Un poco de fidelidad - Semanario Brecha
Con el cineasta portugués Pedro Costa

Un poco de fidelidad

Esta semana, en el marco de la Semana del Cine Portugués, Cinemateca Uruguaya proyectó un ciclo especial que incluía una amplia retrospectiva sobre su obra. Costa estuvo presente en Montevideo para presentar las funciones y dialogar con el público.

↑ Héctor Piastri

—Comencemos hablando sobre Fontainhas, barrio en el que se desarrollan la mayoría de tus películas. Luego de rodar en Lisboa O sangue, filmaste Casa de Lava en Cabo Verde y volviste a Portugal con la maravillosa Ossos, primera que transcurre en este barrio. ¿Qué te interesaba, entonces, de Fontainhas?

—Descubrí el barrio Fontainhas precisamente porque en Cabo Verde, cuando estaba rodando Casa de Lava, las personas que habían participado en la película me pidieron que trajera mensajes, cartas, paquetes para sus familiares que habían emigrado a Lisboa. Así que fui a ese barrio, que era un suburbio, a entregar esos envíos. Fue un momento en el que estaba entre películas, indeciso, con dudas sobre qué hacer, y tuve una especie de encuentro con la población del barrio, un encuentro feliz. Me quedé maravillado con muchas cosas: la lengua, los colores y, sobre todo, algo que era muy visible en ese momento, una especie de solidaridad, algo que no existía ni en la ciudad ni en mi universo. Lazos entre las personas que se protegían, que se ayudaban, y eso fue lo que más me entusiasmó. Ahí pensé: «Podría quedarme aquí e intentar escribir, oír, escuchar historias, incorporarlas en una película». Fue un poco así, y me quedé durante muchos, muchos años. Fontainhas ya no existe, fue demolido, todas esas personas fueron realojadas en barrios sociales, en bloques que filmé en otras películas. Toda esa solidaridad, todo ese espíritu de comunidad desapareció o está en vías de desaparecer. Cuando fueron realojados, se separaron, son las manías, las astucias del poder, que divide para debilitar todavía más a los débiles. En aquel tiempo sí había violencia, claro, y crueldad, pero una violencia más como de melodrama de suburbio. Ahora la violencia es mucho más ciega y sorda, y quizás por eso las películas que estoy haciendo, Vitalina Varela o la próxima, tratan más Sobre el espíritu o el alma de esta comunidad que sobre el aspecto más documental que exploré en películas como En el cuarto de Vanda u Ossos. Ossos fue una película intermedia. Tiene dos partes, sucede en un barrio burgués de la ciudad de Lisboa y en Fontainhas, y es una especie de vaivén entre esos dos mundos.

—En el cuarto de Vanda transcurre toda en Fontainhas. Vanda Duarte, que había actuado en Ossos, se interpreta a sí misma, borrando las fronteras entre documental y ficción. La acompañamos durante tres horas; tengo entendido que tú la acompañaste durante mucho más tiempo y que, además, la filmaste con un equipo mínimo. ¿Por qué?

—Cuando terminé Ossos y hablé con Vanda, que no era actriz, me dijo que no le gustó, no la película en sí, sino el rodaje. No le gustó el trabajo, la artificialidad. Me dijo: «Si vas a continuar aquí, a mí me gustaría hacer otras cosas, pero así, no». Eso hizo que me planteara otra forma de hacer las cosas, una que me permitiera pasar más tiempo con ella. Intentar pensar en otra manera de producir. Por ejemplo, pagarles con más justicia a todos. Hay diferencias en este tipo de medios que son problemáticas. Reflexioné bastante y llegué a la conclusión de que cambiar la forma de producción, la economía de las películas me iba a traer bastantes ventajas, y más libertad. Hay que mencionar aquí la llegada del digital. En 2000 las cámaras digitales ya estaban disponibles, sin ellas no hubiera sido posible. Entonces adapté mi economía, mi política a mi situación en aquel barrio, en aquella comunidad, porque yo digo que el cine, en su forma convencional de fabricación, es muy pesado, tiene un peso de vanidad, de desperdicio e inflación enormes, y eso hubiera sido totalmente absurdo. Al contrario de lo que se piensa, en la pobreza no hay desperdicio. Habría sido estúpido, idiota armar otra vez una maquinaria que no me iba a permitir pensar, reflexionar. La urgencia es una enemiga muy grande del cine, el cine necesita de calma, de silencio, necesita parar. Sobre todo en el trabajo con gente que no es profesional. El cine siempre estuvo dominado por el dinero, se piensa que, cuanto mayor presupuesto, mejor, mejor la película, mejor todo. El dinero es poder, y el poder implica renunciar a muchas cosas. No estoy dispuesto a abdicar del pensamiento y de organizar mi propio equipo.

