Algunos lectores conocerán el episodio uruguayo de la serie de la BBC Parts Unknown, obra del gran cocinero y periodista norteamericano Anthony Tony Bourdain.1 Descontando su incursión por la pizza del bar Las Flores, vimos cómo el gringo se regodeaba en una ingesta de carne vacuna de dimensiones desafiantes, incluso para un estómago oriental. En su libro Los sabores de la nación,2 Gustavo Laborde, en cambio, va mucho más allá que este cowboy de la culinaria. Esta vez, el antropólogo uruguayo emprende una recorrida por la paradójica empresa de sustituir –por así decirlo– el mantel por la bandera.
Hace más de una década que Laborde nos contó cómo fue que nos creímos el cuento de que la devoción por el asado de tira es la quintaesencia del patriotismo, y nos reveló cómo fue la cocina de ese laborioso (y sorprendentemente reciente) mito nacional.3 Ahora, tras recorrer más de un siglo de recetarios uruguayos, papeles tan viejos que preceden la fundación de San Felipe, así como escenas y testimonios relevados durante años de trille por el mundo de la cocina, la reconstrucción que realiza de las relaciones entre la identidad de los uruguayos y su tradición gastronómica confirma que las cacerolas aportan mucho acerca de nuestro trayecto cultural: de la dimensión de ciertas angustias, de nuestras utopías y de nuestros olvidos.
—Gustavo, ¿qué diablos es la chatasca?
—Un plato que se prepara a partir de charque machado y dividido en hebras, acompañado de diversas maneras. [El diccionario de americanismos de las academias de la lengua propone ají, maíz, zapallo.]
—El plato, contás en tu libro, estaba incluido en el primer recetario editado en Montevideo, a fines del siglo XIX, inscripto en esa primera onda que bautizás cocina criolla y que recogía tradiciones culinarias que olvidamos…
—Charque (sea quechua o aimara) es un término andino. La cocina criolla tiene una importante influencia del espacio andino, no muy bien reconocida ni incorporada conscientemente. La mazamorra, los locros, la carbonada son otros ejemplos. Es que, aunque éramos un arrabal, pertenecimos durante tres siglos al virreinato del Perú. La otra corriente importante, tampoco reconocida ni incorporada a la conciencia, es la guaraní-misionera, de la que te cito el mate que estás tomando, para empezar, y la fariña, que está muy presente en los primeros recetarios y en las costumbres, sobre todo de la gente mayor de la campaña.
—Los platos que referís implican asumir que existía una cierta producción agrícola en los tiempos coloniales de la que tampoco se habla mucho. Vos recordás que, en Viaje de Montevideo a Paysandú, Dámaso Antonio Larrañaga habla de una cena «sazonada al estilo del país», lo que quiere decir que «en todo entra el zapallo».
—Sí, el zapallo es endémico. Esta es parte de la zona de origen de esa cucurbitácea máxima. Había chacras y quintas, y en Colonia había una producción triguera importante. Es interesante destacar que aquí se escribió uno de los primeros tratados sobre agricultura de la región, el de Juan Manuel Pérez Castellanos. Pero en Uruguay la frontera agrícola tradicionalmente nunca superó el 10 por ciento de la superficie. La mandioca y la yerba siempre fueron importadas. De todos modos, finalmente, razones comerciales hicieron más conveniente la ganadería y yo creo que la ausencia de un campesinado agrícola condicionó bastante el tipo de cocina que tuvimos. En otros países de la región, tenías masas importantes vinculadas a la producción agrícola.
—A la cocina que plantean los primeros recetarios no la llamás nacional, sino criolla. ¿Por qué?
—Porque es una propuesta que se da dentro del marco discursivo del criollismo, que era un movimiento común a muchos países de América Latina, que busca la encarnación del ser nacional en los habitantes de las zonas rurales. Además, hacia 1870 Uruguay todavía no existía propiamente. Por otra parte, hay un debate entre dos dimensiones del criollismo. Hay una más cosmopolita, que incorpora el lenguaje de la modernidad, sus prácticas, sus banquetes, su cortesía. Es muy afrancesada. Los menús de esos banquetes se escriben en francés y ponen en pie de igualdad las grandes especialidades de la cocina francesa con los platos nacionales: la carbonada à l’orientale, por ejemplo. Es una operación simbólica en la que las elites se reconocen en la cultura metropolitana y se ponen de igual a igual respecto a esta. Sin embargo, esta visión va a fracasar en alguna medida frente a otra versión, que propondrá un criollismo mucho más ensimismado, centrado en la figura del gaucho, en la que tendrá una gran importancia Elías Regules, con su revista El Fogón, y que generó formas de sociabilidad propias a partir de centros criollistas. Eran ámbitos donde se ponía en escena todo un repertorio de gestos, donde se comía a la criolla, se bailaba a la criolla. Sin embargo, a esos centros no iban tanto los criollos viejos, sino los nuevos ciudadanos y, sobre todo, los inmigrantes, que deseaban incorporarse a la sociedad de acogida y cuya integración no era tan fácil como suele presentarse.
