Por alguna razón,difícil de entender y compleja de explicar, la inmensa mayoría cree que las agresiones sexuales son obra de personas enfermas que, además, no tienen cura posible. Así lo revelan algunos estudios de opinión. Ni qué decir que es un atajo formidable para exorcizar cualquier dejo de culpabilidad, de responsabilidad individual o colectiva en la violencia sexual, uno de los hábitos más consolidados en la sociedad.
El razonamiento sería más o menos así: si el golpeador o el violador padece algún tipo de enfermedad, los sanos estamos libres y sólo debemos procurar evitar el contagio. Porque si atribuyéramos las agresiones sexuales a causas sociales, como el patriarcado y el machismo, o sea a la asimetría de poder, ahí las cosas se complicarían porque nadie estaría libre de pecado. Salvo los enfermos, claro.
Siendo la enfermedad una construcción social, la exclusión de quienes la padecen es la salvación del resto, de los que somos sanos, física y moralmente. Un alivio mayor. Impagable.
Algo así debe haber sentido una parte no menor de los ciudadanos de Bruselas cuando Frank van den Bleeken, de 50 años, 30 de los cuales los está pasando en prisión por violaciones, incluyendo una seguida de asesinato, reconoció padecer un “fuerte delirio sexual” y pidió que se le aplicase la muerte asistida.
El Tribunal de Apelación de Bruselas ha dado el visto bueno a la solicitud para que se le aplique la eutanasia, tres años después de haber sido solicitada por el preso, quien pidió morir alegando que padece un “sufrimiento psíquico insoportable” y que si sale de la cárcel reincidirá porque no ha recibido tratamientos adecuados.
Las leyes que regulan la eutanasia fueron introducidas en Bélgica en 2002, e incluyen la creación de una Comisión Federal de Eutanasia, donde Van den Bleeken libró una batalla legal durante tres años. Es la primera vez que se aplica a un preso. Está previsto el traslado del recluso a un hospital donde se despedirá de sus padres.
Aunque la regulación de la eutanasia constituye un encomiable paso adelante de la sociedad belga, el caso mencionado no deja de presentar dudas. Michel Foucault nos recuerda, en Historia de la locura en la época clásica, que cuando la lepra desapareció del mundo occidental, el lugar de exclusión y aislamiento, el leprosario, fue ocupado rápidamente por “incurables y por locos”. Quizá porque, como apunta en la primera página de su trabajo, era necesaria “una nueva encarnación del mal, una mueca distinta del miedo, una magia renovada de purificación y exclusión”.
Nosotros, los machos, agradecidos. n