La doctora en Ciencias Sociales Brenda Carranza vive hace décadas en Brasil y ha dedicado gran parte de su vida académica al estudio de la religión, el fundamentalismo cristiano y su relación con la política. Es profesora e investigadora del Departamento de Antropología Social de la Universidad Estadual de Campinas y coordinadora del Laboratorio de Antropología de la Religión de esa casa de estudios. En diálogo con Brecha, describe el proceso histórico de avance neopentecostal en la vida pública brasileña.
—¿Cómo surge el pentecostalismo y cómo llega a Brasil?
—Para comprender el pentecostalismo en Brasil, primero hay que entender que es parte de un fenómeno internacional, que nace en Estados Unidos dentro del protestantismo, con una fuerte apelación a la piedad y la devoción. Al final del siglo XIX, a esa inquietud por la piedad se le agrega la inquietud misionera, de llevar el fervor religioso a todas partes del mundo y renovar desde dentro a los protestantes. Cuando hablamos de pentecostalismo como un movimiento religioso que tiene como base el carisma –que busca vivir los dones del Espíritu Santo, como hablar en lenguas, sanar dolencias y hacer profecías según las imágenes bíblicas originales–, hablamos de algo que surge en el siglo XIX y comienzos del XX, principalmente en comunidades étnicas segregadas de Estados Unidos. En el oeste del país, tiene una importante influencia negra. Allí comienza un movimiento de expansión, un fuerte impulso de anuncio a todas las naciones, con la idea de ir por todo el mundo, afirmando la experiencia religiosa pentecostal.
Esto llega a Brasil en 1910, se instala en el norte y poco a poco se expande por todo el país, con núcleos muy fuertes en el sudeste y el sur. Una idea que puede ayudar a entender este fenómeno religioso espiritual, que después va tomando formas políticas, es que en sus orígenes pretende lograr una renovación espiritual. Cuando se afirma como movimiento, apunta a renovar el cristianismo y cambiar las costumbres y la manera en que las personas se identifican. En los comienzos hay una clara influencia anticatólica, iconoclasta, en la que el protestantismo se va afirmando en oposición a la Iglesia católica, lo que en el pentecostalismo brasileño permea los tres primeros tercios del siglo XX, hasta 1980, más o menos. Por entonces, los pentecostales se vuelven fácilmente identificables por el público brasileño. Andan con la Biblia debajo del brazo, promueven una moral firme, buscan todo el tiempo convertir a otros y –algo fundamental– promueven una teología apolítica, sin ningún tipo de relación con la política partidaria.
—Paradójicamente, hoy ocupan vastos espacios políticos del país. ¿Hubo un cambio en la doctrina?
—A lo largo de todo el siglo XX, el pentecostalismo acompaña los cambios sociales que se dan en el mundo. En las décadas del 60 y el 70 se dan cambios muy fuertes en Estados Unidos. Avanzan el movimiento por los derechos civiles, el antirracismo y el feminismo, lo que le da a la época una exuberancia contracultural. Los sectores evangélicos conservadores ven por entonces un declive en la participación religiosa de los fieles y empiezan a leer la contracultura como un peligro para la nación protestante y blanca. Frente a esto, surge la llamada teología del dominio o dominionismo, que tiene dos hermanas, la teología de la prosperidad y la teología de la batalla espiritual.
Para la teología del dominio, los cristianos deben salir del apoliticismo y ocupar activamente espacios políticos, porque si no lo hacen, la contracultura, el comunismo y todo lo que atenta contra la religión se asentará en el poder. Al mismo tiempo, junto con el avance de la sociedad de consumo y los medios de comunicación, va surgiendo la teología de la prosperidad: no es tan malo usufructuar el consumo; las costumbres no pueden ser tan rígidas en lo económico y lo comercial; si Dios nos da la posibilidad de vivir bien, ¿por qué no hacerlo? Por otro lado, la idea de batalla espiritual trae a estas concepciones otro componente: los creyentes deben confrontar y perseguir a todos los que están contra la religión, a todos los que puedan representar una amenaza para los principios cristianos. Estas teologías, que nacen en los setenta y los ochenta, se implantan naturalmente en la derecha estadounidense y sus referentes comienzan a ser rápidamente arropados por el Partido Republicano. De allí vienen misioneros a América Latina, con la idea de que el pentecostalismo local debe ocupar espacios en la política, porque, de alguna manera, creen ellos, el cristianismo está en peligro.
