La elección por parte de Cristina Fernández de Kirchner de Alberto Fernández como candidato a presidente ha generado todo tipo de análisis y especulaciones. En esta breve nota presento algunas reflexiones.
Todo indica que el primer y obvio objetivo de la candidatura de Alberto Fernández es ampliar el apoyo electoral con vistas a ganar el balotaje. Es que la candidatura de Alberto Fernández no restaría los votos del núcleo “duro” del kirchnerismo (La Cámpora, Patria Grande, Nuevo Encuentro y similares), a la vez que permite disputar votos al peronismo no kirchnerista, tentar a dirigentes como Massa para que entren en la coalición y pescar entre los desencantados de Cambiemos. De hecho, ocho gobernadores peronistas ya se pronunciaron a favor de la fórmula F-F.
Pero en segundo lugar, y tal vez más importante, con la nueva candidatura se procura asegurar una coalición de gobierno que permita aplicar una política (en primer plano, bajar el gasto público) que evite un nuevo default, además de avanzar en las reformas estructurales (reforma laboral, previsional y tributaria) que pide el capital de conjunto. Una demanda que se mantendrá al margen de que la economía argentina pueda experimentar algún rebote en 2020 (respondiendo a la mecánica usual de los ciclos económicos).
En cualquier caso, en este punto es necesario introducir el factor clave: la constricción que impone sobre los gobiernos la amenaza de la no inversión, la cual, en Argentina, se expresa en la debilidad de la inversión productiva, en las recurrentes y abruptas salidas de los fondos que se colocan temporariamente en activos financieros, y en la casi constante fuga de capitales. Esto se traduce en baja productividad general de la economía, recurrentes ciclos de endeudamiento y posteriores devaluaciones de capital, frecuentes crisis cambiarias, altísima inflación y extendida miseria de las masas populares.
La limitación que supone la amenaza de no inversión se concreta en que, en 2020, entre capital e intereses, y sólo con el sector privado, habrá vencimientos por 60.000 millones de dólares. No hay forma de que el próximo gobierno pague esta suma. Y si no defaultea, deberá refinanciar, por lo menos, los vencimientos de capital. Como es conocido, en esas refinanciaciones los acreedores, sean privados o institucionales, imponen condiciones que apuntan a favorecer al capital “en general”. O sea, políticas que aseguren la generación y realización de plusvalías –en moneda fuerte, dólares– destinadas a cumplir las obligaciones con el capital financiero. Más específicamente, en Argentina se trata de generar un marco social y político que dé seguridad frente a la eventualidad de medidas nacional-estatistas (tipo cepo cambiario, control de precios, estatizaciones, prohibición de remesas de ganancias, manipulación del Indec, etcétera). Pero además, en la medida en que una economía está en crisis, las políticas que apuntan a restaurar la rentabilidad del capital se hacen más duras. Los ajustes “a lo Fmi” de Portugal (que una parte del progresismo criollo reivindica como modelo a seguir) y Grecia son ejemplares al respecto. En esto no hay número de votos que valga. Cristina Fernández podrá tener el apoyo popular, pero a la hora de exigir el pago de las deudas ese apoyo a los acreedores les importa poco (recordar aquí la experiencia de Syriza con el Fmi y la Unión Europea), con el agregado de que la situación económica mundial está empeorando. Entre otros factores, en los últimos tiempos hubo liquidación masiva de bonos de países “emergentes”, siendo Argentina uno de los más afectados. Y el contexto puede empeorar si se profundiza la guerra comercial entre Estados Unidos y China (el precio de la soja ya bajó más de 100 dólares en los últimos meses).
De lo anterior se deriva la contradicción que recorre la coyuntura: con el voto popular Cristina Fernández puede llegar a la presidencia, pero con eso no se supera la constricción que imponen la relación capitalista y el poder concentrado del capital dinero. De ahí el rol asignado a Alberto Fernández. No tiene votos –se los aporta la ex presidenta–, pero su misión es tender puentes con las cámaras empresarias y los inversores, con los grandes medios de comunicación, con Washington y otras potencias, y con el Fmi. Se trata de asegurar a los factores de poder que un gobierno K 2019-2023 será racional y moderado. Para eso, Kicillof ya aseguró en Washington que “nadie puede querer un default”, que “no podés romper con el Fondo”, y recordó que “durante el gobierno de Cristina Fernández cumplimos con todos nuestros compromisos, nunca tuvimos una postura de no cumplirlos”. Pero no bastó.
Por eso ahora la candidatura de Alberto Fernández apunta a elevar el nivel de garantías. Respecto a esto, el economista Matías Kulfas, señalado como uno de los principales asesores económicos de Alberto Fernández, acaba de declarar que “los compromisos asumidos serán honrados, y con el Fmi se discutirá y se negociará articulando estrategias que permitan recuperar el crecimiento y pagar la deuda” (La Nación, 20-V-19, énfasis agregado). Tengamos presente que la deuda con el Fmi hasta 2021 es de 57.100 millones de dólares. Por supuesto, en el plano de las hipótesis se puede especular con que un eventual gobierno F-F repudie la deuda y emprenda un curso de extendidas estatizaciones y profundización de medidas tipo capitalismo de Estado. Pero se trata de una especulación vacía. No hay elementos que permitan entrever algo semejante, ni existe base política y social para lanzarse a algo parecido al chavismo-madurismo (con el agregado de que el chavismo pagó deuda externa hasta el agotamiento del país). Seguramente habrá algunos retoques –por ejemplo, Kulfas parece proponer un cambio en el régimen de liquidación de las exportaciones; alguno propondrá algo más de “precios cuidados”–, pero nada dramático, por lo que se puede atisbar a futuro.
Por lo anterior se dio entonces la extraña circunstancia (tal vez única en el mundo) de que la candidata a vicepresidenta designó al candidato a presidente, lo cual puede ser fuente de tensiones y hasta de crisis a futuro, especialmente cuando haya que pagar los costos políticos asociados a las medidas de ajuste del próximo gobierno. En cualquier caso, Cristina Fernández establece una importante conexión con la militancia “nac&pop”, el sindicalismo reformista, el Partido Comunista y organizaciones afines. Aunque no son significativos en términos de votos, esta gente aporta desde lo ideológico y político, y exhibe una importante capacidad de movilización callejera. Esto destaca el rol imprescindible de Cristina Fernández para poner esa militancia al servicio de la candidatura de quien hasta 2017 era “traidor vendepatria y agente de Clarín”. De ahí también la utilidad de apelar a la memoria de Gelbard (ex ministro de Economía de Cámpora y Perón entre 1973 y 1974) y al “pacto social al servicio de la liberación nacional”. Todo sirve para entusiasmar al socialismo pequeñoburgués nacionalista y empeñarlo en políticas de conciliación de clase, imprescindibles para la “gobernabilidad”.
Precisemos asimismo que el debate por la ampliación de la base social y política con vistas a la continuación del ajuste se ha extendido a Cambiemos: un sector del radicalismo demanda la ampliación de la coalición oficialista hacia el peronismo federal (Schiaretti, Urtubey). Incluso inversores y analistas de Wall Street piden que Macri se baje de su candidatura para armar una coalición más amplia que derrote al kirchnerismo (La Nación, 19-V-19). Es que cada vez parece más claro –lo muestran las elecciones provinciales realizadas hasta ahora– que Cambiemos va camino a una derrota de proporciones en la elección nacional.
* Docente de economía en la Universidad Nacional de Quilmes y en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.
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