Dos policías fueron imputados con prisión preventiva la semana pasada por el asesinato de Anthony, un adolescente de 14 años que viajaba en moto junto con un amigo de 17. Una moto acelerando motivó una inmediata persecución policial y, luego, sin mediación alguna, sobrevino un disparo que acabó con la vida de uno de ellos y dejó gravemente herido al otro. Cuando los policías ingresaron de apuro a Anthony al patrullero, uno de ellos exclamó: «Gurises, acá nadie disparó». Al llegar al hospital, los uniformados declararon que lo habían encontrado caído y que no sabían qué había pasado. Una de las claves para hacer caer el encubrimiento fue que el adolescente fallecido estaba en ese momento haciendo un vivo en Instagram. Con esas y otras evidencias, la defensa de los funcionarios aseguró que el disparo fue hacia abajo, pues uno de los adolescentes se dio vuelta y la policía interpretó que «algo brillaba».
El caso fue aclarado por la Justicia de forma inmediata y encierra un significado inequívoco. La escena deja al descubierto una realidad escondida y subyacente, pero constitutiva. En un contexto político en el que los actores principales compiten para ver quién es el que está más dispuesto a reprimir (como si la represión del delito fuera un concepto evidente), tiene que quedar en claro que el gatillo no fue accionado solamente por la funcionaria policial. La muerte de Anthony es producto de una violencia estatal construida y avalada por decisiones e inclinaciones. Además, si bien el hecho tuvo una inmediata repercusión periodística, no logró un encuadre de conversación pública, y la indiferencia política en el último tramo de la campaña electoral fue un dato indisimulable. El gatillo se acciona socialmente, y después lo que sobrevienen son algunos lamentos tibios o el silencio.
Casos como este ¿son generalizados? Creemos que no. En Uruguay, todavía no hemos llegado a esos niveles en los que el gatillo fácil forma parte de una compleja lógica de gestión policial. Sin embargo, sí creemos que existen otras dinámicas más generalizadas de lo que se está dispuesto a admitir. ¿Cuántos casos semejantes pueden quedar impunes por ocultamiento de pruebas, por adulteraciones exitosas o, simplemente, por falta de voluntad institucional de ir a fondo con las investigaciones? ¿Cuántos adolescentes y jóvenes pobres pierden la vida por impericias o excesos y sus muertes luego son atribuidas a los ajustes de cuentas o a los conflictos criminales, precisamente los casos que tienen más bajas tasas de resolución judicial? ¿Es tan descabellado pensar que hay porciones de esta realidad bajo signos de opacidad? Sin ánimo de caer en generalizaciones imprudentes y, por lo tanto, injustas, pensamos que estas preguntas no son ociosas. Como se ha señalado hasta el cansancio, estas violencias inaceptables están insertas en formas consolidadas de relacionamiento de la Policía con los sectores más vulnerables, en particular con los adolescentes y los jóvenes. Una compleja red de vínculos, expectativas recíprocas, economías morales, prácticas de hostigamiento, tecnologías de vigilancia, estrategias de evitamiento, etcétera, se ha ido conformando a lo largo del tiempo, sin que los esfuerzos de transformación institucional –a nivel de la Policía o del proceso penal– impacten sobre sus fundamentos más perniciosos.
En los últimos años, en nuestro trabajo de investigación territorial, hemos sido testigos de muchos casos de violencia policial y de que, cuando logran dar el difícil paso de la denuncia, los procesos se estancan o simplemente se archivan. ¿Cuál es la magnitud y la prevalencia de la violencia estatal en los barrios? También para estos asuntos, que muchos consideran de segundo orden, hay que tener estrategias de producción de datos e informaciones, pues al fin y al cabo las evidencias para el análisis científico no siempre provienen de los imperfectos registros administrativos.
Por otra parte, estas violencias provocan reacciones sociales de distinto tipo. El resentimiento, la victimización acumulada y los llamados a la venganza irrumpen como asuntos que definen un perfil de relación, lo que aumenta los niveles de deslegitimación de la Policía y los riesgos para los propios funcionarios. En estos días, han sonado las alarmas y los sindicatos han advertido sobre los peligros, y lo han hecho desde el enfoque moral: según ellos, la acción de los «pocos y malos» policías no debería comprometer el trabajo íntegro y comprometido de la mayoría. El énfasis se coloca en aquellos que «arriesgan la vida diariamente para proteger a la sociedad», soslayando que todas las acciones que otorgaron el marco para el disparo que terminó con la vida de Anthony se arraigan en prácticas y culturas institucionales mucho más expandidas. En definitiva, el gatillo que se accionó contra estos adolescentes es producto de las relaciones que el Estado construye en los márgenes, asunto además que nadie está dispuesto a reconocer en su real magnitud y mucho menos a modificar.
Las políticas de Policía son cruciales. Si bien en varias oportunidades hemos señalado que la evolución de la criminalidad está pautada por coordenadas que se dilucidan por fuera de las instituciones del sistema penal, eso no significa desentenderse de los cuerpos policiales y de las instituciones penitenciarias. Todo lo contrario: hay que tomarse muy en serio estas instituciones y admitir que hay varias maneras de ocuparse de ellas.
En la actualidad, cualquier línea argumental que problematice o piense a la Policía como una institución del Estado, o que la analice desde sus prácticas antes que desde sus definiciones esencialistas, corre el riesgo de ser ubicada en el campo de la antipolicía y de la prodelincuencia. En definitiva, este burdo recurso discursivo ha demostrado una alta eficacia política. Hay un pensamiento progresista que se ha quedado sin discurso sobre la Policía, y oscila entre una cierta complacencia demagógica (para no perder apoyos) y una estrategia de aproximación con base en ciertos vínculos subterráneos asentados en la lógica de la inteligencia. En ese juego de pragmatismo y realismo, la penetración política sobre ciertos espacios afines de la interna policial se transforma en un motor de poder, mucho más preocupado en su autopropulsión que en desplegar una agenda de transformaciones institucionales que modifique las prácticas y los paradigmas de gestión. No tener un discurso sobre la Policía es una decisión deliberada. Cuando la política se desentiende de estos asuntos y delega las decisiones en los mandos policiales, o en un elenco reducido que es el que «sabe de estas cosas», las posibilidades de obtener una política integral y democrática de seguridad se reducen ante las promesas de acabar con los auténticos «enemigos». Lo que parece el camino más corto nos aleja aún más.
Conocer el sistema de seguridad de un país implica una aproximación rigurosa a sus prácticas reales. Qué hace, cómo lo hace y qué consecuencias tiene lo que hace es clave para la definición de cualquier proyecto político. En concreto, hay varios modelos para pensar la gestión de la Policía, y cada uno de ellos tiene sus implicancias en términos no solo de eficacia, sino además en materia de legitimidad democrática. Las claves jerárquicas, belicistas, selectivas, arbitrarias, estigmatizadoras siguen teniendo gran relevancia en las dinámicas institucionales, a pesar de los esfuerzos en línea con la profesionalización y la tecnificación del trabajo. Por eso, la racionalización de los procesos, la evaluación continua y los controles sociales son tan o más importantes que la declaración vacía de apoyos o la voluntad de ejercer autoridad. El Parlamento, la academia, las organizaciones sociales y las redes comunitarias tienen que tener otro protagonismo en la construcción de las políticas de Policía. Solo así podremos comenzar a liberarnos de esa amarga sensación de que la bala que mató a Anthony fue disparada por todos nosotros.