Desde que, en diciembre, empezó a gobernar una coalición autoritaria en Perú, son 49 los muertos civiles a causa de la represión policial y militar de las protestas que piden el adelanto de las elecciones generales y la dimisión de la presidenta Dina Boluarte. Entre el 7 de diciembre y el 10 de abril ha habido 1.522 protestas en el país, según estima la Defensoría del Pueblo, incluidos plantones, paros y vigilias. La Policía ha detenido arbitrariamente a cerca de 1.000 personas en el contexto de estas manifestaciones, la mayoría ya liberadas. Una de ellas, Nelson Calderón, un joven ingeniero aimara que viajó desde el sur del país a protestar en Lima, fue además víctima de desaparición forzada temporal y tratos degradantes en un calabozo tan maloliente que no pudo dormir. «Imagino que a los terroristas los tratan así, pero nosotros no merecíamos eso», cuenta en entrevista con Brecha. Es uno de los cientos de peruanos bajo investigación judicial por haberse pronunciado contra un gobierno que no fue el elegido en las urnas en 2021. El 24 se cumple el plazo de dos meses que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) dio al gobierno peruano para responder sobre el caso de Calderón y otras graves violaciones a los derechos humanos cometidas mayoritariamente contra indígenas, documentadas por la Defensoría del Pueblo, Amnistía Internacional y la propia ONU, entre otros.
El mayor uso desproporcionado de la fuerza ocurrió el 9 de enero en Juliaca (Puno, en la frontera con Bolivia), cuando la Policía cometió 18 ejecuciones extrajudiciales en los alrededores del aeropuerto: varias de las víctimas no eran manifestantes, sino transeúntes y un médico voluntario que socorría a heridos (véase «En vigilia continua», Brecha, 13-I-23). Puno, la región de población quechua y aimara, continúa en paro indefinido hace unos 100 días para exigir la renuncia de Boluarte y justicia para las víctimas mortales y los más de 200 heridos el 9 de enero.
A mediados de enero, miles de puneños viajaron a Lima para exigir el cese de las muertes, además del adelanto de las elecciones generales –una decisión que depende del Congreso–. Pero también para pedir la renuncia de Boluarte, quien gobierna en alianza con el sector ultraconservador del Parlamento y la elite económica. Entre esas delegaciones estaba Calderón, procedente del distrito de Ilave.
El joven aimara viajó 45 horas en una caravana de autobuses. Tardaron porque la Policía los retenía en el camino para hacerles controles de identidad como una forma de impedir que llegaran a su destino. Pero también en la ruta otros ciudadanos que comparten sus demandas les hacían señas para parar y les invitaban comida, agua, galletas. O también les daban algunas monedas. En Lima buscaron posada en el campus de la Universidad Nacional de Ingeniería, pero solo aceptaban a estudiantes, entonces fueron a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos –la principal en el país andino–, donde finalmente se albergaron cerca de 100 personas, procedentes de varias regiones. Allí durmieron dos noches luego de marchar en la capital.
A las 9.30 del 21 de enero, 300 policías entraron armados al campus, luego de derribar una de las puertas con una tanqueta, dispararon al aire y detuvieron a 198 personas: manifestantes de regiones, tres periodistas de Puno y los residentes de la vivienda estudiantil. Alegaban que había una denuncia de la universidad por robo y usurpación agravada, pues en la víspera desaparecieron unos equipos de comunicación de vigilantes privados (véase «A pesar de las balas», Brecha, 27-I-23).
Calderón se comunicó con una pariente para contarle lo ocurrido, pero no pudo grabar con su móvil. Mientras los efectivos rebuscaban en sus pertenencias y los tumbaban bocabajo enmarrocados no había fiscal. «Terruco de mierda, apaga el celular», le dijo un policía, usando el peruanismo que nombra a los terroristas. «Borré algunas cosas y me empujaron con su escudo para tirar al piso el teléfono», describe el joven aimara. Como vio que los policías golpeaban a otros detenidos, pensó que si lo lesionaban gravemente para él nunca habría justicia. Entonces trató de mantener la calma y no reclamar que estaban infringiendo sus derechos.