—Señalás que esta reinvención del gaucho post mortem tiene que ver con el ocultamiento de la herencia misionera.
—Sí, este es un gaucho bastante blanqueado. Ya en torno al Novecientos la yerba Armiño se promocionaba como «la yerba de los gauchos». Como que había que criollizar el mate para aceptarlo. No se la conceptualiza como bebida indígena. Había que blanquearla para aceptarla como bebida nacional.
—Cuando comenzás a tratar la etapa siguiente –la de la cocina ahora sí uruguaya de la primera mitad del siglo XX–, hacés un comentario que me recordó un diálogo entre Juan Carlos Onetti y Carlos Quijano, cuando el director de Marcha le pidió a Onetti que escribiera sobre literatura nacional y este quiso negarse diciendo que tal cosa no existía, y Quijano replicó: «No se preocupe. Yo hace décadas que escribo sobre política nacional, que tampoco existe».
—Sí, me pregunto si la identidad nacional se afirma en su propia negación, porque el debate sobre la identidad es, por cierto, recurrente en nuestra historia intelectual y también su negación. De modo que esta negación también termina constituyendo esa identidad.
—¿Y ese debate puede ser oscurecido por la búsqueda obsesiva del origen de los platos, por ejemplo?
—En eso recurro al historiador francés Marc Bloch, que habla del ídolo de los orígenes. Él señala que muchas veces se busca explicar un fenómeno comprendiendo sus orígenes. Usa una metáfora: el roble no es la bellota, dice. Todos los robles vienen de una bellota, pero no todas las bellotas se transforman en robles. Ese ídolo de los orígenes está muy presente en los estudios alimentarios. Yo digo que son el último reducto del difusionismo, una concepción antropológica de principios del siglo XX que intentaba explicar los cambios culturales a partir de un centro de origen y su difusión, paradigma que se abandonó porque nadie niega que puede haber rasgos culturales muy similares, pero que no tienen vinculación ni en el tiempo ni en el espacio. Pero en la cocina seguimos insistiendo en la discusión sobre de dónde viene esto o aquello. La pizza se prepara desde fines del siglo XIX en Uruguay. La primera pizzería de Milán se abre en 1950, medio siglo después de lo que ocurría en Montevideo, en Buenos Aires, en Nueva York y en otros lugares que tuvieron una inmigración del sur de Italia temprana e importante. Ahí te das cuenta de que no importa tanto el origen, sino el desarrollo de las cosas. Las primeras vinificaciones se hicieron en la zona donde hoy están Irán e Irak. Sin embargo, el desarrollo del vino se va a producir en la cuenca norte del Mediterráneo y luego se va a abandonar, en su lugar de origen, por cambios ocurridos en el clima político y religioso. Y hoy a ningún francés, italiano o español se le va a ocurrir decir «el vino no es nuestro». Es decir, la cuestión del origen tiene su interés, pero no es suficiente para construir una explicación.
—¿Por eso podés hablar de una cocina uruguaya a pesar de sus complejos de importadora?
—Nadie niega el fútbol uruguayo, ¿no? Lo que va a ocurrir desde la aparición de La cocinera oriental, que aparece significativamente en 1904, el año de la paz, es la publicación de una serie de recetarios que ya desde el título invocan un nosotros político. Y ahí empiezan a aparecer recetas cuyos nombres intentan imponer una retórica nacionalista en la cocina: picadillo a la oriental, perdices a la Montevideo. Pero esto es un recurso meramente discursivo. No hay nada que distinga estas recetas en su formulación. Si yo te digo a la provenzal, sabés que hablo de ajo y perejil, pero acá no pasa eso. En La cocinera económica, escrito por una mujer vinculada a los sectores dirigentes del Partido Nacional, van a aparecer papas Saravia, huevos Diego Lamas, mejillones a la moda de Pocitos, cordero Parque Hotel, toda una serie de recetas con nombres inventados que buscan la identificación de las personas. Esos recetarios son La cocinera oriental, La cocinera económica, La cocinera uruguaya, El gastrónomo y El consultor de la buena cocinera, que tiene un prólogo muy interesante escrito por un sacerdote. Ahora que se habla de ideología de género, ese sí que proponía una ideología de género: dice que es la mujer la encargada de la cocina y los cuidados de los hombres, y la mujer es la madre, la abuela, la hermana y la niña: en hacer que el varón se sienta en su casa está el verdadero triunfo de la mujer. Ese libro contiene una receta que se llama lengua de vaca a la feminista, lo cual es evidentemente un gesto sarcástico. Todo este conjunto de recetarios va a tener un gran éxito editorial entre 1904 y 1940, pero desaparece sin dejar rastros. Por eso digo que es un proyecto fracasado.
