El 29 de julio de 1983 moría en México uno de los mayores cineastas del siglo xx: Luis Buñuel, aragonés de Calanda, donde había nacido en 1900 cuando el pueblo tenía 3.474 habitantes –hace un año ya eran 4.004–. Calanda era conocida por los estruendos de tambores que el viernes de Semana Santa resuenan durante horas, un rito primitivo, quizás pagano, aprobado por la santa sede desde el siglo xviii. Ahora se presume que el pueblo será también recordado como el lugar de nacimiento de un artista relevante, y que vivió su vida en conflicto con el Vaticano.
En apariencia sus películas fueron, en efecto, una larga blasfemia donde orgías sádicas son organizadas por Jesús, una bacanal repite la última cena con los discípulos, terroristas del niño Jesús ultiman gente por las calles, una banda de anarquistas fusila al papa, un largometraje de 102 minutos trae una antología de todas las herejías que han sido, hay novicias virtuosas dispuestas al libertinaje, curas rodeados de prostitutas despreciados por la sociedad, dos seminaristas atados a un piano con burros podridos encima, una cruz cubierta por cabelleras y nieve con un brioso pasodoble en la banda sonora. Esas irreverencias cuestionan a la sociedad y proclaman la libertad que permite que todo sea posible, sin causa y efecto como en el surrealismo, donde el individuo no esté prisionero porque el amor es libre, liberado de trabas sociales, culturales, religiosas, de la Iglesia, del ejército, de las autoridades y de los prejuicios burgueses que todo lo pervierten. Los sacrilegios procuran el sobresalto del espectador, “sacudir la masa de los nervios mediante la convulsión más violenta posible”, como proponía Sade, utilizando extremos de crueldad para remover los prejuicios.
EL OJO Y LA NAVAJA. Su primera película, El perro andaluz (1928) se abre con un intertítulo de cuento de hadas (“Había una vez”) mientras un hombre, el propio Buñuel, asienta una navaja de afeitar al pie de una ventana, contempla la noche, una nube delgada pasa por delante de la luna llena y la corta en dos. Junto al hombre una mujer quieta en un sillón, los ojos a lo lejos. La hoja de la navaja se aproxima al rostro de la mujer mientras la nube penetra en la luna; la navaja corta el ojo de la mujer cuyo contenido gelatinoso se derrama. La imagen cierra en negro. Luego seguirían 33 películas más a lo largo de 50 años. En sus filmes hay burros muertos por abejas y ratas por escorpiones, ciegos destrozados a palos, un hombre-tronco arrojado por una pendiente, una rubia impoluta torturada, enanos deformes, el badajo de una campana que es un pene y luego de inmediato la cabeza cortada de alguien, un documental sobre escorpiones mortales vistos por un entomólogo al comienzo de un relato dividido en cinco partes como el cuerpo del escorpión (en La edad de oro). Entre las enemistades de Buñuel estuvieron el Estado, la Iglesia, los curas, los militares, los burgueses, y desde 1936, Francisco Franco. Contra ellos empleó la ironía, el absurdo, en relatos minados por claves que Buñuel negaba pero le apasionaban. En La Vía Láctea los milagros que hace Jesús no sirven para nada, porque si a un ciego no se le enseña antes qué son las cosas que ve, con obtener la vista no gana nada. Los milagros son inútiles. Y las discusiones entre fanáticos de todo tipo también, con la peculiar inclusión de curas que impiden a una pareja de jóvenes hacer el amor, con discusiones teológicas a nivel de cocina sobre si el cuerpo y la sangre de Cristo están en presencia o en símbolo en la hostia consagrada, con curas locos atrapados y enchalecados por enfermeros justicieros, con prostitutas que hacen milagros cotidianos y vírgenes que se aparecen como en estampitas. En Viridiana un personaje contempla a un perro maltrecho que sigue a un carro al que va atado por una cuerda; en un gesto de caridad lo compra y lo lleva consigo seguro de haber cumplido una buena acción. Pero por detrás y sin que el personaje lo vea cruza otro carro con otro perro en dirección contraria: salvar a un perro no evita que otros sigan sufriendo, proteger a 12 mendigos por la caridad, como hace Viridiana, no es proteger a todos los vagabundos de España. La caridad, como los milagros, es inútil. Todo se convierte en un carnaval grotesco.