También sin fiscal, los policías los trasladaron a dos dependencias policiales del centro de Lima. A Calderón lo internaron en la Dirección contra el Terrorismo. Durante diez horas la Policía no informó sobre el paradero del ingeniero: ni a la Defensoría del Pueblo ni a los abogados de la defensa pública o de derechos humanos. Mientras esperaba su turno para que lo interrogaran y revisaran sus datos en el sistema, vio que entraron abogados sembrados. «A personas adultomayores les decían que firmen documentos falsos. En algún caso me acerqué a decirles que eso les iba a perjudicar», relató.
El exprefecto de Ilave refiere que ese día no recibieron alimento y a la 1.00 llegó un funcionario.
«¿Estás bien? Soy fiscal de Derechos Humanos.» Eso era lo único que repetía, añade Calderón.
Una hora después, a él y a otros tres detenidos los metieron en un calabozo sin luz ni ventilación. «No podíamos ver nada, había un olor nauseabundo a desagüe. Yo no pude dormir. La mañana siguiente nos llevaron una taza de avena, no se podía comer», recuerda.
Calderón fue liberado la madrugada del lunes, luego de 18 horas en esa celda. Cuando le devolvieron su celular, la Policía había bajado programas que él no usaba y habían recuperado lo que borró en el momento de la detención. Su equipaje y el de sus coterráneos desaparecieron en el campus. «La Policía rebuscó todo durante el operativo. Yo perdí casi 700 soles (185 dólares) que traje, mi ropa, mis cosas. Nos fuimos más pobres de lo que llegamos: nunca imaginé que fueran a ser tan abusivos», lamenta.
SEGUIMIENTO POLICIAL Y PERSECUCIÓN JUDICIAL
La violencia contra el ingeniero y manifestante aimara no terminó allí. Cuando recobró su libertad, se fue con otros ciudadanos de Puno a un alojamiento que les ofrecieron en un distrito de Lima Norte. «Ven a mi casa, ven a mi casa», nos decían las personas cuando salimos esa madrugada.
«Nos llevaron en un taxi, parecía una escuela particular. No había luz, dormimos en el patio, en cartones. Al día siguiente, las personas del barrio decían: “Hay que llamar a la Policía, hay que quemar esa casa, ahí viven los tucos [abreviatura de terrucos], los terroristas”. A veces era la insensibilidad de la gente. En su desconocimiento, se comportan así en la capital»,anota sobre ese mal momento con los limeños.
Calderón lamenta que muchos capitalinos se dejan llevar por las versiones sesgadas de la prensa de Lima, que ha estigmatizado las protestas y a los manifestantes, calificándolos a todos de violentos y azuzados, al igual que lo hacen las fuerzas del orden y los miembros de la coalición conservadora que gobierna desde el 7 de diciembre, luego del fallido autogolpe de Estado que dio el entonces presidente Pedro Castillo. «Me di cuenta de que aquí en Lima hay bastante desinformación», dice Calderón.
Luego de tener que dejar el barrio donde los amenazaban, un puneño residente en Lima les ofreció que fueran a su local en el centro de Lima a bañarse y cambiarse. «Yo llevaba la misma ropa desde hacía tres días y no tenía ya mis cosas. El señor me regaló diez soles, con eso me compré una camiseta, pero a la señora a quien le compré le conté que había venido a las manifestaciones y me regaló una camiseta más. Entonces, fuimos con algunos compañeros a otra casa donde nos ofrecieron albergue, pero horas después notamos que allí había policías vestidos de civil», agrega.
«En esa casa, uno de mis amigos reconoció a un señor que estaba en la universidad San Marcos. Ese señor salía a hablar al frente en las reuniones con los estudiantes, pero allá ese señor, que se hacía pasar por manifestante, estaba con bastón y lentes. En cambio, en esa casa estaba normal, sin bastón. Preguntamos a los vecinos y nos dijeron que la casa había estado abandonada hasta hacía poco. Que nadie vive allí y que tuviéramos cuidado. Habíamos estado con policías vestidos de civil en esa casa. Nosotros éramos como 30; con temor, hemos dormido así esa noche, pensando. Ellos siempre querían saber de dónde éramos y quiénes eran los dirigentes», dice el joven aimara.
Calderón sigue bajo investigación judicial por robo y usurpación agravada, pese a que lo único que hizo fue dormir en el campus de San Marcos un par de noches y ayudar a limpiar y cocinar en el espacio en que estuvo. «Cuidamos y respetamos esa universidad mientras estuvimos allí», asegura.
