Para matar a gran escala, lo sabemos, hay que mentir, y además insultar y despreciar a las víctimas. Eso es lo que hizo Estados Unidos en Irak o lo que ha hecho siempre Israel en Palestina. Toda la izquierda compartió en 2003 esta denuncia al lado de la gente normal y decente; y se indignó y se condolió al lado de la gente normal y decente tras los bombardeos de Bagdad o de Gaza. Pues bien, ocurre que eso que tanto nos duele y enrabieta cuando es Estados Unidos o Israel el verdugo, se ha convertido en la rutina mental de la izquierda en su relación con Siria. Hemos aceptado mentir a gran escala para que el régimen de Asad y sus aliados ocupantes –Rusia, Irán y Hizbolá– maten a gran escala; y al hacerlo no sólo hemos abandonado y despreciado a las víctimas, sino que nos hemos separado de la gente normal y decente. Una buena parte de la izquierda mundial se ha situado, en efecto, al margen de la ética y al lado de los dictadores y de los muchos imperialismos que doblegan la zona. En una Europa en la que crece el neofascismo –y el terrorismo islamista– a velocidad acelerada, este nuevo error, sumado a tantos otros, nos puede costar muy caro.
Para permitir a Asad matar a gran escala ha hecho falta mentir mucho: ha hecho falta negar que el régimen sirio fuera dictatorial y afirmar, aun más, que es antimperialista, socialista y humanista; ha hecho falta negar que hubo una revolución democrática muy transversal, no sectaria, en la que participaban millones de sirios, muchos de ellos de izquierdas, que no se reconocían en una dirección o un partido (una especie de 15M gigantesco cristalizado en consejos y coordinadoras locales); ha hecho falta negar la represión brutal de las manifestaciones, las detenciones, las torturas, las desapariciones; ha hecho falta negar la legitimidad del Ejército Libre Sirio (Els); ha hecho falta negar los bombardeos con barriles de dinamita y el uso de armas químicas por parte del régimen; ha hecho falta negar o justificar los bombardeos masivos de la Rusia de Putin; ha hecho falta negar la tolerancia de todos (Asad, Rusia, Irán, Estados Unidos, Arabia Saudita, Turquía) ante el crecimiento del EI; ha hecho falta negar la ocupación iraní de Siria; ha hecho falta negar el imperialismo ruso y su excelente relación con Israel; ha hecho falta negar la indiferencia errática de Estados Unido, que sólo ha intervenido para dejar el paso libre al mismo tiempo al régimen sirio y a Arabia Saudita; ha hecho falta negar el embargo de armas, que ha dejado la rebelión en manos de los sectores más radicales, tan contrarrevolucionarios como el propio régimen; ha hecho falta negar la existencia de manifestaciones simultáneas contra Asad y contra el EI (u otras milicias yihadistas) en pueblos y ciudades destruidos y asediados; ha hecho falta negar la ausencia del EI en Alepo, expulsado por el Els en 2014; ha hecho falta negar el sufrimiento y el terror de la población alepina bajo asedio; pero ha hecho falta –lo peor– negar el heroísmo, el sacrificio, la voluntad de lucha de miles de jóvenes sirios que se parecen a nosotros y quieren lo mismo que nosotros; ha hecho falta –aun peor y peor– despreciarlos, calumniarlos, insultarlos, convertirlos en terroristas, mercenarios o enemigos de la “libertad”. Nunca la izquierda, frente a una revolución popular, se ha comportado de un modo tan innoble: no sólo no se ha solidarizado con ella ni –una vez derrotada– ha honrado a sus héroes y lamentado el desenlace, sino que les ha escupido en la cara y ha celebrado su muerte y su derrota. Coherente con este negacionismo típicamente imperialista (o estalinista), se ha situado al lado de la extrema derecha europea y ha reprimido además las movilizaciones en nuestras ciudades, criminalizando para colmo a la izquierda sensata que, al lado de la gente normal y decente, ha denunciado los crímenes de Asad y sus aliados sin dejar de denunciar asimismo los de Arabia Saudita, Turquía y Estados Unidos ni –por supuesto– el fascismo intolerable, en todo equivalente al del régimen, del EI o del Frente-al-Nusra.
