—¡Qué nombre!, Laboratorio del Entusiasmo, ¿cuándo lo inauguraste?
—En 2009. La gente viene por comentarios de otros y nunca les informo de antemano qué haremos. Habrán pasado un centenar de personas por aquí (estamos en su casa), movidas por el interés de crear.
—Activarse.
—O desactivarse. Comenzó muy experimental, ahora estoy más ducho.
—¿Qué les das?
—Invento estímulos específicos para cada ser, lo cual demanda mucha energía porque incluye ejercicios, proyectos, contramarchas. En el intercambio también aprendo yo.
—¿Esos procesos van a un texto, un dibujo, un teclado?
—Algunos quieren escribir, desde ficción hasta ensayo político, otros desean pintar y no están pintando; los objetivos varían.
—Es un taller, pues.
—No, acá no venís a producir, sino a hablar. Acomodamos cosas. También, obvio, producimos, pero no es esa la tarea. Si querés ser creativo, exploremos tus posibilidades; si funciona, tu vida estará en problemas. Cuanto más crezca tu mundo interior más tiempo necesitarás dedicarle, por ejemplo, del que usás para ver televisión o estar con tu pareja.
—Son áreas soportables. Pero qué hacer cuando impacta lo laboral.
—Es una pregunta para la gente que viene, pero veamos: ganar tu espacio personal supone conflictos. Venís a modificar aspectos de tu vida en función de un entusiasmo creativo, es la premisa. Lo mejor, entonces, es que los problemas se presenten cuanto antes, porque después no paran. La palabra entusiasmo significa, en su etimología griega, el que posee el dios creador; ése es el entusiasta, no el optimista. Detesto el optimismo.
—¿Por qué?
—Vive de supuestos. Si nos encanta el surf y somos optimistas en cuanto a que en Rocha habrá olas, cargamos las tablas y salimos, y cuando llegamos no hay ni una, ¿qué hacemos? El entusiasta encuentra soluciones porque el entusiasmo se alimenta exclusivamente de sí mismo; el optimismo, en cambio, de futuros embalsamados.
LOS UNOS Y LOS TODOS
—También odiás, y lo afirmaste en un panel, la palabra “comunicador”.
—Por defecto todos somos comunicadores. Es una denominación que inventaron los medios, sobre todo la televisión, para designar a todos los que trabajan en ella sin ser periodistas. Después de que aprendemos a leer y a escribir es imposible no comunicar. Alguien solo, mirando por la ventanilla del ómnibus, comunica.
—Te suena, en síntesis, a pleonasmo.
—No me acuerdo de qué es pleonasmo pero lo sé (risas). Es como cuando te piden que menciones los cinco libros que más te gustaron; nombrarlos puedo, lo que no tengo idea es de qué tratan. Sé que por la mitad de El retrato de Dorian Grey hay un monólogo increíble que no me cansé de subrayar, pero su tema no lo recuerdo. De esta charla, dentro de años, no recordaremos absolutamente nada, salvo cómo la pasamos. Con la gente pasa lo mismo.
—Y eso que hablo con el tipo que a los 11 años ayudó a una bibliotecaria y a una lectora a encontrar La ilíada en una biblioteca de Sayago. Encima, a distancia.
—Pero ¿ves?, ahí también los recuerdos están atados a lo emocional. Estábamos almorzando en familia y tocó el timbre una muchacha que vivía en el barrio y me gustaba, ella adolescente, niño yo. La atendió mi madre, que cuando regresó a la mesa dijo que la mandaban de la biblioteca porque había pedido La ilíada y no la encontraban; “el que puede saber es Alejandro”, le dijeron. Estábamos en dictadura y los golpistas habían sustituido a María –bibliotecaria inolvidable que me prestaba a escondidas toda la literatura latinoamericana que se había arriesgado a sucuchar– por dos mujeres que sólo sabían ser esposas de militares. Orienté a la chica sobre el estante y el sector en el que podía encontrar La ilíada, y la encontró. Si mi madre no se hubiese afanado en repetir esta anécdota durante años, seguramente la habría olvidado. Madre que siempre sabía cómo estaba su hijo porque lo escuchaba por la radio, hasta que un día el hijo cambió ingreso seguro por un laboratorio de vaya a saber qué. Lo importante es que hace pila que no me enfermo.