—En un artículo publicado en el libro Novo ativismo político no Brasil: os evangélicos do século XXI, usted afirma que en Brasil el clima de tensión social ha contribuido a consolidar un nuevo actor político: el evangélico-pentecostal, alineado con la derecha brasileña, lo que ha propiciado una nueva relación entre religión y política. ¿De qué se trata esta nueva relación?
—Poco a poco, en las últimas décadas, comienza a trabajarse la posibilidad de que los cristianos pentecostales ocupen espacios políticos como tales. En 1977 se funda en Brasil la Iglesia Universal del Reino de Dios, cuyo obispo, Edir Macedo, se nutre tanto de la teología de la prosperidad como de la idea de batalla espiritual. Macedo elige dos enemigos: las religiones afrobrasileñas y todos los políticos que no le permiten acceder al poder. Es entonces que la teología del dominio se instala con fuerza en el país a través de una nueva corriente, llamada neopentecostalismo, fuertemente dedicada a evangelizar a través de los medios de comunicación, a ocupar espacios político-partidarios y a dar desde allí la batalla espiritual, dentro de un marco en el que todo lo que sea minoría es visto como un enemigo.
En 2002, cuando la elección en la que gana por primera vez [Luiz Inácio] Lula da Silva, ya existe una consolidación de 20 años de los grupos religiosos pentecostales en la política, grupos que se han tornado claves para las disputas electorales. Por entonces ya tienen un gran know how de cómo ganar una elección, por lo que consiguen muchas bancas en el Congreso, estadual, municipal y federalmente. Entre 1990 y 2000, este neopentecostalismo crea una red de articulación que le permite tener un fantástico conocimiento del marketing político y se constituye como una base electoral que los partidos ya no pueden despreciar. Les puede caer mejor o peor, pero no la pueden ignorar.
Este proceso ocurre, con más o menos intensidad, en prácticamente toda América Latina. Pero sus grandes redes políticas multinacionales tienen su sede en Brasil, porque es donde hay más dinero y más articulación con lo secular. La Iglesia Universal del Reino de Dios y Asamblea de Dios, dos grandes representantes del pentecostalismo en el país, se han convertido en pilares políticos fuertes de Brasil y llevan casi la voz cantante en las elecciones. En 2003, Lula es elegido con un fuerte apoyo evangélico, negociando con Macedo. A esa altura, los evangélicos, con pentecostales y neopentecostales a la cabeza, ya articulan con los políticos como un actor consolidado.
—¿Cómo pervive esa articulación durante los gobiernos petistas y por qué se van derechizando los neopentecostales?
—El radicalismo religioso se junta con un radicalismo político. Lo que ocurre en el cristianismo latinoamericano en las décadas del 70, el 80 y el 90 bajo la forma de un cristianismo progresista, de corte ideológico izquierdista, causa incomodidad en el pentecostalismo, porque levanta algunas banderas que van contra costumbres y principios que ellos consideran inamovibles. Algo parecido ocurre en Brasil. Así como los evangélicos se van fortaleciendo a través de su bancada política, compuesta fundamentalmente por pentecostales y neopentecostales, durante los gobiernos petistas [2003-2016] también se fortalecen las demandas de las minorías, que pasan a tener representaciones en las comisiones del Congreso y, de forma paralela, a potenciar la discusión de su agenda en la sociedad toda.