Como dice el comunista Yassin al Haj Saleh, preso 16 años en las cárceles del régimen y uno de los más grandes intelectuales vivos, Siria revela el estado de la vieja izquierda y certifica su muerte. Cuando hace seis años estalló una revolución democrática mundial cuyo epicentro fue el “mundo árabe”, la izquierda no estaba preparada ni para protagonizarla ni para aprovecharla; ni siquiera para entenderla. Hoy, cuando las contrarrevoluciones victoriosas extienden las redivivas “dictaduras árabes” a Estados Unidos y Europa, la izquierda ha quedado fuera de juego como resistencia y como alternativa. Incomodados o molestos, todos los actores abandonaron o combatieron a las fuerzas democráticas sirias, y todos –gobiernos, organizaciones fascistas y partidos comunistas– han acabado por coincidir en el relato del “mal menor” que condena a Siria a la dictadura eterna, a la región a la violencia sectaria y a Europa al terrorismo sin fin. Esta teoría del “mal menor” (¡mal menor el asesino de cientos de miles de sirios, bombardeados, torturados o desaparecidos!) ha sido la matriz histórica de esa “estabilidad” regional, opresora y mortal para los pueblos, que justificó durante la segunda mitad del siglo XX el apoyo occidental a todas las dictaduras de la zona. Tras una revolución malograda, ese modelo del siglo pasado vuelve ahora con ferocidad redoblada, respaldado y lubricado por un sector de la izquierda que aplaude y se entusiasma con “la gran victoria” de Bashar al Asad; un modelo hasta tal punto perteneciente al siglo pasado que se diría que algunos la viven –esa “gran victoria”– como si, 25 años después y gracias a Putin, la Urss hubiera ganado finalmente la Guerra Fría. Una cosa es segura: las que la han perdido también esta vez, en Siria y en Europa, y en Rusia y en América Latina, son la democracia y la justicia, las únicas soluciones posibles frente a los autoritarismos, los imperialismos y los fascismos –yihadistas o pardoeuropeos–, hermanos trillizos que van ganando terreno sin resistencia, que se reclaman recíprocamente y que, por tanto, sólo podrán ser vencidos si se los combate al mismo tiempo.
¿Cómo definir esas “revoluciones árabes” que hoy mueren definitivamente en Alepo con la complicidad del yihadismo y la complacencia de la amplia alianza internacional, de derechas y de izquierdas, volcada contra Siria? Esas revoluciones fueron, sobre todo, una revuelta contra el yugo de la geopolítica que mantenía congeladas, como bajo el ámbar, las desigualdades y resistencias de la zona desde hacía al menos 70 años. En un mundo de relaciones de fuerza desiguales entre naciones-Estado, la geopolítica impone siempre límites a toda política emancipatoria de izquierdas. La geopolítica –es decir– no es de izquierdas, y si hay que tomarla en cuenta para hacer mínimos progresos realistas frente a los imperialismos y en favor de la soberanía, no podemos llegar al punto de contradecir los principios elementales asociados al carácter universal de toda ética de la liberación: eso que antes se llamaba “internacionalismo”, cuyo impulso es necesario recuperar en una versión no identitaria y democrática.
El llamado “mundo árabe” (que es kurdo y bereber y tubu, etcétera) es el ejemplo más doloroso de una entera región, rehén de sus propias riquezas petroleras, sacrificada al interés común de potencias y subpotencias en liza: la así llamada “estabilidad”. Cuando los pueblos de la zona se rebelaron en 2011 contra este “equilibrio” monstruoso, sin pedir permiso a nadie y al margen de todos los intereses internacionales, la geopolítica les cayó encima, como una camisa de fuerza, y la izquierda corrió, al lado de sus enemigos, a anudarle las mangas y apretarle los botones de hierro.
