Con Maricruz Díaz
Entre ecos del reciente festival internacional de teatro comunitario, una actriz pionera en el género continúa ofreciéndonos a una habitante del Cabo Polonio. Maricruz Díaz, chilena largamente “uruguayizada”, es actriz, cantante, pintora y ceramista que recrea, unipersonal mediante,* el brillo elemental de María Celia Calimaris, “la Chela” del Cabo. Amiga que le enseñó a elaborar el pan que amasa y comparte, receta incluida, en escena.
—¿Síntesis de tu experiencia en teatro?
—La primera etapa, años 82, 83, estuvo marcada por el teatro barrial con el que, además de hacer espectáculos, formábamos gente. Estimulados por Pedro Pablo Naranjo, un colombiano que vivió años acá y trajo la cultura del teatro comunitario, en momentos en que nadie hablaba de eso. Y la escuela era orientada por docentes muy buenos.
—¿Había una escuela?
—Sí, funcionaba en la institución Cristo Rey. Allí tuvimos, entre otras figuras, a Ernesto Laíño, Alicia Ramos, Mariana Percovich. En esa institución, que estaba en General Flores y Comercio, también nació el Serpaj. Esa primera etapa fue de mucho trabajo de base, para romper el aislamiento generado por la dictadura. Yo vivía en Peñarol y tenía ahí un grupo de referencia, además de asistir a la escuela. En la segunda etapa conocí a Gabriel (Valente), con el que tuvimos tres hijos, y yo ya tenía una hija. Cuando nació el tercero dejamos de actuar, ambos, para dedicarnos a criarlos.
—¿Dónde conociste a Gabriel?
—Cantando, siempre canté. Él era alumno del Choncho Lazaroff y yo de Rubén Olivera, fuimos de los primeros alumnos del Taller Uruguayo de Música Popular. Entonces vivíamos trabajando para los hijos, y el único lugar donde nos expresábamos artísticamente era en el rancho de la Chela, en Cabo Polonio.
—¿Por qué en el Cabo?
—Tenemos un rancho allí, gracias a los amigos. El primer año que fuimos a veranear alquilamos, y todos los días cantábamos para los pescadores, además de participar en las guitarreadas eternas, con músicos de todas partes, que se armaban en lo de la Chela. “Ustedes no son visita, son nuestros, tienen que tener casa acá”, decían. Un día Gabriel vendió una moto y con esa plata, más la solidaridad de ellos, accedimos al ranchito. Durante esas guitarreadas la Chela vendía pan, pastafrola, caña, vino, eran ingresos importantes para ella.
—¿Qué hacía?
—Sola y con hijos, vivía de hacer pan, tejer prendas, reparar redes, lo que fuera. En invierno hacía comidas para los peones de la zafra lobera.
—¿Cuál de sus facetas te decidió a escenificarla?
—Todas, fue una madre para mí. Yo también soy de cuna humilde, y me sentía muy cómoda con ella, con los pescadores, con esa comunidad que era el Cabo antes de que el turismo y el tiempo lo modificaran. Su casa, siempre abierta, era el lugar donde podías resolver desde un problema con un hijo chico, hasta cantar y bailar.
—¿Cómo construiste el personaje?
—Trabajando lo corporal como etapa pre-expresiva, según aprendí en un taller con Fernando Toja y Julia Varley, del Odín Teatro, e incorporando elementos de mi práctica de yoga y de mi pasión, obsesión te diría, por los mascarones de proa. El mascarón, una forma femenina, le da la identidad al barco. Ese pecho femenino es el parteaguas, el que taja las olas –significado de la palabra tajamar– y ahuyenta los malos espíritus. Identifica, también, la personalidad del capitán.
—¿Cómo vinculás el mascarón con el personaje?
—A determinada altura del proceso de improvisación le pedí a Gabriel que me filmara, y comencé a jugar con los brazos en posiciones de yoga. De pronto me encorvé y comencé a llamar a los patos: “marreco, marreco, marreco”; el llamado que escuchábamos todos cuando pasábamos por la casa de la Chela. Me di cuenta que estaba asomando y que tenía dos personajes, ella y el mascarón. El resto lo hizo la inteligencia del director, Fabio Zidán, para descartar lo accesorio y conservar lo esencial. Él leyó el texto que escribí en dos jornadas sola en la playa, y me propuso dirigirme. Está por cumplirse un año de la muerte de la Chela; yo la había dibujado y pintado muchas veces, y cuando fui a verla al centro de tratamiento intensivo tuve la certeza de que algo iba a hacer con esa enorme pérdida. Hice esto, encarnarla.
—Pasaste de secretaria a desempleada en forma abrupta; ¿qué papel jugó el arte en esa adaptación?
—En Chile sólo dibujaba, pero desde que llegué a Uruguay comencé a pintar. Las chances de desarrollo artístico me las dio este país; allá, si nacés en una familia de pocos recursos, es imposible. Todo pasa por la universidad, y la universidad cuesta caro. Por supuesto que existe una cultura popular, de la que Violeta Parra es luminosa representante, pero la formación artística e intelectual está reservada a quienes pueden financiarla. Yo aquí cursé siete años de Facultad de Bellas Artes, algo impensable allá.
—Nuestra Universidad es gratuita.
—Pero además tenés talleres de lo que busques; con un poco de voluntad, está todo al alcance de la mano.
—La receta que das, del rico pan que amasás en escena, ¿es genuina?
—Claro, aprendí a hacerlo por solidaridad con la Chela. Un verano se agarró una infección brutal y no podía trabajar. Con otros dos amigos, la Bea y el Nene, nos distribuimos las tareas. Yo hacía la pasta y amasaba, la Bea acarreaba ingredientes y vendía, y el Nene picaba leña. Había que hornear 138 panes diarios; aun siendo tres, nunca llegamos a esa cifra.
* La niña de madera de aquel Polonio. Unipersonal de Maricruz Díaz, escenografía y vestuario Iván Arroqui/Tatúteatro, iluminación Claudia Tancredi/Tatúteatro, dirección Fabio Zidán, fotografía y video Mauro Valente y Philo Posproducción, diseño Philo Posproducción, producción Tatúteatro. Club de pesca La Restinga, Faro de Punta Carretas, todos los jueves de noviembre a las 20 horas (opción de paseo previo en embarcación).