A 50 años del «Caso Marra» y la clausura del Semanario Marcha
 

A 50 años del «Caso Marra» y la clausura del Semanario Marcha

La publicación de «El guardaespaldas» irritó la sensibilidad del inspector Víctor Castiglioni, que advirtió al jefe de Policía Alberto Ballestrino sobre la «obscenidad repugnante» del lenguaje en el cuento aparecido en Marcha y las supuestas alusiones al asesinato de un policía por parte del MLN. Fue Ballestrino quien recomendó al ministro del Interior Néstor Bolentini «la clausura definitiva» del más emblemático de los semanarios uruguayos. Así lo confirman documentos policiales a los que accedió Brecha.

← Carlos Quijano en el taller donde se imprimía Marcha, publicada en La Mañana, 1 de diciembre de 1995 S/d

Alberto Ballestrino y Víctor Castiglioni, instigadores de la clausura de Marcha

Febrero Amargo

Tras la publicación del cuento «El guardaespaldas» en el semanario Marcha el 8 de febrero de 1974, el jefe de Policía de Montevideo de la dictadura, coronel Alberto Ballestrino, propuso al entonces ministro del Interior, Néstor Bolentini, que se hiciera un «especial estudio» sobre la publicación con el objetivo de su «clausura definitiva», atento a que «en forma habitual» sus artículos eran «netamente contrarios a la orientación que deben tener todos los órganos de prensa por su indisimulada simpatía y adhesión permanente a la subversión».

Ballestrino hizo su propuesta mediante el oficio 24/974, al que accedió Brecha, documento en el que también solicitó autorización para llevar adelante un operativo con el fin de allanar el local donde se imprimía el semanario, incautarse de ejemplares de la edición n.º 1671 y detener a los responsables y periodistas de Marcha.

Escrito por Nelson Marra, «El guardaespaldas» había sido seleccionado como el mejor cuento en un concurso convocado por el semanario el año anterior. El relato resultó particularmente irritante para los policías porque les recordaba el asesinato del comisario Héctor Morán Charquero por parte del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, el 13 de abril de 1970. El policía había sido acribillado por un comando tupamaro en la rambla de Montevideo frente a las canteras del parque Rodó. Morán Charquero era uno de los policías más activos en la lucha contra los tupamaros, se lo acusaba de torturador y su actuación en contra de la guerrilla había sido objeto de tratamiento parlamentario.

«El tema del aludido cuento, a concepto del suscrito, es atentatorio contra la moral de las Fuerzas Conjuntas, en forma especial de la Policía», argumentó Ballestrino, que el mismo 8 de febrero había sido advertido acerca del tenor del cuento por el inspector Víctor Castiglioni, jefe de la Dirección General de Información e Inteligencia (DGII), al que le había indignado la lectura de la obra de Marra.

«El tema del cuento es una clara alusión al asesinato del inspector señor Héctor Morán Charquero por parte de un grupo de sediciosos, hecho ocurrido el 13 de abril de 1970. El autor emplea un lenguaje de una obscenidad repugnante, deforma groseramente hechos y circunstancias reales para dar una imagen negativa del funcionario policial a la vez que exhibe una no disimulada simpatía por los sediciosos, llegando a presentar una justificación para su alevoso crimen», dijo Castiglioni a Ballestrino según el oficio 143/974 del 8 de febrero. En el documento, Castiglioni señaló su convicción de que la publicación del cuento de Marra constituía «un episodio claramente delictivo».

En ese contexto, Ballestrino se adelantó y autorizó un operativo de inteligencia con el objetivo de incautarse de la edición n.º 1671 de Marcha, inspeccionar la Imprenta 33, donde se imprimía el semanario, detener a Nelson Marra, a los «principales» de la publicación –el director, Carlos Quijano, el subdirector, Julio Castro, el redactor responsable, Hugo Alfaro, el secretario de redacción, Gerardo Fernández–, disponer «la captura de los integrantes del jurado que confirió el primer premio en el concurso de cuentos a “El guardaespaldas”» y dar «intervención, dentro de los plazos legales, a la justicia militar». El jurado lo habían integrado Mercedes Rein, Juan Carlos Onetti y el responsable de la sección literaria de Marcha, Jorge Ruffinelli.

