Acá en el lejano Oeste - Semanario Brecha

Acá en el lejano Oeste

La película “Sin nada que perder”, que también es drama familiar, thriller y cine de carreteras, es ante todo un western contemporáneo.

“Sin nada que perder”

Estaba nominada al Oscar en su “primera vuelta” en cuatro rubros (película, guión, actor secundario y montaje), aunque a la hora final sólo quedara el de actor secundario para el siempre adecuado Jeff Bridges. Y no ganó nada, pero, como para hacer acuerdo con el título que se le dio en castellano, este film, de bajo presupuesto para los patrones hollywoodenses, tenía en verdad nada que perder al no ganar ninguna estatuilla, puesto que su público, real y potencial, no se va a encontrar entre el que corre a las salas para ponerse al día con los laureados, sino entre aquellos mansos cinéfilos que disfrutan del cine de géneros cuando estos son revividos con sensibilidad e inteligencia. Haya sido premiado o no.

Tal es el caso, porque esta película, que también es drama familiar, thriller y cine de carreteras, es ante todo un western contemporáneo. Tiene todos sus elementos: asaltantes que a su vez son justicieros por mano propia, policía que los persigue metódicamente, estableciendo una suerte de relación a la distancia con ellos, indios (en este caso, el asistente del ranger), pueblos medio fantasmas con apenas una sucursal bancaria, una cafetería y unos pocos parroquianos con cara de haber estado allí desde el comienzo de los tiempos, llanuras inmensas y polvorientas, juegos de azar, aunque sin el colt sobre la mesa. Caballos no hay, pero sí sus sustitutos, camionetas y autos que transitan a toda velocidad por las interminables carreteras –y a los que es más fácil dejar morir que a los amados equinos–. El director escocés David Mackenzie –cuyos filmes anteriores, algunos muy premiados, habrá que ponerse a rastrear a partir de ahora– compone, con un inteligente guión de Taylor Sheridan, un relato con todos los ingredientes del mito, pero apoyado en problemas de hoy. Los hermanos Howard, Tanner, encarnado por Ben Foster –el mayor, el desprolijo, que estuvo alejado de los suyos y pasó algún tiempo en prisión– y Toby, actuado por Chris Pine –el menor, atormentado por su fracaso personal y familiar y el riesgo de perder la granja heredada de su madre–, asaltan bancos chicos regados por el Oeste. Se llevan sumas pequeñas cada vez, para llegar a juntar la suma suficiente para salvar la granja y asegurar el futuro de los dos hijos de Toby. Son robos poco épicos, hasta ridículos, ladrones de poca monta arriesgándose por sumas escasas. El ranger Jeff Bridges los persigue pacientemente con su asistente mestizo Parker (Gil Birmingham), pero no parece encontrar testigos dispuestos a ayudarlo. Una camarera querendona se hace la distraída, un parroquiano que vio el asalto no se presta a reconocer a los autores. Sí le espeta al policía que vio cómo robaban un banco que lo ha estado robando a él por treinta años. La crisis de 2008 y el carácter dañino de la banca planean sobre esos pequeños productores endeudados, lo que se nota en el ambiente, el clima de desmovilización y quietud, y algunas pocas líneas de diálogo, largadas como al pasar. En algún momento el policía mestizo le dice a su jefe: “Hace 150 años toda esta tierra pertenecía a mis ancestros. Los abuelos de esta gente se la sacaron, y ahora se la sacan a ellos. Pero no el ejército, sino esos desgraciados”, y señala un banco.

Pero el principal atractivo del filme está en cómo se manejan las relaciones de los personajes entre sí. En los protagonistas, importa el pragmático cinismo del mayor, el dolor callado del menor y el amor que une a esos dos hermanos, derrotados cada uno a su manera; la fuerza de la sangre es también un elemento del mito. En el caso de su perseguidor, parece revivir en el ranger de Bridges toda una estirpe de viejos (de cine) lúcidos y pícaros, tallados a hacha, esos que disimulan sus afectos a fuerza de humor y cinismo. No le ahorra pullas racistas a su ayudante mestizo, por ejemplo, y pese a eso es palpable la unión que existe entre ellos. El humor juega su papel, hábilmente sembrado en situaciones y personajes –lección del maestro John Ford–, pese al trasfondo doloroso del asunto. En el de-senlace llega la épica que se eludió durante todo el desarrollo, y una suerte de arreglo del mundo, amargo pero arreglo al fin. Es que es cine, cine de aventuras y personajes, que usa elementos de lo real para expandir su materia ficcional recreando prototipos reconocibles y queridos, de cuando las películas destinadas al gran público incluían la inteligencia y los matices. Lo más escaso, ahora.

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