En su tiempo muchos gustaban de compararla con Bette Davis, tal vez llevados por esa urgencia recurrente y absurda de buscarle a todo un referente estadounidense. “Y como a mí no me gustaba Bette Davis les decía que cuando muriera quería que escribieran en mi lápida que fui la amante de Jules y Jim”, ironizó la propia Moreau al respecto. Fue en el cine a un tiempo femme fatale y dama inestable, la mayor de las tres caras de la nueva ola a la que también le pusieron rostro y talento Brigitte Bardot y Catherine Deneuve. Fue la chica en disputa de ese triángulo amoroso y trágico que completaron Oskar Werner y Henri Serre en Jules et Jim (1962), de François Truffaut, pero bien se la puede recordar por muchos otros créditos, empezando por sus primeros pasos junto a Louis Malle, especialmente en Los amantes (1958), que fue premio especial del jurado en el Festival de Venecia y provocó una avalancha de espantos puritanos y hasta prohibiciones. Llegó a trabajar con casi todos los imprescindibles del momento en Francia: Jean-Luc Godard (breve rol en Une femme est une femme), Jean Renoir (Le petit théâtre), Truffaut (cameo en la fundacional Los 400 golpes y protagónico en La novia vestía de negro), Agnes Varda (Les cent et une nuits de Simon Cinéma) y Jacques Demy (La baie des anges).
Después de la consagración mundial con Moderato cantabile (1960), de Peter Brooke, una historia de amor derivada de un hecho policial y que la tuvo actuando en una altísima química con el gran Jean-Paul Belmondo, valiéndole incluso el premio a mejor actriz en el Festival de Cannes, Moreau pasó a la esfera de las divinidades de carne y hueso, adoradas y seguidas por su arte y acosadas y perseguidas por su vida privada –su amistad con Jean Cocteau y Henry Miller; sus historias con Lee Marvin o William Friedkin, entre otras–, pero consiguió sobrevivir casi intacta a las inclemencias de su condición. Digamos que no perdió la brújula y de eso da cuenta su filmografía, plagada de créditos con grandísimos directores y abocada ante todo al cine de autor en una serie muy particular de personajes. “Abro las puertas a la intuición porque la racionalidad es realmente la muerte”, es una de sus frases célebres sobre su oficio. Eso explica, en parte, por qué Orson Welles la empleó en El proceso (1962) –pocas empresas más irracionales e intuitivas, más arriesgadas cinematográficamente hablando, que adaptar a Kafka en una pantalla–, Campanadas a medianoche (1965) y Una historia inmortal (1968) antes de zanjar todo diciendo: “Jeanne Moreau es la mejor intérprete del mundo”. Y ya que estamos en temas de cine de alto riesgo –riesgo en el único sentido que vale la pena–, actuó a las órdenes de Luis Buñuel en El diario de una camarera (1954). Y fue la pareja extraviada y deprimida de Marcello Mastroianni en La noche (1961), de Michelangelo Antonioni, actuó para Joseph Losey (Eva, El otro señor Klein, La truite), Rainer Fassbinder (Querelle), Elia Kazan (El último magnate), John Frankenheimer (The Train) y Theo Angelopoulos (To meteoro vima tou pelargou y el segmento “Trois minutes” del compendio de cortometrajes Chacun son cinéma), y una serie interesante e inabarcable de nombres y películas que se extienden a lo largo de seis décadas.
Cuando los papeles escasearon, Moreau supo reinventarse como directora con Lumière (1976) y L’adolescente (1979); hasta se animó a la escritura, la ópera y la música. Pero lo que la mantendrá en la historia será, para siempre, la actuación. “No se trata de ponerse una máscara. Cada vez que un actor interpreta no se esconde; se expone”, declaró alguna vez. “Actuar es trasmitir vida”.