El operativo, su desarrollo, las dependencias policiales involucradas y la propuesta de clausurar el semanario definitivamente quedaron registrados en el oficio 24/974 y en una hoja membretada de la Jefatura de Policía firmada, pero sin registro administrativo alguno que Ballestrino envió al también coronel Bolentini y al que se accedió para la elaboración de esta nota.

MARTES 9, 1.45 HORAS

Las acciones comenzaron a la hora 1.45 del martes 9, cuando un comando integrado por personal de la DGII, la Brigada de Narcóticos y la Guardia Republicana, a cargo del subdirector de la DGII, el subinspector Amancio Recoba, allanó la Imprenta 33, donde se imprimía Marcha, incautó unos 400 ejemplares de la edición n.º 1671 allí depositados y detuvo al sereno del lugar, Rómulo Cabrera, que fue trasladado a las oficinas de la DGII para ser interrogado en procura de que aportara «datos para lo que se investigaba». Los hechos quedaron registrados en el oficio 192 del 27 de febrero de 1974, que Ballestrino envió al coronel Hugo Linares Brum, quien había sustituido a Bolentini como ministro del Interior el 11 de febrero, mientras se procesaban las acciones contra el semanario.

La imprenta, la redacción y otro local donde se recibía publicidad para Marcha quedaron bajo vigilancia policial y se ordenó requisar los ejemplares distribuidos el viernes 8 entre los canillitas.

En paralelo al allanamiento, la Policía inició la búsqueda y la detención de los responsables del semanario y de los periodistas y críticos literarios que habían integrado el jurado que premió el cuento de Marra. A las 4.30 de la mañana Hugo Alfaro y Nelson Marra llegaron a la sede de la DGII. Mercedes Rein lo hizo a las 9.40 y el domingo 10 a las 15.15 Carlos Quijano comenzaba a ser interrogado en el local de Inteligencia. El director del semanario había sido detenido en Laguna del Sauce y trasladado en la tarde a Montevideo. Según el oficio 192, el lunes 11 un equipo del Departamento 6 de la DGII detuvo en su casa de la zona de Punta Carretas a Juan Carlos Onetti, quien «previa inspección domiciliaria sin resultados» fue «traído a esta oficina», quedando registrado su ingreso a las 17.55.

Julio Castro, subdirector del semanario, y el secretario de redacción, Gerardo Fernández, no fueron ubicados. Ruffinelli había viajado a México, donde estaba trabajando como docente universitario. Tenía previsto retornar a Uruguay en 1975. La justicia militar pidió su captura y Ruffinelli permaneció en el exilio hasta su retorno, en 1984.

En su libro Por la vereda del sol (Ediciones de Brecha, 1994), Hugo Alfaro relató las torturas que él y Marra padecieron en el Departamento 6 de Inteligencia y la particular violencia de la que fue objeto el autor del cuento.

«Resta agregar que todos los detenidos poseen profusas anotaciones en el Departamento 3 (Fichero) de esta dirección, estando plenamente sindicados como activos elementos izquierdistas, adherentes a la revolución cubana», informó Ballestrino a Linares Brum.

ENTRE CÁRCEL CENTRAL Y EL CILINDRO

Los periodistas y críticos estuvieron detenidos en Cárcel Central entre el 9 y el 24 de febrero y esa madrugada fueron trasladados al Cilindro Municipal, donde permanecieron recluidos hasta su liberación. Onetti y Rein habían sido trasladados previamente a un centro asistencial por razones de salud. Fueron juzgados por la justicia militar y luego esta dio intervención al fuero civil.

El 22 de febrero, el juez militar de 2.º Turno, Ormensindo Rodríguez Soto, resolvió dejar en libertad a Rein y a Onetti, y emplazados y a la orden de la justicia civil a Alfaro y a Quijano. Sin embargo, en el marco de las medidas prontas de seguridad, permanecieron en prisión.

Distinta fue la suerte de Nelson Marra, a quien el juez militar convirtió en el primer condenado de la dictadura por el delito de «vilipendio a las Fuerzas Armadas» y le impuso una pena de cuatro años de prisión, que cumplió entre el 9 de febrero de 1974 y el mismo día de 1978. El autor del cuento fue el primer preso político por escribir un cuento. Una vez en libertad se exilió en Suecia y en España, donde falleció el 3 de diciembre de 2007.