—¿Cuáles son tus explicaciones de este fracaso?
—Creo que triunfa la idea, forjada en el centenario, de que somos un país europeo: que somos todos bajados de los barcos y que, entonces, nuestra cocina también lo es. Por lo tanto, incluso los platos indiscutiblemente uruguayos llevarán nombres extranjerizantes: pan marsellés, chivito canadiense, capeletis a la Caruso, pamplona. Todas cosas que ni los argentinos nos niegan. Es decir que lo uruguayo no tendría prestigio. Y esa idea de que somos bajados de los barcos se va a repetir hasta entrado el siglo XXI. Hugo García Robles, en el primer libro que intenta hacer una historia de la cocina uruguaya, que es El mantel celeste, empieza diciendo eso: a diferencia de lo que sucede en México y en Perú, no quedan rastros indígenas en nuestra cocina.
—Tomando mate, lo dice. Sergio Puglia afirma lo mismo…
—Sí, y con muchos más matices lo dice también Ángel Ruocco, en el prólogo a Las recetas de siempre, de Hugo Soca, que es de 2010. Sigue siendo una idea dominante. Creo que en el fondo hay una actitud profundamente racista, que en su versión más descarnada está afirmando: «Está bien, no somos Europa, pero no somos esa chusma indígena que es Bolivia, Paraguay, Perú». Una idea que encontró su legitimación intelectual en la tesis del antropólogo brasileño Darcy Ribeiro de que somos un pueblo trasplantado; por suerte, hoy muy contestada. Además, los avances de la antropología biológica han permitido demostrar mediante la tecnología genética la relevancia del aporte indígena, sobre todo en los departamentos del norte del país. Hay un artículo precioso de Mónica Sans y otras autoras que narra una investigación que realizaron en el Hospital Pereyra Rossell y en otro hospital público. Los índices de incidencia indígena que hallaban eran tan altos que las investigadoras supusieron que estaban haciendo algo mal. Hasta que se dieron cuenta de la razón: se llama clase. No habrían encontrado esos índices en sanatorios privados.
—Durante la dictadura parece no haber pasado nada en términos de pensamiento culinario, ¿no?
—La dictadura, con su temor a lo foráneo, lo que hace es retomar el discurso criollista con el gaucho como centro. Empanadas, tortas fritas, asado. Eso era lo nuestro. Lo que creo que terminó generando fue una reacción de gente que sentía que ese discurso sobre nuestra identidad estaba agotado. Pero entonces, después de la dictadura, va a producirse una revisión sobre el aporte indígena en nuestra historia. Algunos autores sostienen que esto puede explicarse a partir del pecado original de nuestro Estado: en el primer año de su existencia como Estado independiente, se produce la Matanza de Salsipuedes. Y mucha gente asociará eso a la dictadura: uruguayos contra uruguayos. Y comienza una revisión…
—El Bernabé, Bernabé, de Tomás de Mattos…
—Sí, el mayor best seller de la novela histórica uruguaya. Y obras de teatro, como Salsipuedes, de Alberto Restuccia y Luis Cerminara. Y, además, tenés, en 2002, con el gobierno neoliberal de Jorge Batlle, que se repatrian los restos de Vaimaca Perú. Se organiza un cortejo oficial por 18 de Julio para que toda la ciudadanía los salude y se los entierra en el Panteón Nacional con su penacho. Esta reivindicación va a llegar algo más tarde a la cocina, en un proceso que tiene que ver con dos agendas. Una es esta, la local, la revisión del aporte indígena, y también hay una agenda internacional, que tiene que ver con la expresión local de lo global. Hay una valoración global de lo local y eso es particularmente elocuente en la cocina. Es el momento del ascenso de las cocinas mexicana y peruana, que se mueven hacia la cocina más tradicional, más singular. Esto tiene que ver también con el desarrollo del turismo.
—¿Esto empieza en Asia?
—Sí. La gastrodiplomacia empieza en Tailandia. Pero esto calza muy bien con los discursos sobre la sustentabilidad, sobre lo ecológico. Así, se reivindican los productos locales y los frutos nativos, como hace Laura Rosano en sus libros, y también está la promoción de los productos de la laguna de Rocha, el cangrejo sirí y otros. Ahora, atrás de todo esto también está el Estado. El Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria y la Facultad de Agronomía hace más de 20 años que trabajan sobre los frutos nativos. Y en el caso de la laguna tenés el Programa de Conservación de la Biodiversidad y Desarrollo Sustentable en los Humedales del Este (Probides), que es una consecuencia de convenios que Uruguay suscribió como miembro de las Naciones Unidas. De este modo se establece una convergencia de la agenda local y la global.
