—¿Qué pasó en los sesenta, que hubo tanta cosa musical en Uruguay? Empezando por ustedes, Zitarrosa, Viglietti, el Sabalero, Rada, Mateo, los Fattoruso, ¿no es mucho para un país tan chico, y en tan poco tiempo?
—Es una pregunta lindísima, porque se desprende tanta cosa de ahí, ¿no? Porque no solamente la música explotó, explotó la literatura, explotó la pintura, es como que estaba todo dormido y de repente explotó, y salieron tipos que rayaron altísimo: Benedetti, Galeano, Idea Vilariño… y de teatro ni que hablar. Entonces fue toda la cosa artística, de repente vino algo, no sé qué fue. Me gusta que sea así, que no lo puedas detectar. Porque para mí el arte es una expresión intelectual de la especie que es intocable; los imperios revientan bélicamente a los pueblos, pero cuando se quieren meter con el arte no pueden.
—Además son cosas bien distintas, ¿no? Las guitarras de Los Olimareños, las de Zitarrosa o la de Viglietti, parecen de planetas diferentes.
—Sí. Hay pocas cosas escritas que profundicen en eso. Habría que escarbar, pero te vas a llevar sorpresas y muchas veces no vas a tener respuestas.
—La guitarra. Cuando vos empezaste, ¿qué querías hacer, a quién copiabas?
—Y… a veces te copiás a vos mismo, porque despertás una cosa que ni sabías que la tenías. A mí me pasó así, me sorprendió, o más bien me sorprende ahora que lo miro de lejos. La impronta de cada artista…, porque nombrás a cualquiera, a Darnauchans, a Mateo, todos contemporáneos. En ese momento uno no tenía la capacidad de análisis que puede tener ahora, no era consciente de que estaban todos creando y por distintos caminos, y todos con belleza.
—Era una época en que se tocaba mucho, ¿no?
—A principios de los sesenta, ya en Montevideo, nosotros trabajábamos en los boliches y con eso pagábamos el hotel y la comida, y ta. Fue muy de a poco que nos hicimos conocidos, una tarea hecha raspando la olla y sin proyectar un resultado; ni nosotros sabíamos lo que traíamos. Conversábamos también con Alfredo, con Daniel; yo lo escuchaba a Alfredo y me encantaba, lo mismo que a Molina, otro tigre, un toro bravo. No hay otro más arriba que él en el canto repentista. Esa forma de cantar, esa fuerza, esa vitalidad. Él inventó la milonga, esa milonga… (tararea un intermedio que solía hacer Molina, en el que el bajo marca las cuatro negras del compás, e imita un poco su forma de cantar). Antes la payada era como corrida, sin pausa, y él te metía esas pausas dentro de los versos, que no sabías para dónde iba a arrancar.
—Y metía esas frases tipo “es el numen de la raza”, que me imagino que los otros lo quedaban mirando.
—¡Jua! Es cierto. Cuando fuimos al festival de la canción de protesta en Cuba, en el año 67, fueron Molina y Viglietti, y fuimos por México. Otros fueron por Praga para evitar a la Cia, pero como los cubanos pagaban el pasaje, no sé, nos dio cosa. Tengo el pasaporte viejo todavía, toda una hoja dice “Fue a Cuba”. Estaban Molina y el Paco Bilbao (que era nuestro representante y también era payador). Entonces estábamos en el aeropuerto de México esperando para volar para Cuba, y estaban los de la Cia ahí, ¿no? Nos ponen contra una pared, como a delincuentes, y me acuerdo de que a Molina, que andaba vestido de gaucho, le dicen: “Señor, tiene que sacarse el sombrero para la foto”. Y Molina dice: “No me saco nada. El campesino de mi país se viste así, ¿por qué me voy a sacar el sombrero?”. Bueno, se hizo un silencio largo, hasta que vinieron los del avión cubano y hablaron un rato con Molina: “Compañero, no sé, está el vuelo detenido esperando que usté se saque el sombrero”, hasta que lo convencieron. Me acuerdo de que dijo: “Lo voy a hacer como un acto de resistencia”.