La mezcla de humor y ferocidad vincula el mundo de Buñuel con la novela picaresca y El lazarillo de Tormes que estaba lleno de ciegos, a quienes Buñuel odiaba porque él era sordo. Pero sus películas se relacionan más bien con la tradición del amor romántico (el amour fou surrealista) y tienen más contactos de los que pareciera con Goya (citado en El fantasma de la libertad) y Solana, realistas que deforman, enfatizan y pervierten objetos y personajes. Los críticos han establecido comparaciones con Velázquez, Quevedo, Valle Inclán, Galdós y hasta Cervantes. Los referentes son siempre españoles, quizás porque el carácter feroz de algunas imágenes llevan a la gente a pensar en la violencia pasional de España.
ESPAÑA, FRANCIA, MÉXICO, ESPAÑA. Luis Buñuel Porteles nació en una pequeña villa al sur de Teruel, más cerca de Valencia que de Castilla, primero de siete hermanos. El padre tenía 42 años y la madre 17, ambos aragoneses. El padre, Leonardo, luchó en Cuba contra Estados Unidos, se dedicó al comercio, volvió a Aragón, puso casa en Calanda y apenas nació su primogénito también en Zaragoza, y fundó con otros amigos El Heraldo de Aragón, diario liberal y culto que aún existe. Luis estudió en un colegio jesuita. Se aficionó a las ciencias, e hizo de El origen de las especies de Darwin su libro preferido. Entre 1920 y 1923 estudió filosofía y letras en la Universidad de Madrid, conoció y se hizo amigo de Federico García Lorca, Salvador Dalí, José Ortega y Gasset, Rafael Alberti, José Pepín Bello, Ramón Gómez de la Serna, con quienes convivió en el Hogar Universitario. Con algunos de ellos fundó y organizó el Cine Club Universitario, primero que existió en España. Practicó boxeo como aficionado, se convirtió en vegetariano, se hizo blasfemo para provocar el escándalo, la diversión de sus hermanas o la mirada sorprendida de los profesores. De emigrante a Madrid se vuelve emigrante a Francia en 1924, y allí se le abre el mundo: descubre el cine con Las tres luces, de Fritz Lang, conoce a Jean Epstein y lo asiste en tres películas, lee a los surrealistas, admira a André Breton, odia profundamente a Abel Gance, cuya obra destroza desde Cahiers d´Art, donde hace crítica cinematográfica desde 1927. Escribe poemas, los reúne bajo el título común de “Un chien andalou” pero no consigue editor. De paso por Calanda obtiene 135 mil francos de la madre para financiar su primera película pero los gasta antes, se asocia entonces con Dalí y la película se llama El perro andaluz, como podía llamarse cualquier otra cosa.
El filme lo introdujo al grupo surrealista, y a su primer compromiso social, la intención de cambiar el mundo cambiando a la gente. En los últimos años, sin haber cambiado al mundo ni a la humanidad, siguió detectando las calamidades de sus personajes pero con la calma que trae la vida, en una serenidad creativa sorprendente en alguien que reanudó su carrera artística a los 50 años, cuando Cannes descubrió que Buñuel estaba en México y había hecho Los olvidados, premiada en el festival. Hacía años había propuesto por primera vez que las cosas cambiarán cuando el mundo se rija por la libertad y el amor, dos principios surrealistas a los que se mantuvo fiel por medio siglo. Cuando se examina toda su obra por segunda vez se descubre que sus películas no están hechas con odio sino con amor y rabia, se descubren los cursos secretos de humor, sarcasmo y poesía que las transitan, una tercera capa de sentidos que encubren las apariencias de agresión y los propósitos revulsivos con que encubre su mundo personal. Cuando la República llega tras la muerte de Primo de Rivera, fue a España para filmar en Extremadura un documental que se llamó Las Hurdes, tierra sin pan y que sería el punto de vista de un entomólogo aplicado a seres humanos que viven en condiciones extremas de pobreza. La objetividad absoluta hace innecesario que transforme la realidad hasta resquebrajarla, como en sus dos primeras películas. Ésta es prohibida por la República y se exhibirá en España por primera vez en 1978 tras la muerte de Franco, sobre la copia francesa con texto de Pierre Unik con subtítulos en español. Igual que en sus dos filmes anteriores este fue “un de-sesperado, apasionado llamado a la muerte”.