—En Juventud en marcha vuelve a aparecer Vanda, pero el hilo conductor es un nuevo personaje, Ventura. Con él irrumpe en tu obra un pasado que comienza a obturar el presente, sobre todo en una película como Cavalho Dinheiro.

—Fue una idea, un proyecto, una ambición tal vez: la de contar un poco la vida de Ventura y su llegada a Portugal en el 71 o 72, porque fue uno de los primeros inmigrantes en llegar. Una tentativa de contar la conquista, los primeros trabajos, los sueños y, al mismo tiempo, los fracasos cotidianos. La historia de esta comunidad de inmigrantes es una historia de fracaso, de pérdida, de humillación. Hay una dualidad en estos rostros, una dualidad en la migración, compuesta por tragedia y heroísmo, que no es fácil, que es muy esquizofrénica. Y Ventura me pareció ideal para trabajar este tema. Ventura cada vez más vive mejor en el pasado que en el presente, lo que parece ser una condición de casi todos los inmigrantes. Es una población muy desarmada. El pasado es un refugio para ese tormento, para esa tragedia que es el presente. Y el cine quizás tenga más facilidad para memorizar, es un arte que, más que las otras artes, parece casi hecho para guardar la memoria.

—El barrio Fontainhas ya no existe, pero queda en tus películas.

—¡Por ejemplo! O todas las personas que filmé que ya partieron, pero ahí están. Y lo mismo con todas las películas del mundo. ¡Solo pensar que cada vez que vemos películas vemos más muertos que vivos! Y, bueno, acompañé a Ventura en ese viaje al pasado que quería hacer. Entonces hablamos de su llegada, de sus temores, de sus miedos, de sus ambiciones. A gran parte de los inmigrantes no les gusta vivir donde viven. Perdieron su país, su barrio, sus casas. Cuando fueron realojados, se separaron. Tengo la sensación de que el cine vuelve cada vez más hacia cosas pasadas porque el futuro es demasiado negro. Yo también hago lo mismo por razones similares.

—¿Pero el final de tu última película, Vitalina Varela, no ofrece cierta conciliación?

—Es verdad, en esta última película me parecía demasiado injusto que Vitalina permaneciese encerrada en su dolor, en su noche. Y ahí pensé que podía caminar hacia la luz, hacia algo más luminoso, más positivo. Y fue relativamente simple, fue que saliera de esa casa, a la que rechaza todo el tiempo. En el fondo, es la propia casa que la rechaza, como en aquellas películas de horror americanas [risas]. Y pensé que en el final podíamos volver a Cabo Verde y a la construcción de esta casa amorosa, ideal, maravillosa de la que habla Vitalina en la película varias veces, esa casa fantástica que construyó junto a su marido de joven. Es curioso, porque en En el cuarto de Vanda hay una demolición, una destrucción constante, verdadera del barrio, durante tres horas, y el último plano es la ruina de una casa. En cambio, Vitalina Varela termina con la construcción de una casa. Es una especie de arco, de diseño, de trazo, y que, para mí, habla de… no sé qué palabra usar, no sé si es reconciliación, pero, sí, digamos, de una paz. Era necesaria una cierta paz. Pacificar a los muertos y sus historias.

—Tu obra suele dejar una sensación de algo que no está completo. Nunca podemos dominar del todo la situación.