Después empezó el festival; fijate que estaban Daniel, Zitarrosa, Sampayo, nosotros, y el festival era en las fábricas, en las escuelas, nada de teatros (salvo el cierre, que fue en el Carlos Marx, de La Habana). Y andábamos por todo el interior. Y claro, payaba Molina y los cubanos se subían a los mástiles, bajaban la bandera cubana y lo abrazaban con la bandera. Y venían los fotógrafos cubanos y sacaban fotos, y eran todas fotos de Molina. (Se mata de la risa.) ¡Qué Zitarrosa, Olimareños, nada! Molina, Molina pa’ todo el mundo. Y terminó haciendo una payada con el Indio Naborí, que era un repentista cubano, que payaba por punto guajiro, y Molina por milonga. Tanto, que tiempo después se juntaron en México e hicieron un recital juntos.
—Y ahí, ¿ya se trajeron algunas músicas? Porque era otra característica de la época.
—Sí, claro. Nosotros hacíamos mucha cosa venezolana, del llano, del estado de Apure, joropos, pasajes… porque, claro, Venezuela tiene una variedad impresionante. Lo que trajimos ahí de Cuba fue “Hasta siempre”, porque en un encuentro en la Casa de la Revolución, estaban ahí todos los de la Sierra Maestra, estaban casi todos vivos, y el Che estaba vivo pero ya se había ido, y aparece Carlos Puebla con la guitarra, un maraquero y otro guitarrista. Y de repente le dice a Sampayo, que se había enamorado de la belleza de las negras cubanas, y va y le dice: “Oie, petrolero, escucha esto” –así les decían los cubanos a los que gustaban de las negras–, y va y canta “Hasta siempre”, que fue la primera vez que la oímos. (Canta e imita a Carlos Puebla) “Aprendimos a quererte…”
—¿La anotaron? ¿Cómo la aprendieron?
—Y bueno, anotamos la letra y el guitarrero de él nos pasó el toque de la guajira (lo hace con la voz).
Y eso nos acordamos de memoria, en ese tiempo todavía teníamos… Y la grabamos, tanto que cuando estuve preso un año en Argentina todas las averiguaciones venían por ahí. Los tipos sabían todo, el Plan Cóndor ya estaba. Me preguntaban: “¿Usted votó al Fidel?”. Antes del Frente Amplio, ¿no? Y yo tenía dos libros en la valija, uno se llamaba Artigas: tierra y revolución, y tenía un afiche de un toque en la Unión Soviética, que habíamos hecho. Y yo les decía que el libro era sobre el pensamiento artiguista. “¿Y quién es ese Artigas?” Bueno, les decía yo, acá en la plaza ustedes tienen una estatua de Artigas, es el héroe de nosotros. Y los tipos no entendían nada. El otro libro que tenía era El principito. “¿Qué es ese otro libro? ¿Quién es ese principito?” Ta, unos bestias, ¿no?
—Estaba pensando que no me contestaste la pregunta sobre la guitarra.
—Soy de una familia auténticamente campesina. Mi viejo tenía una hectárea, por ahí, cerca de Pirarajá, en la novena sección de Lavalleja, y ahí nosotros nos criamos. Éramos 12 hermanos: siete mujeres y cinco varones. Todos vivíamos ahí, comíamos de ahí; el rancho de terrón y paja, todo sacado del arroyito que estaba ahí al fondo. Y yo siempre agradecí ese contacto con la naturaleza. Vivo acá (San José de Carrasco) porque no aguantaría vivir en el Centro. Siempre busqué un poco… no la soledad, pero… a mí la soledad no me lastima. No digo que sea un perro solitario, pero la soledad es una amiga que te respeta, que no te avasalla. Claro, está la canción de Dino: “mal compañero de viaje, la soledad”, pero para mí no.
