Raquel Diana se interesa por trabajar el pasado reciente desde el teatro. Al igual que la historiografía, la ciencia política o el cine, el género teatral cuenta con una rica mirada que puede aportar a la comprensión de los hechos, a su profundización y puesta en debate, con su estética y con el imperativo latente de no olvidar.
Este impulso de la dramaturga, actriz, directora y profesora de filosofía se observa en varios de sus trabajos, pero se cristaliza sin concesiones en Allá (Estuario, 2017), una recopilación de cuatro piezas dramáticas gestadas entre 1998 y 2014. Cuentos de hadas, Secretos, Laguna y El tipo que vino a la función navegan por la vida de personajes comunes, cotidianos, reconocibles, que atraviesan la dictadura, su antesala o sus coletazos futuros mientras se dedican a vivir.
El lugar de la mujer es central en la dramaturgia de Diana: protagoniza sus obras, aporta su propia mirada desde su particular condición de madre, esposa, hija, trabajadora, mujer al fin. En Cuentos de hadas (1998) tres personajes vertebran la acción: Blanca y sus sueños, su madrastra Maruja y Carmen, el hada madrina. La represión horada el hogar desde el miedo, la autocensura al hablar por teléfono, la preocupación por si escuchan los vecinos, y se hará más evidente cuando Blanca se enamore de el “Negro”, un militante que pasó a la clandestinidad y que ella protege. En Secretos (2001), bajo una atmósfera onírica, cinco mujeres dispares, en planos de realidad diversos, se encuentran en una casa que fue cobijo a la par de condena, y que puede ser interpretada –en un plano figurado ya trabajado por otros autores– como símbolo de todo un país. Melisa es la habitante espectral que interviene sin ser del todo advertida por los demás personajes, a ella se suma María Elena, una poeta que vivió en la casa hace más de un siglo y que piensa escribir en ella su gran obra –espera musas y no moscas–. María inicia un vínculo con el pragmatismo de Nelly, una limpiadora, y la ansiedad de una abogada que quiere vender la casa a toda costa, así sea en módicas cuotas a treinta o cuarenta años. Finalmente ingresa Estela, una presa política que padeció allí la detención y la tortura (“el mundo está hecho de la tela de los gritos”, dirá).
Laguna (2009) sigue el relato de una profesora que no se resigna a morir en una cama de hospital y acude a la Laguna del Sauce, junto al Batallón de Ingenieros. Entre mitos griegos, un soldado, un pescador de siniestro relato y un viejo que revelará una verdad, la mujer –como un constante ubi sunt– intenta saber qué pasó con su amor de juventud. La obra se basa en parte en la historia real de Horacio Gelós Bonilla, un obrero, activista sindical y político que fue torturado, asesinado y desaparecido en ese batallón. El destino trágico del personaje es emparentado con el mito de Urano. La imagen de la laguna queda latente como espacio geográfico concreto, pero sobre todo como sinónimo de hueco, de vacío, esa cosa tan parecida al silencio, al decir de otro personaje.
En la dramaturgia de Diana la palabra ocupa un lugar central, las obras pueden ser leídas y disfrutadas independientemente de su puesta en escena. El principal riesgo con relación al teatro clásico es la ruptura de la ilusión de la cuarta pared. De esta forma el público se implica casi como un confidente que conoce aquello de lo que se habla. Así, Blanca, la joven embarazada, detiene la acción y habla largamente a los espectadores; del mismo modo, la profesora de Laguna confía su recuerdo, su búsqueda, su destino. En El tipo que vino a la función (2014) el riesgo es mayor. Diana trabaja con la mise en abyme, y el espacio teatral se despliega por toda la sala, con personajes en la platea y sobre el escenario un espectador-personaje que impide el inicio de la obra y que pronto descubriremos como un censor de la dictadura, un “hombre viejo y gordo” que se jacta de haber visto todas las películas de Bergman y que ahora se incomoda por quedar a merced de la mirada del público. La obra cita diferentes propuestas artísticas de la época, y puede leerse como un homenaje a la cultura y a los autores que, pese a la desfavorable coyuntura, esquivaron la censura y encendieron la resistencia.
El adverbio demostrativo “allá” parece ser un dedo índice apuntando al pasado, a la premura de conocerlo, de preguntarnos, de no olvidar. Pero a la vez esconde un rasgo indefinido a ubicar en cualquiera de los tiempos, un pasado que salpica el presente y podrá reaparecer en el futuro, más si la memoria no ha sabido aconsejarnos. “Una piensa que todo es conquista, novedad. Pero lo que hay es volver”, dice la poeta en Secretos. La labor de Diana –y así lo sugiere el libro– se parece a la emprendida por las Erinias, personajes de la mitología griega encargadas de perseguir a los culpables de determinados crímenes. No es simple la tarea ni se reduce únicamente a eso, gana por sobre todo el buen teatro, la escritura sensible y rica en imágenes poéticas, el humor justo y necesario, la esperanza del hornero cantando al amanecer.