“La poesía es una línea indeleble/ en un mundo en discordia”, decías, y releo tus poemas, mientras compruebo que no se acabó el invierno y los noticieros no suspendieron su carnicería de pobres. Los deliveries siguen pasando y las hormigas continúan comiendo el helecho del patio. El mundo no se detuvo, poeta, porque como decías: “Ahora los días son veloces/ anda un olvido fatal hacia los huesos”, y uno reconoce las ojeras del espejo y debe salir a la calle, porque para ser feliz hay que cruzar el puente y volver a Pueblo Lavalleja.
Ser finitos en un mundo que parece infinito, ese es nuestro dilema, poeta, pero, a veces, sucede que la muerte se distrae y se olvida de dar dos vueltas a la llave. Entonces, en puntas de pie, la Poesía elige a alguien con lentes rojos y bigote, pantalones rosados y camiseta naranja, y lo coloca en el sitio destinado a lo eterno.
En 1982, tu primer libro ya decía: “Una línea roja aparta este poema/ de la muerte”.Por eso, no puedo llorar, poeta, porque recorro tus versos y todo está vivo allí. La Poesía te eligió para poetizarnos, y donde tus ojos miraron, se hizo la belleza: un bosque de álamos entre ladridos, un automóvil perseguido por otro, una caja de leche en polvo, una mosca, una lata de arvejas.
¿Cómo recrear, en estas tristes palabras, tu alegría? Podría decir que donde llegabas, el mundo abría sus brazos. Tu voz pausada, el gesto de tus manos en la boca, tu mirada de otro tiempo, todo en ti tenía el aire de un tenue campo de manzanillas. Recuerdo una tarde en que caminábamos entre casas humildes, para llegar a hacer un recital poético en el liceo de Casabó. “Acá está la Poesía, Fabito”, me decías, y de las casas salían vecinos que sabían tu nombre y te invitaban a pasar, porque reconocían el trabajo que habías hecho en el Centro Cultural Florencio Sánchez. Trabajo al que dedicaste todo tu amor, y que te tenía tan preocupado una semana antes del desastre. O la tarde en que, después de hacer un recital poético en el Liceo número 10, caminábamos por Avenida Italia y me invitaste a entrar al bar El Volcán, y me presentaste a los dueños: “Fabito, siempre tenés que conocer a los dueños de los bares, y cuando entres, fijate si tienen huevo duro para vender”.
“Ahora sé que no saldremos intactos de/ esta caminata bajo la neblina” decías, y acaso no es esa la misión de los elegidos como tú, poetas descalzos caminando entre el pueblo, para poetizar el barrio Sayago: “Frías paredes/ veredas desvencijadas:/ por donde van las hijas del barrio,/ pensando/ en cómo será transitarlas de a dos”.
Recuerdo un gran salón lleno de adolescentes, el murmullo, las risas… Te arreglé el atril, ubicaste tu carpeta de poemas y empezaste a leer. Entonces, la Poesía, nuevamente en puntas de pie, entró al salón y te sorprendiste con aquella muchacha que lloraba con tus versos. Les preguntaste si alguna vez se habían puesto a observar cómo sus madres les preparaban la comida, y les aconsejaste que cuando llegaran a sus casas, observaran el amor y la dedicación de las madres que los alimentaban. Entramos al murmullo y salimos a la Poesía.
Atardece en Pueblo Lavalleja o en Montevideo o en Artigas. Atardece el mundo. Es la hora en que las sombras se echan en los rincones de las piezas y los vecinos aún no encienden las luces. El frío polar despide a este agosto de ausencias. Parece la hora de la tristeza, pero entonces, te recuerdo, poeta, como ese gorrión enamorado sobre un cable de 220, y se me ocurre que eres ese alguien que adivinabas en tu poema: “En la puesta de sol/ alguien anda besuqueándose con la muerte/ entre líneas rojas de cualquier historia”.
Eres la alegría, poeta, y la vida y el abrazo y el amor. Y has escrito unos versos para enseñarnos que la Poesía “se instala como un/ dolor de cabeza/ en el sitio irrisorio/ donde (a veces),/ gana la vida”.