El contubernio entre Alejandro Astesiano y los altos mandos de la Policía fue una de las derivaciones más significativas de este caso. Una trama de favores, afinidades políticas y prácticas reprochables dejaron al descubierto un viejo esquema de relacionamiento entre los partidos tradicionales y amplios sectores de la corporación policial. Los oficiales que fueron designados para los cargos más importantes al inicio de este gobierno ya no están en sus puestos. La divulgación de las comunicaciones entre Astesiano y algunos de los exjerarcas, intensificada por el encuadre noticioso que se hizo del tema, permitió observar una parte de los vínculos entre un poder político que delega funciones a la Policía a cambio de resultados en materia de seguridad y un conjunto de altos oficiales que pretende mantener posiciones de poder dentro de la estructura institucional. El gobierno había aprovechado las capacidades de una Policía fortalecida durante las gestiones del Frente Amplio (FA) para introducir liderazgos de corte represivo y restaurar la matriz clientelar. Pero los malos resultados en seguridad y las consecuencias del caso Astesiano obligaron al ministro a apelar a figuras policiales de corte más técnico y profesional. Las nuevas autoridades designadas tienen un perfil distinto, aunque su margen de maniobra seguramente no sea muy amplio.
¿Acaso la contraposición más importante que podemos hacer en el campo policial es entre lo represivo y lo profesional? Los abordajes políticos oscilan entre esas posibilidades y coinciden en la necesidad de fortalecer a una institución que consideran como la más importante a la hora de controlar y reducir el delito. Los discursos políticos y sociales han dejado de pensar y problematizar a la Policía en clave de transformación. Sin embargo, las implicancias de la «asociación para delinquir» enquistada en la Torre Ejecutiva iluminan un problema mucho más serio en la interna policial. Y eso exige una reflexión específica, que no caiga en la minimización (son casos aislados) ni en la generalización (la Policía es una institución corrupta). Esencializar o idolatrar la función policial puede ser tan inconveniente como negarla con base en prejuicios.
Desde que asumió este gobierno, lo que tenemos en materia policial –más allá de la retórica vacía del respaldo– es una marcada debilidad político-programática, un proceso de desprofesionalización y una impronta de gestión que le da la espalda a la transparencia. Si bien estos aspectos tienen una intensidad de coyuntura, no dejan de proyectarse como rasgos mucho más estructurales. Esta es la razón para reivindicar un pensamiento y una práctica transformadores de esa zona del Estado. Sobre esta base, proponemos cuatros grandes desafíos para abordar la problemática policial en nuestro país.
LIMITAR EL AUTOGOBIERNO CORPORATIVO
El primer desafío consiste en identificar el lugar que la Policía debe tener en el marco de una política integral de seguridad. Históricamente, ha ocupado un espacio central y casi excluyente, lo que ha redundado en mayores niveles de autonomía y fortalecimiento material. El sistema político le asigna recursos, le vota normas para ampliar los márgenes de actuación discrecional e interviene en la regulación de intereses internos. Y todo ello a cambio de la promesa eterna de bajar los delitos. Sin embargo, es improbable que las decisiones políticas reasignen el lugar de la Policía dentro del conjunto de actores e instituciones que pueden llegar a sostener un sistema de seguridad. Tampoco es frecuente que haya iniciativas sobre cuestiones doctrinarias, programáticas, y mucho menos sobre medidas para incidir en las prácticas cotidianas de trabajo. Si la política no respalda las pretensiones corporativas, las resistencias no tardarán en hacerse oír.
Una política de seguridad con fuerte anclaje en la inclusión social y en la prevención tiene que asignar un rol muy claro a la Policía y, para ello, no hay más remedio que limitar sus niveles de autogobierno corporativo. Durante el primer gobierno del FA, algo se quiso ensayar: por un lado, se crearon nuevas instancias técnico-políticas de carácter civil en el Ministerio del Interior para fortalecer, precisamente, el órgano de conducción política de la Policía y, por el otro, se creó la Dirección de Convivencia y Seguridad Ciudadana con la pretensión de diseñar y ejecutar proyectos preventivos distintos a los policiales. Si bien los proyectos nunca fueron pensados para excluir a la Policía (sino para reconfigurar su rol y complementar el arco de acciones), desataron profundas resistencias internas.