En la justicia civil, intervino el fiscal del Crimen de 4.º Turno, Antonio Camaño Rosas, que abordó el caso analizando la posibilidad de que el cuento y su publicación hubieran supuesto la eventual comisión de los delitos de pornografía, desacato, ofensa, difamación o injuria. El fiscal determinó que no se incurrió en ninguno de los delitos y el 10 de mayo de 1974 solicitó el archivo de la causa. Ese mismo día el juez letrado de Instrucción de 3.er Turno Daniel Echevarría compartió «el fundado dictamen» del fiscal y clausuró las actuaciones.

El 14 de mayo de 1974 los detenidos recuperaron la libertad y la primera edición tras la clausura apareció el 24 de mayo de 1974. Aquella clausura de la que se cumplen 50 años no fue la última que enfrentó el semanario de Quijano, pero el tiempo demostró que fue el principio de su fin.

El cierre definitivo de Marcha ocurrió tras la publicación de la edición n.º 1676, el 22 de noviembre de 1974, por orden del dictador Juan María Bordaberry.


Julio Scavino

El operativo de detención

«Ponga anarquista»

Apenas pisó el lugar, encapuchado, recibió la golpiza sacramental. Las trompadas, los insultos eran parte de un bautismo que, en consideración a sus 56 años, Alfaro asegura que fue liviano. Lo arrojaron en una habitación sin quitarle la capucha, donde permaneció aislado. Cuando se calmó, no supo si alegrarse porque la golpiza era todo lo que cabía esperar o se trataba del preámbulo. Pero con el correr de los minutos unas voces volvieron a acercarse. Primero fueron insultos, y no le estaban destinados. Luego creyó reconocer una voz, finalmente, comenzaron los gritos. Al cabo de un momento, entendió que presenciaba, a 5 o 6 metros de distancia, la tortura de Nelson Marra.

«Allí pude escuchar el enfrentamiento de Marra con su torturador. Una cosa terrible –dijo Alfaro–. No solo por los golpes, sino por la periódica suspensión de los golpes. Como un match de box, como si sonara un gong imaginario, no solo paraban, intercambiaban cigarrillos, y luego el torturador recomenzaba con la misma brutalidad que había precedido al descanso. No le reconocían la autoría total del cuento, buscaban a un instigador. Al rato, Marra, y para detener la cosa, les dio el nombre de Jorge Ruffinelli. Entonces pensé que había elegido bien porque todos sabíamos, y también los milicos, que Ruffinelli estaba fuera del país. Pero siguieron insistiendo y entonces Marra mencionó a Danubio Torres Fierro. Me alarmé porque entonces no sabía que tampoco estaba en el país, pero Marra volvía a elegir al eventual coautor del cuento con buen criterio.»

«Pese a que me torturaron bastante, el interrogatorio pude soportarlo bien –recordó Nelson Marra–. Ellos querían inocular a Marcha con los tupamaros. El cuento les molestó, pero en el fondo era un pretexto y les importaba un carajo. Querían probar que Marcha era un apoyo legal de los tupamaros. Sobre eso giró la pregunta central. Y afirmé que no solo no lo era, sino que además creía que la gente que trabajaba allí tenía serias discrepancias con los tupas.»

En la madrugada del 9 de febrero, entre golpe y golpe, Marra no acababa de entender cómo había llegado a esa situación. Podría aceptar que la coincidencia entre la realidad y ciertos datos que habían manejado en la ficción lo convirtieron en un sospechoso. Pero apenas lograba convencerse de que estaba a merced de su propio personaje, un torturador como Morán Charquero, y que la sangre no era metáfora, y que el dolor no era el de otro.

Esa noche, «quien no pudo sentirla así no la conoce», un viento de tormenta llegó del mar y descargó la lluvia. En las primeras horas de la mañana del sábado quedaba la resaca, persistente y monótona, humedeciendo los tejados. Hacia las ocho, un automóvil se detuvo a pocos metros de la casa de Mercedes Rein. Bajaron tres individuos vestidos de sport, altos, despreocupados de la llovizna que les mojaba la ropa.

El sonido del timbre la arrancó del sueño y de la cama. Cuando Mercedes abrió la puerta, le preguntaron si ella había sido jurado del premio de Marcha. Les contestó que sí y con muy buenos modales le dijeron que los tenía que acompañar a jefatura. Ella les pidió un tiempo para vestirse y tomar el desayuno, pero insistieron en que debía salir cuanto antes para poder regresar temprano. Al volver al interior de la casa, antes de cambiarse, atinó a llamar por teléfono a un amigo y avisarle.