Al estallar la guerra civil Buñuel se queda en España, crea un curioso experimento de cine popular con el sello Filmófono donde produjo cuatro bodrios folclóricos mientras colaboraba con documentales para la República, hace España leal en armas, llega a París en misión oficial, y al triunfar Franco emigra a Estados Unidos. Allí trabajó en múltiples tareas, hizo doblajes para Hollywood, se las arregló para entrar al Museum of Modern Arts (el moma), hizo dos películas de propaganda utilizando materiales de El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl, que nunca se exhibieron, y fue despedido del moma cuando se supo, por denuncia de su antiguo amigo Salvador Dalí, que él era el autor de La edad de oro, prohibida en Francia y por supuesto en el resto del mundo. Sobrevive con dificultad hasta 1947 trabajando como locutor de noticieros de guerra para América Latina y filmando películas publicitarias de Rockefeller. Ese año su amiga Denise Tual le propone adaptar La casa de Bernarda Alba, de Lorca, en México. El proyecto fracasa pero consigue que Oscar Dancigers le deje filmar en 1946 y 1949 un par de mamarrachos musicales en México, de los cuales el segundo tuvo cierto éxito de taquilla, de modo que Dancigers lo autoriza a rodar en pocos días y a un costo ínfimo Los olvidados, que premiada en festivales y con elogios de la crítica produjo más dinero del que el productor esperaba. En 1951 sorprendió a casi todos los críticos que identificaban todavía a Un chien andalou y La edad de oro con Dalí.
EL SURREALISMO COTIDIANO. Dicen que México es el país más surrealista del mundo y allí Buñuel se sintió finalmente en su casa. En cine, el melodrama, la comedia burda y los argumentos pueriles constituían la maquinaria industrial de la industria mexicana. Las películas de Buñuel son disparates que el propio autor resumiría en El río y la muerte con un comentario: “En este filme hay siete muertos, cuatro entierros y ya ni recuerdo cuántos velorios”. Pero esas películas rodadas en muy pocos días sin repetir tomas y sin muchos miramientos lo ejercitan en burlas socarronas que serán su marca personal hasta después de su regreso a Francia y su pasaje por España a comienzos de los sesenta. Algunas constantes memorables:
• La mujer a veces virgen provoca desastres simplemente por ser mujer en Susana la perversa (Rosita Quintana), Subida al cielo (Lilia Prado), Él (Delia Garcés), Ensayo de un crimen (Miroslava Stern), Viridiana (Silvia Pinal), Diario de una camarera (Jeanne Moreau), Belle de Jour (Catherine Deneuve), La joven (Kay Meersman), Tristana (Deneuve), Ese oscuro objeto del deseo (Carole Bouquet, Ángela Molina, las dos como un solo personaje que escapa del burgués que la persigue). Las mujeres perturban los hábitos burgueses y por lo tanto son altamente destructivas de los personajes masculinos. En ese juego las mujeres también son violadas o muertas. La culpa: los prejuicios sociales que impiden la libertad.
• En casi todas sus películas hay insectos: matan una mula (Las Hurdes), representan la muerte (final de El perro andaluz), andan escorpiones tan campantes (La edad de oro), una mosca peligra ahogarse (Viridiana), mueren aplastados (Ensayo de un crimen), quizás estén en una cajita de geishas en manos de un chino (Belle de Jour) o en la cajita de Ensayo de un crimen, insectos varios (La Vía Láctea). Es la vocación de entomólogo en paralelo con su observación científica de la especie humana.