Esto hace que comience a haber debates muy fuertes en la interna de la política institucional. En 2010, Dilma Rousseff llega al gobierno prometiendo a los grupos evangélicos que no discutirá la despenalización del aborto durante su mandato. Lo mismo ocurre en 2014. En paralelo, a partir de 2011, los grupos evangélicos y su programa de conservadurismo moral se fortalecen institucionalmente. Por entonces, el Partido de los Trabajadores tiene que articular muchos asuntos con muchos actores y los temas que van contra la agenda de los grupos evangélicos son dejados de lado con tal de que se tranquilicen y apoyen al gobierno para avanzar en otros frentes. Así se fortalece la influencia del programa religioso en el aparato jurídico y dentro del propio gobierno. La agenda moral cobra cada vez más fuerza en los cálculos de apoyo político de los diferentes partidos. Para 2016, cuando llega el impeachment, en las justificaciones de los votos en aquella sesión ya se ve bien claro que la agenda profamilia y moralista está diseminada e implantada con fuerza en casi todos los sectores del Congreso.
Gradualmente, los neopentecostales van retirando su apoyo político a la izquierda y se fortalece el apoyo a la derecha. En 2018, en una elección polarizada entre derecha e izquierda, y entre progresistas y conservadores dentro del campo religioso, esto cobra una gran relevancia. Podemos pensar en una nueva fase del pentecostalismo y del sector cristiano en general, ya que también aparecen sectores más radicales del catolicismo que comienzan a trabajar junto con los neopentecostales en torno a la idea de una nación cristiana. Esta idea es reforzada en el primer discurso de Jair Bolsonaro como presidente: «Somos un país cristiano». Lo repite en la ONU [Organización de las Naciones Unidas] en 2019 y 2020, y en 2021 con un agregado: «Somos un país conservador».
—Recientemente, el ministro de Educación se vio forzado a renunciar debido a un escándalo que incluía el tráfico de influencias por pastores neopentecostales. ¿Hasta qué punto esta corriente ha penetrado la institucionalidad?
—Debemos tener memoria histórica. El lobby religioso responde a modelos históricos de relaciones con el poder. El modelo católico siempre fue un modelo cara a cara, en el que los políticos van a misa, después desayunan con los obispos y a partir de ahí hacen negocios. Son los políticos quienes van a la sacristía. Al entrar en juego el modelo pentecostal, las estrategias y los mecanismos son los del juego político democrático. Los pastores y los fieles se presentan a las elecciones, las ganan, van a las comisiones parlamentarias e ingresan en la dinámica interna del Poder Legislativo. Y ahí el lobby político es propio de la manera misma de trabajar de los parlamentos y las instituciones como las conocemos: el toma y saca, el intercambio de favores. Al final, en intercambios de este tipo, que poco o nada tienen que ver con los derechos ni con los mecanismos democráticos de representación, se cocinan muchas cosas.
Pero eso no es nuevo, siempre estuvo. En 2006, en el segundo mandato de Lula, se hace una gran operación policial, llamada Sanguessugas (‘chupasangres’), que desbarata una mafia que desvía dinero público destinado a comprar ambulancias. En ella están implicados varios pastores que tienen una doble identidad: son representantes políticos y, al mismo tiempo, representantes religiosos. Más de 15 años después, lo que ha habido es una evolución en la forma en la que el sector evangélico permea los poderes Ejecutivo y Judicial, y logra tener ahora influencia en los tres poderes. A partir de 2018, vemos en posiciones de primer orden a personas declaradamente evangélicas y con vínculos orgánicos explícitos con sus iglesias. Son los casos de, por ejemplo, la ministra Damares Alves y el ministro del Supremo Tribunal Federal [STF], André Mendonça, surgido de la Asociación Nacional de Juristas Evangélicos.
—En el momento de su candidatura para el STF, Bolsonaro celebró que se tratara de un ministro «terriblemente evangélico».