«DE ESTE SISTEMA NO SE ESPERA NADA»
Desde que empezaron las manifestaciones, en enero, decenas de ciudadanos que participaron en ellas han quedado en prisión preventiva, mientras son investigados por disturbios o delitos contra la tranquilidad o por organización criminal. También desde enero, la fiscal general, Patricia Benavides, creó nuevos despachos fiscales de terrorismo y lavado de activos –y cerró fiscalías de Derechos Humanos– para investigar los hechos vinculados a las protestas, pues también hubo vandalismo contra establecimientos públicos y privados. En un giro más preocupante, la primera semana de abril, Benavides creó un grupo especial de diez fiscales para que investiguen a las víctimas civiles por acción de las fuerzas del orden en las protestas, pero del total de magistrados solo una tiene experiencia en derechos humanos. La jefa de dicho equipo especial mintió en una audiencia ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU cuando se le preguntó si hubo presencia de fiscales desde el inicio del ilegal operativo policial de enero en la Universidad de San Marcos.
Ruth Bárcena y Raúl Samillán, presidentes de las asociaciones de víctimas de las masacres de Huamanga (diciembre) y Juliaca (enero), han rechazado la creación de dicho equipo, pues a raíz de ello las fiscalías provinciales han suspendido diligencias en sus ciudades, justamente cuando iba a empezar la toma de testimonios de miembros de las fuerzas del orden. Las expectativas de Calderón también son negativas. «De este sistema de justicia no se espera nada. Se espera que todos los que vinimos a luchar a Lima y nos manifestamos en contra de las actitudes y el actuar del gobierno y los congresistas vamos a salir culpables y ser perseguidos», comenta.
A inicios de abril, el gobierno de Boluarte decretó nuevamente otros 60 días de estado de emergencia en Puno, para que la responsabilidad de mantener el orden continúe a cargo de un comando policial-militar. Sin embargo, en Ilave la Policía abandonó la comisaría luego de que fue incendiada en marzo. Desde entonces, son los propios ilaveños los que se encargan del orden público. Desde marzo, en Puno, la población intercala semanalmente las actividades de protesta, con piquetes en carreteras y caminos, con otros días de trabajo, feria y comercio. Durante los días de protesta, las clases escolares son virtuales.
«Una vez que esto se calme y apacigüe, cuando ya se levante [el paro], van a empezar a hacer cacería de brujas. Una vez que la Policía se instale [en la comisaría], van a empezar a detener a nuestros hermanos. Respecto de los hermanos muertos no van a obtener justicia. Hay un ápice de esperanza en la Corte Interamericana, pero tampoco se espera mucho», opina Calderón.
El exprefecto de Ilave cree que para encontrar justicia tendrían que irse de sus cargos Boluarte y Benavides del Ejecutivo y el Ministerio Público, respectivamente. «Mientras [Boluarte] siga en el gobierno no se espera nada, estamos con ese temor de que ya van a venir a la casa a detenernos, pero por lo pronto estamos tranquilos porque no hay fiscales ni policías ni jueces en nuestro pueblo. Nuestra seguridad somos nosotros, nuestro pueblo sigue en pie de lucha, es muy difícil para los delincuentes entrar o escapar mientras los ronderos y los policías municipales están a cargo del orden», asegura.
Mientras en Puno los miles de personas que se manifestaron en Lima entre enero y marzo se organizan para volver a la capital en los próximos meses y mantienen sus protestas y vigilias, Calderón sostiene que contar lo que ha vivido a raíz del operativo ilegal en la universidad es otra forma de protesta. En febrero, antes de volver a su región, buscó mantener una reunión en una oficina de la ONU en Lima para reportar su caso.
«Me llené de valor y empecé a hacer una forma de protesta diferente: contar al mundo estas vivencias y las cosas que estamos pasando, alzar mi voz para decir que estamos mal, por eso en la carta que la ONU envía [al gobierno peruano] aparece mi nombre. Necesitamos apoyo y que sepan que estamos en emergencia. Estas vivencias únicas en la capital ocurren cuando no compartes la ideología o el actuar de alguien», explica el ingeniero.
El 3 de abril, el Ministerio Público notificó a Calderón que ha abierto una investigación preliminar contra «quienes resulten responsables» por el presunto delito de desaparición forzada en su contra, en el contexto de graves violaciones a los derechos humanos.