—¿Así llegamos a la etapa que denominás cocina nativa?
—La nombro así para agruparla de alguna manera, pero nadie emplea ese término. Para que esa cocina existiera, hay que mencionar, además, el desarrollo del turismo, que significa una clientela que demanda experiencias singulares, y la cocina es una de ellas. También el hecho de que la cocina se haya convertido en una profesión glamorosa. Recuerdo que un viejo cocinero español me contaba que de joven, cuando iba a bailes, mentía otra profesión por miedo al desprecio. Hoy es cool ser cocinero y la oferta educativa para el sector se multiplicó. Todo eso generó lo que denomino, en el sentido de Pierre Bourdieu, un campo. No sé qué futuro tendrá esto. Se han publicado recetarios como los de Rosano; Alejandro Sequeira está produciendo cosas que van por el mismo lado. Hace pocos años, Conaprole sacó una línea de helados de frutos nativos. Hay chocolates de arazá… Los cocineros están usando esos productos, pero creo que esa tendencia ha decaído un poco. Ahora se puso de moda el llamado forrajeo. La madre de una cocinera que trabaja en Punta del Este y que vos conocés ahora la llama el terror de las cunetas, porque sale al campo a buscar vegetales, como el caraguatá, que es una de las plantas que antes ni considerabas y ahora se emplean para ornamentar los platos. Esto empezó con René Redzepi, en el restorán Noma. Después de que la cocina francesa había reinado durante dos siglos, viene el catalán Ferran Adriá y abre El Bulli, con su propuesta de cocina molecular, y todo el mundo se puso a cocinar con nitrógeno y se convenció de que por ahí iba la cosa. Entonces vino el danés del Noma, se fue al campo a recoger líquenes y hierbas de los bosques cercanos a Copenhague, los ponía en el plato y te cobraba una fortuna. Y eso se puso de moda. Pero, más allá de modas, tiene mucho que ver con esta nueva sensibilidad.
—¿El desexilio tuvo algo que ver con todo esto?
—Claro. La gente llegó con pautas más cosmopolitas, y a partir de los noventa, con el abaratamiento de los viajes, esto se hace todavía más intenso. También porque llegan nuevos productos. Allí es donde nos reconectamos con el aceite de oliva. Y empezaron a llegar cocineros extranjeros. Cambia la economía y cambia la cocina.
—Pero, entonces, ¿la cocina nativa es un campo bourdieusiano, pero no una ideología, digamos?
—Estos cocineros comparten algunos conceptos: preferir productos de estación, productos locales, el discurso ecológico. Rosano está vinculada al movimiento slow food y a la Red de Agroecología. Claro que nadie articula todo esto, pero hay algo ahí. Aunque otros cocineros, que defienden más o menos lo mismo, no tienen conciencia de que la propuesta es una perspectiva política de la cocina, cuando lo es y profundamente.
- Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=vWt9t0Kk9ms.
- Los sabores de la nación: cocina e identidad en la historia del Uruguay, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2022.
- El asado: origen, historia y ritual, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2010. Este año salió una nueva edición, gráficamente muy bella.
COMER E INCORPORAR
Hay horas de viajar a las raíces. Laborde cuenta en su libro que los primeros recetarios mexicanos –como pasaron décadas sin competidores regionales– fueron tenidos por «cocina americana» (todavía no se decía Latinoamérica). Y eso, más allá de que entre las preparaciones que enseñaban no había tamales, enchiladas, quesadillas, mole, nada de indio. Válgame Dios.
Los primeros recetarios publicados en Montevideo tenían un don de amplitud. El del cocinero del presidente Julio Herrera y Obes, Francisco Figueredo, que, por supuesto, era negro, incluía recetas «a la porteña», «a la riograndense», «a la bahiana», «a la americana». Los sabores de la nación no incluye las últimas novedades, las que la gente del Caribe viene instalando desde hace poco más de diez años. Pero, aunque no sería leal revelarlos, el antropólogo hace rato tiene sus propios secretos para la preparación de arepas.
Si es razonable que nuestro relativamente desarrollado sector gastronómico pueda ofrecer –a propios y a ajenos– los mejores sabores que el pago puede dar, quizá sea hora de repensar el proyecto, en términos, al menos, de cuenca del Plata. «Comer es incorporar», recuerda Laborde en las últimas líneas de su libro.