La galantería terminó cuando la dejaron en el Departamento 6. La aguardaban unos tipos furiosos que comenzaron a llamarla «yegua», «hija de puta» y cuantos insultos lograran salir de sus gargantas. El trámite fue la capucha, el desprecio en que cayó su aviso de que acababan de operarla de un cáncer.

Permaneció tres días sin comer, en el suelo, escuchando las voces de chiquilinas que hablaban muy alegremente a su alrededor. Luego descubrió que se trataba de un grupo de liceales del FER [Frente Estudiantil Revolucionario] de 16 y 17 años, que también habían sido detenidas. Cuando le sacaron la capucha, una de ellas se acercó para preguntarle si necesitaba algo. Aunque no fumaba, le pidió un cigarrillo que sostuvo en la mano como si la vida hubiera quedado reducida a ese cilindro de papel y tabaco para deshacerse en aire. Entonces pudo ver que estaba en una casa antigua, con dos patios cubiertos por claraboyas, a los que daban distintas oficinas. De noche trasladaban a las mujeres a dormir al patio de adelante, cada cual recostada contra la pared, y de día las regresaban al patio trasero.

En la noche del sábado 9 de febrero, mientras Mercedes Rein, Hugo Alfaro y Nelson Marra permanecían encapuchados en la misma casa, sin saber nada de los otros, Dolly [Dorothea Muhr] –esposa de Onetti– había llamado a una amiga que vivía en el edificio de Gonzalo Ramírez, del que acababan de mudarse con su pareja, y ella le avisó que esa madrugada los militares habían ido a buscar a Juan. Durante todo el día, Dolly pensó en la manera de decírselo a Juan y al final decidió no hacerlo. Cada uno por su lado, estaban al tanto de un peligro que no irían a comentar. «Juan no quería asustarme ni yo a él, de modo que jugábamos a que no pasaba nada», recordó. En la tradición de la vida política uruguaya, ir a declarar a la Policía era un trámite civil cuya mayor amenaza consistía en ser demorado algunas horas, acaso un día, hasta que algún amigo con influencias tomara cartas en el asunto. Onetti carecía de afiliaciones político-partidarias y se sentía al margen de un proceso político que había cambiado las reglas de juego mucho más de lo que alcanzaba a suponer. Resucitado el buen tiempo, después de la lluvia del fin de semana, el lunes, cerca del mediodía, se sentó con Dolly en el porche de la casa, dispuesto a gozar un rato de sol.

Los vio venir con el orgullo de quien anticipó la derrota y advierte su inútil ventaja. Es posible que haya intentado adivinar, detrás de los rectángulos de la reja, cuál de los dos era el que utilizaba el mejor sitio del escritorio ruinoso, la butaca más prestigiosa en el patrullero. Cuando pronunciaron la frase ya escrita, repetida sin entusiasmo, Onetti les pidió permiso para pasar al baño y ponerse un pantalón. Dolly alcanzó a decirles que su esposo estaba mal de salud. «Les mostré la mesita llena de medicamentos y pregunté si podía acompañarlo. Me dijeron que no podía y que no había razón para preocuparse.»

«Me sentaron en el auto –recordó Onetti–, entre los dos tipos, como si fuera un pistolero de grueso calibre, bajo las miradas asombradas de los curiosos de siempre. Cuando llegamos al Departamento 6 me interrogó el comisario. El tipo aducía las mismas razones por las cuales yo hice una aclaración en el acta del premio literario, pero, como no me dejó hablar, no pude decirle que estaba de acuerdo con él. Literariamente, consideraba un error la escena que transcurre en el ascensor.»

«Pero, Onetti, cómo usted va a premiar un cuento como este…», se quejó el comisario. Ninguno de sus intentos por responder llegó a feliz término. Cuando el comisario comenzó a escribir la ficha y le preguntó a qué partido pertenecía, no imaginaba hasta qué punto aquello era una dificultad.

—No estoy afiliado a ningún partido –dijo.
—¿Pero cómo? Al menos tendrá sus simpatías.
—Yo no tengo simpatías –volvió a decir.
—A ver, ¿usted a quién hubiera votado?
—Yo no hubiera votado a nadie.
—¿Pero usted no cree en ningún partido político?
—En ninguno.
—Pero, entonces, ¿en qué cree? –insistió el comisario.
—Yo no creo en nada –respondió Onetti, indiferente a que el otro comprendiera su sinceridad.
—Entonces, yo pongo anarquista –dijo el comisario, satisfecho de resolver el enigma.
—Sí –afirmó–. Ponga anarquista.