Ta, y mi papá tocaba la guitarra, nos reuníamos en la cocina, con la cocina a leña que daba calor para toda la casa, y ahí tocaba. Con cuerdas de tripa, que me acuerdo de que eran amarillas y azules y rojas. Mi padre no cantaba, sólo tocaba, pero mis hermanos todos tocaban y cantaban. Yo soy el menor de los varones, ando más o menos por el medio.
—Casi lobisón…
—Sí, exactamente, me jodían con eso porque era el séptimo. Bueno, pero yo no tocaba. Cuando iniciamos Los Olimareños yo tocaba un bombo. Cuando vinimos acá era así, yo no tocaba la guitarra, y fue ya con el dúo conocido que tuve que agarrar la guitarra, y tuve problemas. Y ahí Ruben Aldabe, un amigo de allá y concuñado, además, que tocaba maravillosamente, me ayudó. Y ahí empecé; decí que de joven los dedos son como tentáculos, uno agarra rápido.
—¿Y el rasguido de candombe? ¿De dónde lo sacaron?
—Como te dije, ya muy jóvenes decidimos quemar las naves y venirnos a Montevideo. Y ahí, en esa promiscuidad que teníamos, tendíamos a inventar cosas. Siempre tuvimos un rechazo a repetir lo que hacían otros, no era algo conversado, era así. Y compartíamos mucho escenario con las murgas –porque cantábamos en los tablados– y también con el candombe. Y empezamos a ver el fenómeno ese, que no lo conocíamos. Y estaba la marcha-camión, y el pum, pá, pruumbá, de los tres tambores, y ¡aaaah… mierda!; íbamos a las Llamadas, y mirábamos. Y queríamos hacer canciones con esos ritmos, y ¿cómo le ponemos? E inventamos aquello de la “canción carnavalera”. Pero de ahí a tocarlo… lo más difícil eran las síncopas, que el candombe tiene unas y la murga otras. El candombe con guitarra casi no existía. Y queríamos encontrar algo intermedio que sirviera para cantar canciones de murga y también de candombe. Y empezamos a buscar un rasgueo fijo, ¿no? Porque una cosa es rellenar con acordes, pero un rasgueo…; y un día el Pepe viene y me dice: “A ver, hacé eso que vos hacés, y yo hago esto otro” (el rasguido de candombe de Los Olimareños es, en realidad, la combinación de dos rasguidos algo distintos; por ejemplo, a veces la mano derecha del Pepe baja al mismo tiempo que la de Braulio sube), y ahí, con eso que tenía algo del son, y golpes del candombe y el prrrracatá de la murga, probamos, y se agarraba con los dos ritmos, y bueno.
—Porque está la forma de tocarlo de las guitarras de Zitarrosa, basada un poco en la clave, o la de Mateo, que es muy repicada, y la de ustedes que sigue un poco al piano, ¿no?
—Claro, porque los graves… en esa correntada fueron el único palo que encontramos para agarrarnos, algo fijo. Alguien dijo que era un “candombe rural”.
—Pero lo inventaron en Montevideo.
—¡Ja! Sí. El que tocaba candombe en guitarra era Mastra, un animal, y tal vez era el rasguido más cercano al nuestro, pero igual era otra cosa.
—¿Y la frase “Ah, tololo”? ¿De dónde sale eso?
—“Ah, tololo” es una forma que se usa en Treinta y Tres, sobre todo la gente del arrozal. Es una expresión de admiración: “Fulano hizo esto. Ah, tololo”. Es como decir qué lo parió, qué bueno.
—¿Y “Échele, nomás”?
—Eso es como afirmando una idea. Como diciendo eso es así, por esto, por esto y por esto. Es igual que “les volará el pelerío”, que es como decir “no se la van a llevar de arriba”.
—¿Y cómo se te ocurrió meter esas frases en las canciones?
—Porque… no sé. Eso sí que no me lo planifiqué para nada. Sale.