En un contexto en el que la hegemonía de Estados Unidos se debilita, en el que otras potencias igualmente imperialistas se independizan de su hegemonía para imponer sus propias agendas, y en el que los campos establecidos luego de la segunda mitad del siglo XX son sustituidos por un avispero de intereses reaccionarios contrapuestos muy parecido al de la Primera Guerra Mundial –también porque no hay ahí ni una sola fuerza o proyecto anticapitalista o emancipador–, la izquierda, sin entender nada del “nuevo desorden global” ni de su musculatura reaccionaria, se ha precipitado a entregar el pueblo sirio, atado de pies y manos, a un dictador asesino, a la Rusia de Putin, al Irán de los ayatolás y, de paso, al Estado Islámico y a las teocracias sunitas del Golfo. Es decir, a lo que muy justamente Pablo Bustinduy ha llamado “la geopolítica del desastre”. Molesta y desbordada por esas intifadas populares que no entendía (salvo un puñado de “trotskistas” que eran “trotskistas” sólo porque sí las entendían y las apoyaban), la izquierda mundial reaccionó desde el principio de la misma manera que los gobiernos y la extrema derecha: apoyando a los dictadores. Para los imperialistas eso no ha supuesto jamás un problema (“nuestros hijos de puta”), pero sí debería plantear alguno a la gente que se dice “de izquierdas”, que ha acabado por renunciar a comprender el mundo al tiempo que a sus principios éticos y políticos. Para abandonar a nuestros afines sobre el terreno, apoyar a sus verdugos y dejar matar a gran escala ha hecho falta deshacerse de la verdad y someterse a los mismos clichés culturalistas, racistas e islamófobos de la peor derecha europea.
Apostando por un esquema geopolítico superado que impide abordar el “nuevo desorden global”, la izquierda ha abandonado, en efecto, sus principios éticos a cambio de nada; o, mejor dicho, para favorecer así el regreso, en versión expandida y agudizada, de las dictaduras, los imperialismos y los yihadismos. Este gran éxito geoestratégico se ha alcanzado a costa de aceptar una triple contradicción, incompatible con la universalidad de la ética de la liberación y brutalmente occidental y orientalista.
* Filósofo español, militante de Podemos.
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Alepo y la desinformación
Eugenio García Gascón*
La activista y periodista canadiense Eva Bartlett ha causado una pequeña conmoción con un video (https://youtu.be/NCfw23f0Qz4) en el que critica a los medios occidentales por confiar demasiado en grupos interesados en un “cambio de régimen” en Damasco y que están detrás de la mayor parte de la información procedente de Alepo, una ciudad que ella ha visitado.
Bartlett recuerda que no hay organizaciones no gubernamentales occidentales en Alepo este y que los distintos medios confían en personas y grupos interesados que difunden una información que no se puede contrastar.
Por ejemplo, se fían de lo que dicen los llamados Cascos Blancos, un grupo fundado por un veterano militar británico en 2013, que ha tenido una gran repercusión en Occidente. Los Cascos Blancos pretenden ser neutrales aunque se financian con decenas de millones de dólares de Estados Unidos y distintos países europeos que apoyan a los insurgentes, incluidos a los yihadistas. Han sido fotografiados con armas y con cadáveres de soldados sirios en Alepo. Eva Bartlett recuerda que los Cascos Blancos “han reciclado” a niños sirios de Alepo para distintos reportajes, como es el caso de la niña Aya, de tres o cuatro años de edad, que aparece en tres fechas distintas en tres lugares distintos, en videos que han dado la vuelta al mundo. Bartlett considera que la información procedente de los Cascos Blancos “no es creíble”, como no es creíble la información procedente de fuentes anónimas o del Observatorio Sirio para los Derechos Humanos, una Ong que se significa continuamente contra el gobierno de Damasco, que tiene su base en el Reino Unido y que en teoría está formada por un solo hombre, un sirio exiliado.
Bartlett sostiene que los periodistas occidentales no cuentan con fuentes creíbles sobre lo que ha ocurrido en Alepo este, y sin embargo los “grandes medios corporativos” sí que tienen una “agenda” consistente en provocar “un cambio de régimen” en Damasco. “¿Cómo pueden sostener los medios occidentales que el ejército sirio está matando a civiles en Alepo cuando cada una de las personas que ha salido de las zonas ocupadas por los terroristas dice exactamente lo contrario?”
A estas alturas del conflicto que dura casi seis años, está muy claro que la información ha sido la gran perdedora de la guerra en Siria, y que no ha perdido sólo en Alepo estos últimos días, sino desde el principio de las revueltas en marzo de 2011.
Pero esto no es la primera vez que ocurre. Basta recordar lo que sucedió con la guerra de Irak de 2003, donde la desinformación campeó a sus anchas en los medios occidentales que no pararon de decir una mentira detrás de otra instigados por los jefes de gobierno occidentales para justificar la invasión de Irak.
* Periodista español. Corresponsal del diario digital público.es en Jerusalén, especialista en Oriente Medio.
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