Onetti fue trasladado a la planta alta del edificio, un amplio salón con piso de madera y ventanas a la calle, donde se arracimaba una veintena de hombres, algunos sobre colchones, otros recostados en bancos, en el suelo, con y sin capucha. La escalera de acceso era custodiada por un milico pobretón, sentado frente a una mesa desvencijada, sucia de yerba y migas de galleta que rodeaban un termo y un mate.

Al primero que reconoció, entre el conjunto de hombres que yacían en el salón, fue a Carlos Quijano, detenido en su casa de Laguna del Sauce y conducido primero a la jefatura del departamento de Maldonado y luego hasta ahí. Quijano, con sus 74 años, y Onetti, con sus 65, volvían a encontrarse en la aventura editorial que iniciaron juntos en 1939 y ahora los demoraban en un destacamento de Policía con un futuro incierto. Ambos debían hacerse cargo de sus respectivos equívocos. Quijano mascullaba puteadas contra sí mismo, sin terminar de aceptar que una torpeza generalizada hubiera conducido a la clausura de Marcha, pero se esforzaba por mantener la moral a la altura de sus convicciones. Acaso Onetti maldijera el día en que se juntó con ese francotirador irredimible, predicador de verdades molestas, que ni siquiera en la vejez abandonaba las barricadas de la política y ahora lo miraba con gesto adusto, empeñado en convencerlo de que todo estaba bajo control, que aguantar un tiempito, que debajo de una capucha había aparecido Alfaro y de otra el autor del cuento, Nelson Marra, y que si quería, podía saludarlos.

Carlos María Domínguez, extracto de Construcción de la noche. La vida de Onetti, Cal y Canto, Montevideo, 2009, págs. 166-171.

El recuerdo de Mercedes Rein (1930-2006)

Cosas de la vida

Yo estaba muy mal de salud, me acababa de operar de un cáncer. El país no andaba mucho mejor, como es sabido. Se decía que iban a clausurar Marcha. En medio de esa incertidumbre, acepté formar parte de ese jurado con Onetti y Ruffinelli. Siempre cedo a la tentación de leer, es más fuerte que yo: muerdo el anzuelo.

Pero no llegué a reunirme nunca con ellos. Solo hablaba por teléfono con Jorge, que oficiaba de nexo. Él me dijo que a Onetti le gustaba mucho un cuento, el número 9, creo, que resultó después «El guardaespaldas», de Nelson Marra. Yo estuve de acuerdo en que se destacaba del conjunto. Después me dijo que Onetti quería aclarar que ese cuento le merecía reparos, no por su calidad, sino por su excesiva crudeza. A mí me extrañó, porque yo en ese tiempo aún tenía prejuicios contra la delicadeza. Era algo tonta y respetaba las modas. Onetti, en cambio, que no tenía nada de pacato, respeta mucho el sexo y detesta el exhibicionismo grosero2. Hoy pienso que él tenía razón y que debimos haberle hecho caso, no solo por prudencia, dado el contexto político (…).

Antes, a fines de diciembre de 1973 –estaba entonces convaleciente, apenas si salía de mi casa–, vinieron a verme Gerardo Fernández y Hugo Alfaro para ofrecerme la dirección de las páginas literarias. Traté de explicarles que yo no tenía la menor aptitud para esa tarea. Yo me sentía como aturdida, pasaban cosas increíbles en el país, el mundo se derrumbaba a mi alrededor y, como una inconsciente, acepté ese trabajo. Gerardo me prometió compartir la tarea conmigo, en particular todo lo relativo a la imprenta. No sé nada sobre tipos de letra, nada de eso.

Luego me reuní con Quijano en Marcha, y me hice cargo de mi puesto, por decirlo así. Nunca supe cuánto ganaba. El viernes se publicó el cuento y marchamos todos presos. Fui la directora de página más fugaz en la historia del semanario.

Tres meses pasamos en distintos lugares de detención: Maldonado y Yi, San José y Yi, el Cilindro, una comisaría de barrio, una clínica psiquiátrica. A mí no me golpearon, solo me encapucharon, gentileza que debo agradecer, supongo. Onetti no estaba en buen estado de salud y era un personaje de fama internacional. No sé qué autoridad intercedió para que lo sacaran del Cilindro y autorizaran su internación, con custodia oficial, en el Sanatorio Etchepare. Como mi familia presentó parte médico, se me concedió la misma gracia. En el Etchepare pude tratar a unos supuestos locos, que eran personas bastante razonables.