—Pero no es cualquier cosa. Yo me acuerdo del primer ¡Ah, tololo! que dijiste, al volver a Uruguay, en el Estadio Centenario. ¿Vos te acordás? (Se ríe y afirma.) Ya iban varias canciones y de repente metiste un “Ah, tololo” larguísimo, dicho con mucha fuerza, y la gente aplaudió, porque era como la prueba de que habías vuelto.
—Sí. Estando en Europa hicimos una gira por México y Venezuela, y estábamos en el teatro Teresa Carreño, en Caracas, y estaba lleno de uruguayos, y grité un “Ah, tololo”, y también la gente aplaudió, y después los periodistas venezolanos nos preguntaban qué era eso, porque pensaban que era alguna consigna que quería decir algo contra la dictadura, o algo así.
—Otra cosa que recuerdo que se aplaudió en el medio, ese día, fue un punteo con las bordonas que metió el Pepe en “Angelitos negros”. Era un punteo simple, pero lo aplaudieron como si fuera un solo de Paco de Lucía. Era una forma de tocar que estaba un poco olvidada acá, y tal vez la gente la extrañaba.
—Es la cosa popular. Me acuerdo de que Jorge Risi me decía: “A ver, tocá tal cosa”, y él agarraba el violín, y decía: “Pero vos acá hacés medio compás, que está como fuera, y sin embargo queda bien”. Y me mostraba: “Esto que hacen acá, y esto otro”. Y tocábamos, por ejemplo, “La cumparsita”, y él tocaba arriba, le encantaba la belleza de juntar esas dos escuelas. Una vez Coriún (Aharonián) me mostró una música de esas concretas que hacía, y al terminar me preguntó: “¿Qué te parece?”. Yo lo miré y le dije: “Pah, Coriún…, la verdá que no entendí nada. (Se mata de risa.) ¿Y qué le iba a decir? Éramos amigos, no le iba a andar mintiendo. “Te felicito por la honestidad”, me acuerdo que me dijo.
—La forma de hablar se reflejaba mucho en las melodías, en las pausas, ¿es así?
—Claro, ahí salía el canario del este, porque si agarrás el del norte es distinto. En la expresión o la intención musical está mucho la forma de hablar. Uno arrastra cosas, y eso es lo lindo: ni traicionarse a sí mismo ni querer hacer lo que no está a tu alcance.
—Hablame de la serranera, ese género que antes de ustedes no existía.
—Bueno, Ruben Lena era un tipo muy inquieto, era como esos perros que siempre están buscando un hueso. Siempre decía que había que inventar algo, algo que reflejara el paisaje nuestro, que tuviera un aire como de la sierra. Un día me dice: “Creo que lo tengo”. “¿Seguís jodiendo con lo de la sierra?” “Sí, mirá”, y me lo mostró en la guitarra. Él tenía dedos como morcillas, no podía tocar mucho, pero tenía la idea bien clara.
—¿Y cuál era “la idea”? Porque yo veo que en los discos de ustedes le ponían “serranera” a cosas bien distintas; hasta el compás cambiaba.
—Claro, porque después vino el Laucha Prieto e inventó la “media serranera”.
—Cierto. ¿Y cuál es cuál? Por ejemplo, las que son en seis por ocho, tipo “Aunque nadie quiera, quiero”, ¿esas son serraneras?
—Claro, claro.
—Entonces las otras, más milongueadas, son las media serraneras.
—Ahí va.
—Como “Platonadas”.
—No, no. Media serranera es, por ejemplo, aquella que dice (canta) “Montón de andrajos/ y voz de vino/ parecía nacido/ en los caminos”. Es más lenta, más abolerada.
—¿Eso es una media serranera? ¿Entonces las que yo digo, que se parecen a una milonga, qué son?
—Esas son serraneras.
—Pero la puta. Y si no es el ritmo ni el compás, ¿qué es lo que las define?
—El aire. Tienen un aire como de la sierra.