Amazon anunció varios compromisos climáticos, según los cuales para 2040 habrá llegado al «equilibrio ecológico», pero falseó a tal punto su propia huella de carbono –la que dejan los aviones que transportan sus mercaderías, que cada vez son más y cada vez vuelan más; la que deja la mayor parte de los productos que comercializa, como artículos electrónicos y textiles– que cualquiera de las cifras que anuncia son mentirosas, dice una investigación conjunta de Amigos de la Tierra, el sindicato Solidaires y la asociación ATTAC publicada en Francia (Mediapart, 26-XII-21). Un solo vuelo al espacio de Blue Origin emitió en 11 minutos tantos gases de efecto invernadero como los que emite en toda su vida una de las 1.000 millones de personas más pobres del planeta.
También son espejitos de colores los megaplanes de reforestación que financia el dueño de Amazon. Emmanuel Macron recibió a Bezos a besos en Glasgow el 1 de diciembre, luego de que el zillionaire anunciara que «donará» 1.000 millones de dólares para la Gran Muralla Verde que se proyecta en África, que el presidente francés promueve. «Resolver el problema que supone la emisión de gases de efecto invernadero plantando árboles es simplemente un espejismo», dice el documento de Amigos de la Tierra, Solidaires y ATTAC.
Mismo espejismo con Musk y sus autos eléctricos. En su página web, Tesla asegura que su razón de ser es «acelerar la transición mundial hacia una energía sostenible», eléctrica o solar. Bienvenidos sean los planes para abandonar las energías fósiles, pero la visión de Musk, dice Laura Villadiego en La Marea Climática, «se basa en los mismos principios que crearon el problema: un mundo de sobreconsumo, que deja las opciones sostenibles a los que más abusan de ellas, los ricos». «Y eso hace que pierdan todo su sentido. El propio Musk es parte de ese modo de vida», añade. De acuerdo a The Washington Post, solo en 2018 el magnate recorrió unos 250 mil quilómetros en avión, incluidos sus viajes entre una punta y otra de Los Ángeles para evitar los embotellamientos.
En cuanto a los autos de Tesla, que se están vendiendo como pan entre los consumidores ricos y riquitos, sus baterías requieren toneladas de litio, cuya extracción tiene costos ambientales y sociales enormes. Por ejemplo, dejar sin agua a las comunidades que pueblan las zonas áridas en que se ubican las salinas donde se halla el metal. En América Latina están en Chile, Bolivia y Argentina. En el desierto de Atacama (Chile tiene el 40 por ciento de las reservas de lo que hoy se llama oro blanco) el agua, ya naturalmente escasa, lo es aún más debido a la extracción de litio.
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En nada les interesa a estos superricos el bien común, su altruismo es de pacotilla, sugería, en una nota publicada en 2018 en varios medios, el profesor de cultura virtual estadounidense Douglas Rushkoff: «Ellos se están preparando para un futuro digital que tiene mucho menos que ver con hacer del mundo un lugar mejor que con trascender la condición humana y aislarse de un peligro muy real y presente de cambio climático, migraciones masivas, pandemias globales y agotamiento de recursos. Para ellos, el futuro de la tecnología consiste realmente en una sola cosa: escapar».
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Mientras preparan el escape, son seres bien de este mundo, bien de su clase. Y así actúan: oponiéndose a pagar impuestos, porque a los ricos hay que incentivarlos para que sigan creando riqueza y empleo (Bezos reclamó que le descontaran de sus impuestos lo que gasta en colegios privados para la educación de sus hijos); exigiendo a sus empleados que trabajen más por menos, porque el mundo está en crisis y se necesita el esfuerzo de todos («Nunca vi que nadie transformara nada trabajando solamente ocho horas diarias», declaró hace no tanto Musk, para quien una semana laboral de 80 horas sería lo normal); considerando a los trabajadores de sus empresas «eslabones reemplazables de una cadena», según dijo un gerente de Amazon en medio de su enésima campaña de desprestigio contra quienes pretendían formar un sindicato en la empresa (y no lo lograron), y viendo los puestos de trabajo que destruyen (por un empleo creado por Amazon, desaparecen 2,2 en el sector del comercio de cercanía) como meros daños colaterales.
Meros daños colaterales deben también haberle resultado a Bezos las ocho muertes en el almacén de Amazon que se desplomó en Kentucky por un tornado en diciembre. La pareja de uno de los fallecidos contó que a los trabajadores les impedían salir del local a pesar de las alertas, porque estaban embalando a todo trapo para la zafra de Navidad. «Amazon no nos deja irnos», tuiteó este empleado, Larry Virden. En los enormes depósitos de la empresa de Bezos en Estados Unidos, los trabajadores deben atravesar enormes corredores para llegar a un baño. Como por lo general el tiempo no les da, deben usar pañales. En las plantas de Musk saben que si no se dejan sobreexplotar o si reclaman, pueden perder el empleo. «La gente que normalmente me conoce se lleva una buena impresión de mí. Si no los he despedido», le dijo una vez el megarrico a The New Yorker.
En 2019, Martín Capparós escribía en una columna («El modelo Bezos») que décadas atrás pensaba, ingenuo él, que los sindicatos de izquierda argentinos «debían llevar a sus trabajadores a Punta del Este para que, al ver esas mansiones, esos coches, esas siliconas, esos precios, los obreros se llenaran de sacrosanta indignación de clase y reaccionaran». Alguien le contestó que «quizás el resultado sería que muchos insistirían en admirar y desear esos sitios, esas vidas». El periodista concluía: «Para eso sirven los Bezos de este mundo: te ofrecen la ilusión de que podés ser así. Lo malo no es siquiera que no es cierto; lo peor es que te convencen de que eso es lo que vale la pena querer, que esa es la meta. El negocio es redondo: si muchos quieren ser como ellos, ellos podrán seguir siendo como ellos sin parar». Curiosa forma de síndrome de Estocolmo, decía. Un síndrome que por aquí opera a full cuando, pongamos, nos dicen que a los malla oro –incluso a nuestros chiquitos malla oro– hay que dejarlos pedalear tranquilos, porque según les vaya a ellos nos irá a nosotros. Y lo creemos.