Me pusieron en la pieza de al lado a Onetti. De ese modo, bastaba un solo policía para vigilarnos a los dos. Allí pude conocer más de cerca a Onetti. Nos aburríamos bastante, leíamos mucho, a veces conversábamos. Yo no era muy comunicativa, no supe aprovechar su gentileza. Nos prestamos libros. Él era muy crítico y alguna vez voló algún libro que no le caía bien. Estuvimos en ese lugar un mes y medio, creo. Alrededor del 20 de mayo del 74 fuimos liberados. En realidad, el juez militar había decidido nuestra libertad en febrero, pero hubo una pequeña demora de tres meses. Cosas de la vida.

Mercedes Rein, extracto de entrevista que le hizo Pablo Rocca, Brecha, 30-XII-1992, pág. 18.

Nelson Marra y su sombra

San José y Yi

Yo llegué a España en 1981, y mi mujer era bastante amiga de Onetti. Un día fui a visitarlo y estuve hablando con él. Fui dos o tres veces, y cuando fui a México él me encargó un libro de Carlos Martínez Moreno. Yo lo veía bien conmigo, muy cariñoso, muy cálido, y sin embargo había una extraña distancia que, viniendo de Onetti, no me sorprendía. Pero un día ocurrió esta anécdota. Resulta que yo estaba en una revista en la que «condicionaban» mi asentamiento en ella a que consiguiera una entrevista con Onetti. Lo llamé y me atendió él –quien normalmente nunca atendía el teléfono–, le expliqué el tema y entonces me contestó con monosílabos, y luego creí que incluso se había cortado la comunicación, y después empezó otra vez con monosílabos, y que no sabía. Le digo: «Juan Carlos, fijate que esto es una cosa muy importante para mí». «Si, te entiendo, entiendo lo duro que es el trabajo aquí», que esto y lo otro. Y, antes de responder con un sí, me dice: «Llamame mañana».

Lo llamo al otro día y hablo con Dolly, su mujer, y le explico. Me dice: «Mirá, Juan Carlos está en la cama, dice que lo disculpes», que no sé qué, que en fin, «va a hacer lo posible, quedate tranquilo, hoy es jueves, llamalo el lunes». Le digo: «Mirá que me están poniendo un poco de prisa, aquí». Dolly me contesta: «Dice que lo llames el sábado».

Entonces lo llamo el sábado y vuelve a atender Onetti. Ya más seguro de sí mismo, me dice: «Mirá, no te voy a dar la entrevista». «Pero, Juan Carlos, estás loco, tampoco te voy a molestar tanto, nos conocemos». «No –me dice–, a mí me preocupa por lo de tu trabajo, siento que te estoy haciendo daño, pero es que… –y así acabó la conversación– yo te veo y se me aparece la esquina de San José y Yi [la Central de Policía]. Yo me quedé sin palabras. Le digo: «Bueno, si es así, no te voy a insistir».

Después de este episodio no lo vi nunca más. Me quedé con rabia de él, porque en aquel momento se trataba de un trabajo, es decir que había una cosa humana, y a la vez económicamente importante, y su actitud me pareció respetable, pero a la vez no engranaba con la situación.

Lo de Mercedes [Rein] fue mucho menos importante, pero en la misma dirección y más breve. Estando en Uruguay en el 87, fui con unos amigos al Teatro Circular a ver una obra, y estábamos ahí en la sala saludando a conocidos, y de repente la distingo a ella. Me acerqué y le toqué el hombro, se dio vuelta y entonces hizo un gesto de horror como si hubiera visto a Drácula. «Mercedes, no es para tanto», le digo. «No, pero es que no te imaginaba aquí.» Entonces me abrazó muy fuerte y me volvió a mirar con menos horror, pero siempre con horror. Y le digo: «¿Cómo estás? ¿Bien?». Se quedó como ahogada. Así que le turbé seguramente la función.