—Sí, tan terriblemente evangélico que ahora, frente al proceso que involucra al expolicía militar y actual diputado federal bolsonarista Daniel Silveira [por amenazar a autoridades, intentar impedir el ejercicio del Poder Judicial y hacer llamados al golpismo], el bolsonarismo pide que sean exonerados nueve de los 11 ministros del STF y que solo queden para juzgar a Silveira el ministro Mendonça y el ministro Kássio Nunes Marques, también designado por Bolsonaro. Al mismo tiempo, la bancada evangélica ha llamado a orar por Silveira. Bolsonaro está todo el tiempo dando señales a ese sector. Les dice a los evangélicos que no los abandonará, que sus enemigos no lo están dejando hacer mucho, pero que le tengan paciencia. Apoya su agenda en las comisiones parlamentarias, pone a sus representantes al frente de los ministerios y les cumple las promesas. Es como decirles: «En 2022 no se olviden de que cumplí con mantener en alto la agenda moral y evitar a cualquier precio que avanzaran las agendas de género y el debate sobre el aborto». Hay un casamiento perfecto entre la política conservadora y la agenda moral religiosa.
—Ante esta estrategia de Bolsonaro, que tiende a acercarlo a los evangélicos, ¿cómo se pueden leer las recientes declaraciones de Lula sobre el aborto como una cuestión de salud pública y como un derecho?
—Hay que tener en cuenta que el sector evangélico no es homogéneo. La plataforma de Bolsonaro agrada a determinados sectores, pero no abarca a todo el mundo. Ahora bien, dentro del evangelismo y de los sectores religiosos en general, algunos de los cuales pueden estar también dentro de la izquierda, el tema del aborto es muy sensible, mucho más que los derechos de las minorías, el casamiento igualitario y la homosexualidad. Que lo digan los analistas, pero creo que puede ser una declaración innecesaria frente a un fenómeno mayor: la ascensión de la ultraderecha en el mundo. Este es el país de las tempestades, por lo que esto hace mucho ruido y pega fuerte entre los conservadores. De todos modos, no creo que sea la discusión que definirá la elección.
—¿Cuál será, entonces?
—Diría que el voto religioso siempre tiende a ser conservador. Pero no podemos guiarnos únicamente por los movimientos institucionales: quién apoya a quién, qué apoya el Congreso, qué apoya la bancada evangélica. Esa es una parte, pero tenemos que estar muy atentos a lo que se discuta en las bases religiosas, en las que hay una polarización muy grande. El voto religioso puede ser decisivo y estar relacionado con una idea de moralidad, pero creo que será mucho más importante ver cómo se trabajan el odio, el miedo y las amenazas.
Racismo religioso
—¿Qué papel juega el pentecostalismo político frente a las religiones de matriz africana, que últimamente son víctimas de diversos ataques?
—Estos grupos sufren un racismo religioso muy fuerte y son el objetivo principal de las agresiones evangélicas. Son atacados directamente en sus terreiros. Esto es visto como parte de la batalla espiritual de la que hablábamos. Los atacantes se justifican a través de una visión particular del demonio, de quién es el demonio, por la que se ve a las religiones de matriz africana como enemigos del cristianismo que merecen ser perseguidos y castigados. Son víctimas del fanatismo y la intolerancia, y no son un grupo homogéneo federalizado que se representa a sí mismo, como hacen los evangélicos. No puede decirse que sean de izquierda en bloque, como tampoco puede decirse que los fieles evangélicos sean de derecha en bloque. Lo que hay, entre estos últimos, son grupos de representación y poder, que son los más visibles en los medios.
Lo importante en la elección es lo que pasa en la base y dependerá de cuál sea la fibra que se toque. Ahí se verá si el discurso de la amenaza, la violencia y el odio surte efecto. Los grupos evangélicos y católicos conservadores son los que gritan más alto en este momento, y es lo que más interesa difundir. Detrás de ellos hay mucho dinero y representación política. Pero no son los únicos que reinan en el campo de la espiritualidad brasileña. Causan mucha resistencia. Y este es el país de las sorpresas. Lo único que ya sabemos es que la elección será violenta. Esperemos que no desgarre el tejido social.