• Los rasgos de conducta de los curas y monjas suele ser por lo menos divertidos: frailes que apuestan medallitas (El fantasma de la libertad), Cristo ejecuta una misa negra (La edad de oro), el cura Nazario se pierde cuando cree seguir su fe (Nazarín), signos de masonería asoman en un supuesto culto religioso (La ilusión viaja en tranvía), al pie de la columna en que Simón el Estilita hace equilibrio se suceden discusiones disparatadas entre curas (Simón del desierto), el protagonista loco de un melodrama va a parar al convento (Él), Viridiana y Belle de Jour son personajes que en ambos filmes actúan como si oficiar la prostitución fuera un culto religioso.
• Las inquietantes cajitas misteriosas que se repiten en La edad de oro con franjas diagonales, Ensayo de un crimen, Belle de Jour y Ese oscuro objeto del deseo.
• Datos diversos de fetichismo: en El perro andaluz (el muñón que un bastón mueve entre gente que mira en la calle), La edad de oro (el pie de la estatua), Los olvidados (las piernas desnudas de la madre Stella Inda), Él (el lavapiés en la catedral), Diario de una camarera (las botas de la camarera Jeanne Moreau), Viridiana (el traje de bodas de Silvia Pinal), Belle de Jour (las cuerdas que atan a Catherine Deneuve flagelada), Tristana (la pierna ortopédica de Deneuve). En esas imágenes se oculta el sentido burlón con que observa costumbres deformadas por la sociedad.
• Los absurdos extremos de conductas, sobre todo en La edad de oro (la reunión social de burgueses, la vaca en la cama, el nombramiento del protagonista como funcionario de Estado), y en El fantasma de la libertad, donde la búsqueda policial de una niña secuestrada que no está secuestrada (y participa ella misma de su búsqueda) desarticula los criterios racionales de la seguridad personal. Todo es alevosamente disparatado en buena parte de las películas de Buñuel. Una al pasar: en Simón del desierto, el santo amenaza ser seducido por el diablo convertido en mujer que le ofrece sus senos pero fracasa, hasta que razona y con un cuatrimotor a hélice trae a Simón al mundo moderno atravesando rascacielos hasta depositarlo en medio de bailarines de twist: el mundo moderno es el infierno cotidiano, claro.
• Los tambores de Calanda acompañan al marqués de Sade en La edad de oro, son el apoyo de la prolongada marcha victoriosa del padre Nazario en Nazarín, ocupan toda una secuencia de El fantasma de la libertad. Como Buñuel aseguraba que era sordo, los tambores probablemente le resultaban audibles, lo mismo que Mozart, Wagner y Beethoven, de quienes prefería los pasajes de más volumen para sus bandas sonoras.
LA REVOLUCION DE LA FORMA. En 1959 una película de Alain Resnais modificó la gramática cinematográfica. En Hiroshima mon amour, pasado, presente, imaginación y realidad se confundían en un solo presente continuo. La imagen cinematográfica es sólo presente, y sólo con recursos de lenguaje (esfumados, por ejemplo) el cine puede representar el pasado, porque los tiempos verbales no existen para el cine. La sorpresa del espectador de Resnais fue una película donde imágenes del pasado se inmiscuían en el presente, lo modificaban, y del mismo modo lo que se imaginaba se veía en un plano de igualdad con lo real documentado. Sin embargo, esta invención revolucionaria en 1950 existía exactamente del mismo modo en La edad de oro de Buñuel, que era de 1930, aunque fue prohibida a los seis días de su estreno por presión de Les Camelots du Roi y las Jeunesses Patriotiques, que destrozaron la sala, hasta 1980, cuando se exhibió públicamente por primera vez en Nueva York y al año siguiente en París.
