Una niña que vive en un orfanato queda despierta cuando todos duermen. Una de esas noches en que ella explora la calle desde la ventana, descubre a un hombre gigantesco, que la secuestra y la lleva con él hacia su casa, en la tierra de los gigantes. La historia del exitoso escritor inglés Roald Dahl –autor de, entre otras, Matilda y Charlie y la fábrica de chocolate, que también llegaron al cine– tiene todo para atraer al Steven Spielberg de E T –el encuentro entre un niño solitario por alguna razón y un ser distinto– y de Hook, la posibilidad de entrar a mundos de fantasía, pero no cualquier fantasía, sino aquella anclada en antiguas leyendas o cuentos tradicionales. Los gigantes pueblan las historias más antiguas, y respetando la tradición, acá, además de enormes y horribles, son caníbales: se comen a los niños, como debe ser. Menos el buen amigo gigante, que es vegetariano, despreciado por sus pares, bondadoso a no dar más, al punto que su trabajo es atrapar sueños para introducirlos en la mente de los niños.
Lo más atractivo, y lo que posiblemente conspire contra su aceptación masiva en el universo infantil de hoy, es esa suerte de anacronismo que impregna esta película de principio a fin. Las calles de Londres y el orfanato donde vive la niña Sophie (Ruby Barnhill) tienen una visualidad victoriana, más propia de los cuentos de Dickens que de un tiempo más o menos actual, en el que se desarrolla esta historia. El gigante bueno caza sueños, en una secuencia de gran belleza, como quien caza luciérnagas en la noche, cuando todo el mundo sabe que los sueños, hoy, saltan desde la televisión y los celulares. Su casa es una rústica delicia llena de recovecos y sorpresas vegetales, como las ancestrales casas en el bosque. Y el buen gigante, interpretado por el magnífico Mark Rylance –el ruso de Puente de espías–, no es un superhéroe sino un anciano bondadoso, que para colmo habla un idioma propio y deformado –por ejemplo, en vez de “su majestad” dice “su malestar”–, y parte de la gracia viene de esos cambios idiomáticos que pueden divertir a adultos o a niños familiarizados con los juegos de palabras, pero también despistar y aburrir a todos aquellos ajenos a estas sorpresitas. Hasta consigue, el pícaro Spielberg, momentos de franco éxito entre la chiquillada cuando se juega a una colorida escatología y toda la corte de Buckingham, la reina incluida, se pedorrea ruidosamente tras haber ingerido la bebida especial del buen gigante. Y cosa más anacrónica y eterna que reírse del pedo no hay.
El resultado en taquilla, según se lee por ahí, no es el que cabría esperar del creador de la serie Indiana Jones y Jurassic Park, el rey Midas de Hollywood, como se lo llamó alguna vez a Spielberg. Es cierto que en algunos momentos la fluidez del relato parece empantanarse, que se repiten situaciones –los gigantes malos buscando a la niña en la casa del gigante bueno–, que la “zona oscura” que toda buena leyenda debe contener queda bastante licuada –esos gigantes malos serán muy malos, pero ante todo, son muy ridículos–, que la muy joven Ruby Barnhill no tiene el carisma suficiente como para hacer contrapeso al de Mark Rylance, y no se repite de ninguna manera la química y la tensión del dúo formado por el extraterrestre y Henry Thomas en E T. Pero El buen amigo gigante tiene, igual, algo del sabor de los viejos cuentos, y aunque apoyado en efectos especiales, se separa decididamente de aquellos filmes basados exclusivamente en ellos.