Por Fran Sevilla
El sábado hizo tres años de aquel pavoroso 12 de enero que arrasó la capital de Haití y otras localidades circundantes. Si se mira hacia atrás y se piensa en lo ocurrido en el mundo en general, y en nuestras vidas en particular, desde aquel día quizás tengamos esa sensación de que el tiempo ha volado. Si uno vive en cualquiera de los campamentos de desplazados en Puerto Príncipe, la sensación probablemente sea la contraria, la de que el tiempo no ha pasado, porque el día de hoy es igual al de ayer y, previsiblemente, similar al de mañana.
Son todavía casi medio millón las personas que habitan esos campamentos que en su día nacieron con la urgencia y la improvisación de lo que se cree temporal, para pasar a convertirse en interminable. Son millones los haitianos que, a consecuencia del terremoto o porque ya vivían marginados antes del seísmo, siguen habitando en una miseria atroz y ofensiva.
Es difícil intentar fijar, en el espacio y en el tiempo, aquellas jornadas posteriores al terremoto. Porque fueron días de una intensidad y de una contradictoria mezcla de esperanza y desesperanza indescriptibles. Días y sensaciones que han perdurado en la memoria, en todas las memorias que nos conforman, la de la retina, la de la piel, la del gusto, la olfativa, la auditiva y la del corazón.
La memoria de la vista retiene la imagen sobre un fondo gris de los edificios en ruinas entre los que deambulaban, como sonámbulos perdidos, algunos supervivientes.
La memoria de la piel mantiene la aspereza, aliviante, del contacto con la mano de aquella mujer recién rescatada de entre los escombros.
La memoria del gusto paladea todavía el polvo en suspensión que se hacía una pasta agria, vomitiva e intragable en la boca.
La memoria del olfato trata de sobrevivir todavía al indeleble olor acre de la muerte que emanaba en un efluvio continuo de todos los rincones.
La memoria del oído sigue escuchando los débiles quejidos y las llamadas de auxilio que se iban espaciando día a día, convirtiéndose en desolador silencio, de algunos supervivientes bajo toneladas de hierro torcido y hormigón a los que nadie podría rescatar.
La memoria del corazón intenta no olvidar que hubo una inmensa ola de solidaridad con Haití en aquellos días y un montón de promesas de ayuda que el tiempo, con su velocidad de vértigo, ha ido arrumbando en el desván del olvido. Han pasado tres años, aunque para muchos haitianos hoy sea igual que ayer y, probablemente, muy similar a mañana.