La edad de oro, filmada a comienzos del cine sonoro, muestra una fluidez inusitada en la utilización del medio, cuando otros directores recién empezaban a explorar las posibilidades de diálogos cruzados o superpuestos, el monólogo interior, el sonido disociado de la imagen, el enlace sonoro entre escenas distantes, la música intencionada (aquí Tristán e Isolda) en contrapunto con los temas visuales. Formalmente tiene la estructura revolucionaria que Buñuel buscaba para su tema, y en un examen actual presenta rupturas dentro de secuencias, como en la nouvelle vague, elipsis en las relaciones temporales con saltos en el tiempo y rupturas espaciales que aproximan escenas distantes unidas por la banda sonora como en experimentos posteriores de Alf Sjöberg (La señorita Julia), que tampoco inventó nada. Un ejemplo es el sonido de la vaca que Lya Lys encuentra sobre su cama. El sonido sigue en la banda sonora aún después de que la vaca ha desaparecido y se prolonga sobre una escena distante donde Gaston Modot marcha entre dos policías. El relato retoma a Lya Lys con el sonido de la campanilla asociado a ladridos de perros que no se ven y que terminan disueltos por el rumor del viento. El procedimiento sugiere la unión entre ambos personajes, pero las dos escenas ocurren a quilómetros de distancia y ni siquiera son necesariamente simultáneas. En otra escena donde los rostros de los amantes aparecen impasibles en la pantalla, en la banda sonora cruza un diálogo que puede pertenecer al pasado o al futuro o puede simplemente no ocurrir. Poco después una imagen rompe la continuidad visual mostrando a la mujer envejecida y surcada de arrugas veinte años después, por simple corte, sin fundidos en negro ni disolvencias de una imagen sobre otra. De ahí a Hiroshima mon amour la distancia era poca.
La misma forma por asociaciones libres está en Belle de Jour, La Vía Láctea, El discreto encanto de la burguesía, El fantasma de la libertad y Ese oscuro objeto del deseo, que fueran hechas entre 1966 y 1977, veinte años después de la revolución francesa de la nouvelle vague, aunque La edad de oro era 29 años anterior a Resnais. Después de Buñuel el cine ya no era el mismo.
[notice]El lío de “Viridiana” en Cannes
Cuando Buñuel anunció que se disponía a filmar en España, otros exiliados españoles se volvieron muy críticos. Cambiarían de criterio poco después, cuando Viridiana ganó el gran premio de Cannes. Georges Sadoul lo contó así:
“Inmediatamente después de que Jean Giono anunció que la Palma de Oro había sido asignada a Viridiana, el director general de Cinematografía de España, José Muñoz Fontán, subió, radiante de alegría, a la tribuna. Tomó el trofeo y el pequeño estuche que contenía el trofeo y se puso a sonreír, bajo los aplausos. Cerca de cincuenta o cien fotógrafos lo acribillaron encarnizadamente, como en una escena de La dolce vita. Danielle Darrieux y Jean Marais le habían entregado el Gran Premio. Dos días después L’Osservatore Romano publicaba un artículo destacado enjuiciando sin miramientos dos películas: Madre Juana de los Ángeles, de Jerzy Kawalerowicz (Polonia), y Viridiana. Por primera vez en la historia de los festivales internacionales de cine, a las habituales exhibiciones de impudor ha venido a unirse una serie de representaciones blasfemas”.
Se le secó la sonrisa al director de Cinematografía, en España se silenció toda noticia sobre el filme, sobre el premio y sobre la declaración del Vaticano. El Consejo de Ministros con la presidencia de Franco expulsó a Muñoz Fontán, investigó a los censores que habían aprobado la película y comenzó el escándalo. Mientras tanto, el productor mexicano Gustavo Alatriste hacía valer sus derechos y daba difusión internacional a una película que sin más explicaciones estaba prohibida en su país de origen.
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Buñuel y el tiempo
El fantasma de la libertad
Por Rosalba Oxandabarat
Desde los rigores de un colegio jesuita y los tambores de Calanda a la más rompiente modernidad de su tiempo, Buñuel atravesó casi todo el siglo xx. Vivió en su pueblo, en Zaragoza, en Madrid, en París, en Estados Unidos, en México, y eso que detestaba viajar. Hizo algunas de las películas más provocadoras de la historia del cine, y en algunos asuntos se pinta a sí mismo como un conservador. Fue un gran amigo de sus amigos –que ocupan buena parte de sus memorias–, pero no vacilaba en cantarles las crudas o trompearse con alguno.
