Fue una de esas personalidades que parecía que siempre estuvieron allí y que perdurarían por siempre. La vitalidad y un optimismo incurable lo definían. Falleció el mes pasado en Buenos Aires a la edad de 92 años. Gyula Kosice, de origen húngaro (su verdadero nombre era Ferdinand Fallik, Kosice era su pueblo natal) había llegado a Argentina a los 4 años, y al poco tiempo, cuando fallecieron sus padres, fue criado por un tío que le inculcó el amor al arte. Poeta, escultor, teórico y pionero del arte cinético y lumínico, fue el padre del llamado –por él– arte hidrocinético. Típico exponente de las vanguardias del siglo XX, se sirvió de los manifiestos, las acciones y proclamas audaces en contra del arte pasado. Formó parte del primigenio Grupo Arte Concreto Invención, pero su nombre estará por siempre liado al arte madí, pues fue, junto con el uruguayo Carmelo Arden Quin, fundador de ese movimiento que a la postre sería uno de las escasos nacidos en el Río de la Plata con cierta incidencia en el norte, en especial en Francia, cuna de las principales vanguardias históricas y donde Kosice residió.
Influenciado por las ideas universalistas de Joaquín Torres García, el movimiento madí pretendía afectar todas las esferas de la actividad humana. En el famoso manifiesto de 1946 se establecía que “la pintura madí es color y bidimensionalidad; marco recortado e irregular superficie; planos articulados, con movimiento lineal, rotativo y de traslación”. Y la proclama prosigue estatuyendo el dibujo madí (“disposición de puntos y líneas”), la escultura (“tridimensional, no color”), la arquitectura (“ambiente y formas móviles”), la música (“inscripción de sonidos en la sección áurea”), la poesía (“proposición inventada”), teatro (“escenografía móvil, diálogo inventado”), novela y cuento (“personajes y acción sin lugar ni tiempo localizados”) y, finalmente, la danza madí (“cuerpos y movimientos circunscriptos a un ambiente medido, sin música”). Se entenderá por este apretado resumen que los madí podían pecar de ingenuos y de oscuros al mismo tiempo, pero que estaban motorizados por la idea de un arte nuevo que mejoraría la vida del hombre, un arte con preceptos cercanos a la ciencia o inspirados en una lógica áurea. Los poemas hidráulicos y las ciudades hidrocinéticas son un corolario natural de esas ideas germinales y versátiles. Y hay que admitir que esa luz, esa agua y ese movimiento que el madí imprimió a sus esculturas y a sus teorías fueron, como pronosticó en alguna de sus “hidroadvertencias”, factores creadores de un nuevo indeterminismo no exento de belleza. Kosice encarnó como ninguno de sus colegas (entre quienes se cuentan los influyentes Tomás Maldonado y Ennio Iommi, y los uruguayos Arden Quin, Rhod Rothfuss y Rodolfo Ian Uricchio) la figura del artista-inventor, y como tal disputó con algunos de ellos los descubrimientos y los hallazgos de las nuevas ideas. Dejó sus monumentales piezas distribuidas por todo el mundo (también en Punta del Este). Y además de hidráulico, fue el más utópico. En el momento de su muerte todas las reseñas evocaron –y ésta no es la excepción– su proyecto de mayor vuelo: una ciudad suspendida en el aire sobre el agua, la solución de Kosice a la problemática demográfica y a la grisura de una vida sin poesía. En sus aéreas avenidas las personas podrían leer sentencias como esta: “Lugar para dejar escrita –tinta de nubes– la radiación gozosa de todos los deseos”.