UN DIAGNÓSTICO NECESARIO
El segundo desafío se relaciona con la necesidad de tener un diagnóstico institucional profundo sobre la organización y el funcionamiento de la Policía. Conocer sobre qué modelos de gestión se asienta, cuáles son sus prácticas, sus procesos, sus niveles de productividad, sus vulnerabilidades materiales y de recursos humanos son requisitos básicos para cualquier estrategia de conducción de la Policía. Se ha consolidado un modelo de gestión con base en la prevención aleatoria, la represión selectiva y la investigación deficiente. Aun así, la Policía uruguaya se ha dejado permear por los impactos de las nuevas olas en materia de gestión: la Policía Comunitaria y el patrullaje inteligente fueron los más significativos, al tiempo que el modelo de «policiamiento orientado a la resolución de problemas» y el de la «inteligencia criminal» quedaron en un espacio de incertidumbre. A partir de supuestos nunca explicitados públicamente sobre los históricos niveles de corrupción de la Policía Preventiva, las últimas dos administraciones del FA priorizaron la expansión de la Policía militarizada (Guardia Republicana) y la reestructura de la prevención policial a partir del uso de información y el patrullaje sobre «puntos calientes». Más allá de estas experiencias, hoy en día nos hemos quedado sin metáforas para imaginar espacios de transformación del trabajo policial.
EL TIPO DE PRESENCIA EN LOS BARRIOS
La indefinición de modelo (o mejor será decir la adaptación continua a un modelo tradicional predominante) nos deja en la puerta de un tercer y crucial desafío. A medida que la Policía tiene que regular su trabajo en zonas de alta vulnerabilidad social y de criminalidad compleja, su rol se hace más problemático. Los relacionamientos arbitrarios y violentos con la población más pobre y la emergencia de mercados ilegales enquistados territorialmente han colocado a la Policía en un problema decisivo, cuya profundidad real desconocemos y que se reproduce por fuera de cualquier reconocimiento político o social. Solemos creer que la Policía es la institución del Estado encargada de hacer cumplir la ley, pero eso en general no es así, y mucho menos en los barrios más vulnerables y con mayores niveles de violencia. Allí la Policía cumple con la función de regular –a veces, sin éxito alguno– un orden social. El problema no es tanto la ausencia del Estado como el tipo de presencia, que ha oscilado, con implacable silenciamiento político, entre las irrupciones violentas y la participación (por acción u omisión) en las redes de ilegalidad.
Así como hemos entrevisto en las últimas semanas el consentimiento político que hizo posible la trama de corrupción liderada por Astesiano, es posible suponer algo semejante a la hora de justificar ciertas intervenciones policiales que combinan lo legal con lo ilegal. Ningún emprendimiento ilícito se puede instalar en un territorio, y prosperar, sin importantes niveles de complicidad institucional. Más que apelar al recurso de la inteligencia criminal para terminar con las bandas, hay que reducir la intensidad de la violencia que esas dinámicas originan y desarticular las imperceptibles formas de participación estatal en la regulación de los mercados ilegales. ¿Por qué ha caído dramáticamente la tasa de esclarecimiento de los homicidios? ¿Solo por desinterés institucional ante lo que se consideran «ajustes de cuentas» o solo por los miedos instalados a la hora de brindar testimonios?
PROFESIONALIZACIÓN
Por último, el cuarto desafío supone iniciar un camino de profesionalización de la Policía sobre la base de la expansión y la articulación de distintos modelos de gestión: el comunitario, el preventivo, el orientado a la solución de problemas y el de la inteligencia para la conjuración de la criminalidad organizada. Cualquier movimiento, por mínimo que sea, desata resistencias, y toda pretensión de romper con los equilibrios actuales debe entender que hay resistencias políticas (gestionar la promoción de carreras políticas es más rentable que habilitar procesos de transformación), corporativas y también sociales (la Policía tiene una base ancha de legitimidad y cualquier suspicacia se coloca en la dimensión de «antipolicía»). Por todas estas razones, son claves la acumulación de conocimiento, el fortalecimiento de la voluntad política, el enrolamiento de aliados internos y la promoción de la participación y el control sociales. La Policía es una institución del Estado y, por lo tanto, sus problemas nos competen a todos. Subordinada a una política de inclusión social y de igualdad, la Policía tiene que trabajar sobre los principios de la eficacia preventiva, la legitimidad de sus procesos y las capacidades para abordar la criminalidad más compleja.