Con Mercedes no hubo problema, fue solo la sorpresa. Sobre todo lo de Onetti me dolió mucho. Porque él me veía a mí como la representación de una esquina. También yo podría decir que él era la representación de San José y Yi para mí. ¿Te das cuenta? Todas éramos San José y Yi. Eso me hizo sentir en aquel momento como culpable. ¿Te das cuenta lo que quiero decir? Yo culpable de Onetti, yo culpable de Ruffinelli, yo culpable de Quijano, yo culpable de Alfaro. Y de todos los trabajadores de la imprenta de Marcha. Porque esa fue una forma de hacerme sentir culpable. O sea, que él no hubiera estado en San José y Yi si no hubiera existido yo; bueno, yo tampoco hubiera estado en San José y Yi si él no hubiera votado por el cuento.

Nelson Marra (1942-2007), extracto de un diálogo con Jorge Ruffinelli, Brecha, 25-I-08, pág. 14.

Ángel Rama: una crítica generacional

Muchas catástrofes

Querido Jorge:
No solo has pasado a la categoría de escritor prófugo, que es algo enteramente nuevo, sino que has logrado lo que nadie pudo hasta la fecha, o sea, el cierre del semanario Marcha, gracias a una higiénica medida de los censores literarios del gobierno, que en defensa de la buena salud de los lectores decidieron que había que poner punto final a los bodrios literarios. Es como una parábola teológica: el de Marras3 ha sido justamente castigado por haber engendrado semejante mamarracho; la Mercedes [Rein], pobrecita, por su infinita inocencia, al publicarlo sin hacer las consultas obvias del caso (no se puede ser tan candoroso, ¿o idiota?, en este universo y obligar a Quijano y a [Hugo] Alfaro a que leyeran dentro de la cárcel su propio semanario y se enteraran lo que se publica en la sección literaria que yo, en diez años al frente de ella, conseguí que nunca leyeran); Onetti y su imperdonable debilidad gracias a la cual ya firmó otrora un manifiesto de intelectuales zurdos en favor del realismo socialista asumido en Cuba sin declarar su nombre, y ahora accede a votar un cuento haciendo el chiste de que es el menos malo de los presentados y tratando de salvar el pellejo respecto a las vulgaridades que además incluye, y last but not least tú, que con toda conciencia votas por un cuento malo pero con intención política, pero te escabulliste antes de que se desencadenaran las fieras.

El propio Quijano me había dicho que le cerrarían el semanario por un asunto baladí. Tal cual. Que haya sido Nelson Marra el que haya desencadenado este desastre es la tristeza. No ha sido la posición política ni la lucha por la libertad, sino la pornografía. Y Quijano, que prohibió en su tiempo un poema de Idea [Vilariño] porque utilizaba la palabra coito, se ve condenado al Cilindro nadie sabe por cuánto tiempo por publicar pornografía. Es una comedia de los errores. Onetti en plena crisis emocional y Mercedes en un conflicto psicológico de espanto, ambos en el Sanatorio Etchepare, pintan una situación del intelectual y de su mundo que es una verdad patética: como si por primera vez se les exigiera cuenta (dura cuenta) de sus actos y se les obligara a comprobar que no hay acto gratuito, que no corre la ingenuidad y que los actos intelectuales tienen respuesta (…).

No quiere decir que haya servido de lección. Como decía el pérfido personaje de La muerte y la niña,4 mucho más será necesario para que los nativos reconozcan el orgullo demencial en que han vivido la convicción secreta de que son los mejores del mundo y, en cierto modo, elegidos de los dioses e intocables. Se acumularán muchas catástrofes antes de que ese sueño salga a la realidad.

Extracto de una carta de Ángel Rama a Jorge Ruffinelli, Caracas, 5 de abril de 1974. En Ángel Rama: una vida en cartas. Correspondencia 1944-1983, Estuario, Montevideo, 2022, págs. 452-453.

1. «A leading writer is held in Uruguay», The New York Times, 26-II-74, pág. 7. Y dos semanas más tarde el periódico volvía a martillar con un artículo firmado por Jonathan Kandell: «Uruguay in decline, awaits full military take-over».

2. «El jurado Juan Carlos Onetti hace constatar que el cuento ganador, aun cuando es inequívocamente el mejor, contiene pasajes de violencia sexual desagradables e inútiles desde el punto de vista literario». Resolución del jurado de Marcha, Montevideo, año XXXV, n.º 1777, 1-I- 1974, pág. 23.

3. Juego de palabras con el nombre del autor del cuento (Nelson Marras) que provocó el cierre definitivo de Marcha.

4. La muerte y la niña, Juan Carlos Onetti, Corregidor, Buenos Aires, 1973.

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