—Lo no dicho, lo que queda por decir, lo que no es posible revelar, lo que se llama elipsis no es una figura de estilo o estética, es el resultado de una diferencia, de una distancia entre yo y Ventura, o Vitalina, o la comunidad. Nunca pretendí ser uno de ellos, pertenecer, ser de la misma clase. Mi mirada es una mirada distante, aunque intento por los medios del cine y de la dramaturgia acercarme un poco. Ventura, por ejemplo, es un personaje muy misterioso. El silencio, el misterio forman parte de su historia. Es casi un acto de violación querer revelar todo sobre él o querer arrancarle una confesión. Así trabajé también con Vitalina y con Vanda; aprendí que debía trabajar con esos misterios e integrarlos en la narrativa de la película.

—Straub decía que la casi totalidad de los films actuales son pornográficos, justamente porque quieren mostrar todo. Hiciste con él y con Huillet un documental hermoso llamado ¿Dónde yace tu sonrisa escondida?

—La primera película de Straub que vi fue Crónica de Anna Magdalena Bach. La vi por televisión, la pasaban en Navidad. Y es una extraordinaria película para esa ocasión, porque es un film sobre el encuentro con lo divino. Y luego vi otras cosas gracias a la Cinemateca, y siempre sentía lo mismo: algo nuevo, una fuerza que las otras películas no tenían. En ese momento estaba aprendiendo cine, era el final de los años ochenta y las grandes fuerzas del cine moderno eran Straub-Huillet y Godard. Ellos fueron los motores de mi cinefilia. Y, bueno, después tuve la suerte de conocerlos y de hacer una película sobre ellos. Yo era muy fanático, hablaba mucho sobre ellos en las entrevistas, y así me propusieron hacer esta película, que hice con el espíritu de En el cuarto de Vanda: equipo mínimo, casi sin luz, intentando estar con ellos durante un tiempo largo. Y tratando de ser delicado y tener una mirada, una observación sobre su trabajo. Straub siempre decía: «No hay secretos artísticos, ni para mí, ni para Cézanne, ni para Renoir, ni para Godard, ni para nadie. No hay secretos artísticos, hay trabajo, trabajo, trabajo… Y, con un poco de suerte [risas], a veces se encuentran cosas muy altas que llamamos arte. Pero todo es trabajo». Y, cuando estaba creando la película, inmediatamente pensé en el momento del trabajo en que la presencia del cine es mucho más visible: el montaje. Ahí está el cine, entre dos planos, en el corte/unión, en esa fisura. Straub y Huillet fueron una influencia directa, reverencial, son un acompañamiento que siento. Son sensibilidades próximas, personas que, a través del cine, se preocupaban por el estado de las cosas del mundo, por las personas más desfavorecidas, por una memoria que se está violentando. Straub siempre decía que, al final, hacer una película es intentar observar, identificar algo que no está bien en nuestra tierra.

—Straub dice en esa película que lo que intenta es ofrecer un poco de fidelidad en una época marcada por la traición. ¿Esta fidelidad sigue existiendo en el cine?

—Es un arte que está caminando rápidamente a su muerte. Es obvio. Ayer escuchaba a los directores de un estudio de Hollywood decir que dentro de dos o tres años ya no habrá pantallas blancas. Serán sustituidas por pantallas electrónicas, led. Y ahí se acabó la proyección, y todo será completamente diferente, la estética, los contrastes, los valores pictóricos. Es que algunas de las cosas que están en la esencia del cine pocas veces se ven ya, se revelan en pocas películas: acompañar a cierta parte de la sociedad, el sentimiento de injusticia, de mucho dolor, ofrecer alguna resistencia al poder, intentar no ser tan sumisos o sirvientes a la época, al mandato de más y más cosas, más novedades, más fuegos de artificio. Estamos muy cerca del final. Mientras tanto, haré algunas películas, haré dos, tres, cuatro…

—¿Ahora estás preparando algo?

—Sí, estoy trabajando en mi próxima película. No puedo adelantar mucho, porque como nunca trabajamos con guion no tengo más que una vaga idea del principio. Después será un trabajo cotidiano, del día a día. En esta película la diferencia, lo nuevo es que quiero hacerla toda con canciones cantadas. Y que las canciones y las letras puedan, de nuevo, contar un poco el pasado, lo que fue, lo que ya no está… Y, muy probablemente, hablar, por fin, del futuro.

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