Quizá hoy poco y nada impresione un mundo en el que convivían las vanguardias artísticas y las búsquedas y definiciones ideológicas más extremas. Cuando se sucedían los desplantes más estrafalarios y provocaciones casi infantiles, pero no menos violentas, a lo que fuera o pareciera burgués, o nacionalista, o religioso, con posiciones de vida o muerte en relación a las dos guerras, una delante de la otra, que llevarían al Occidente europeo a las masacres más cruentas. Es decir, Stalin, los partidos comunistas, los grupos anarquistas, los fascistas, los espías de uno y otro lado, las definiciones absolutas, y a la vez cuadros, películas, fotografías, manifiestos artísticos, peñas interminables, cenáculos cambiantes –y hasta rivales–, es decir, Breton, Man Ray, Magritte, Péret, Aragon, Tzara, Paul Eluard, Max Ernst, Georges Sadoul… (la lista es mucho más larga, y además, injustamente quedarían afuera muchos que no alcanzaron la fama de algunos de los nombrados). Y ahí, ubicuo y estoico, testigo y protagonista, Buñuel (Woody Allen hace a Owen Wilson encontrarse con algunos de ellos, incluido Buñuel, en Medianoche en París).
Él anduvo por ahí, apasionado y a la vez alerta, como obedeciendo a ancestrales instintos campesinos, para protestar o mandarse mudar cuando las cosas tomaban un cariz que le desagradaba. Sus protestas eran temibles. Estuvo buscando a Eisenstein, a quien había admirado fervorosamente por El acorazado Potemkin, para abofetearlo después de ver Sonate de printemps, “en la que salía un piano blanco en un campo de trigo mecido suavemente por el viento, unos cisnes que nadaban en un estanque de estudio y otras canalladas”. Destrozó, en Hollywood, un árbol de Navidad en la casa del humorista Tono, indignado porque un actor recitó unos versos impregnados de patriotismo. Prohibió a la familia de su mujer asistir a su boda, no porque tuviera nada contra ella sino porque “la familia, en general, me parecía odiosa”. Cuando García Lorca, a instancias de Dalí, le lee su recién escrita Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, lo corta con un rotundo: “Basta, Federico. Es una mierda”. El inesperado éxito, cuando se estrenó Un perro andaluz, salvó al público de las piedras que Buñuel tenía preparadas en su bolsillo, para caso de abucheos.
Más allá de sus películas –pero sobre todo con ellas– un personaje inclasificable. Sólo es posible dejarse atrapar por su encanto más bien cazurro y bronco –aragonés al fin–, o quedar en la intriga total, algo plausible en esta época de búsqueda de explicaciones, de sed de coherencia, de definiciones sociológicas y psicológicas, de “si piensas esto tienes que hacer lo otro”, y viceversa.
Buñuel transitó el siglo, se impregnó de sus aires, estuvo en el colectivo surrealista, militó por la República española, trabajó por dinero, recomenzó a una edad en que muchos emprenden la retirada, fue reconocido al más alto nivel y se las arregló para seguir siendo él, con sus contradicciones, sus manías, sus obsesiones, sus sueños. Como bien puede comprobar quien frecuente las decenas de páginas a él dedicadas, y sobre todo, el fundamental libro de memorias Mi último suspiro (Plaza y Janés, 1982), una especie de recuento libre que hace Buñuel de su vida, dictado a su leal colaborador Jean-Claude Carrière. Un libro cuya lectura causa un placer adictivo, que conviene satisfacer de tanto en tanto. Escrito ya cerca del final de su vida, cuando Buñuel se aprestaba a encontrarse, ahora de verdad, con la muerte que lo había acompañado, como sueño, creación y curiosidad morbosa, desde la infancia. Lo hace con serenidad, hasta pensando en una broma final para sus amigos. Con la certeza, quizá, de haber comprobado a lo largo de los años: “No eres libre como imaginas. Tu libertad no es más que un fantasma que va por el mundo con un manto de niebla. Cuando tratas de asirla se te escapa sin dejarte más que un rastro de humedad en los dedos”.
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