—¿Antes sí?
—Mucho estrés.
—Ocho años vivió Planetario, ¿extrañás?
—Y hace nueve que lo dejé, el año pasado lo extrañé un poco, por única vez. Fue un placer poder volver a cenar con amigos, y ver espectáculos sobre los que hablaba pero nunca veía porque estaba de lunes a viernes, de 21.30 a 24 horas, metido en un estudio.
—Esa fue la porción ingrata, ¿hubo grata?
—Poder hablar con tantísimas personas que no me veían la cara. Es el encanto de la radio, a los rostros los pone el oyente. Que tampoco ve los hilos. Por eso no me gustaba que la audiencia fuera a Planetario; ver al conductor en su medio afecta la gracia. Lo que más disfrutaba era la libérrima improvisación con la que diseñaba el programa. ¿De qué hablaré hoy?, me preguntaba cuando la productora me llamaba, a las tres de la tarde, para ver qué idea tenía para la noche. “El día está divino, ¿no? Salí a pasear y llamame a las 20 que te digo”, respondía yo, volviéndola loca. Cuando llamaba, el relato de su paseo contenía, siempre, algo que nos permitía armar el diálogo, y la música que lo acompañaría.
SOLO BIEN ME LEO
—Cuando necesitás nutrirte, ¿qué elegís de la actual oferta cultural?
—Lo que voy a decir suena pretencioso, pero es burro: creo a pie juntillas en el autoabastecimiento. Sentimiento vinculado, sin duda, al tiempo que pasé leyendo arriba del árbol que había en casa, un tilo. El laboratorio demuestra que esta concepción no está descaminada, porque la gente sigue asistiendo. Uno puede, incluso desde la completa ignorancia, autoabastecerse, pero implica un trabajo, salir de la comodidad, arriesgarse. Si un domingo quiero entretenerme…
—No apuntaba al entretenimiento, quería saber dónde encontrás beneficios similares a los que proporcionabas en Planetario.
—Veo el programa como algo que recibía, más que dar. Un lujo que me otorgué luego de hacer las carreras de comunicación (sonrisa) y Bellas Artes.
—Sin titularte en ninguna, ¿por qué?
—Siempre rechacé la idea de un título como aval de una experiencia. Cada vez, de hecho, importa menos; ahí está Argentina discutiendo si Cristina Kirchner se recibió o no. En las artes el diploma me parecía ridículo, y el periodismo es un oficio. Con el detalle, en este último caso, que me lucía choto ser avalado por profesores a los que no respetaba. Y ya estaba haciendo radio; en cualquier caso, no me arrepiento. Cuando hablé de entretenimiento me refería, jugando con la palabra, a tenerte a ti mismo un domingo de lluvia entre cuatro paredes, por ejemplo. No es que nunca me haya deprimido en una situación así, sino que luego de aprender a leer nunca más padecí aburrimiento. La lectura, además de entrar cosas, las saca.
1. De 1998 a 2006 condujo el programa Planetario en radio El Espectador, y en 2007 el periodístico Dos veces uno en Tevé Ciudad y Televisión Nacional de Uruguay. Publicó los poemarios Nos persigue la humedad y otras filtraciones (Artefato, 2004), Historia natural del silencio (2008, Estuario), Catálogo incompleto de ideas truncas y otras mascotas que no llegaste a conocer (2010, Estuario), y las novelas Pórtland (Civiles Iletrados, 2000; reedición de Hum, 2007), Algo que flota (Artefato, 2005), Todo lo quieto sueña moverse (Artefato, 2006; reedición de Hum, 2012), Lo que se olvida también se gana (Random House Mondadori, 2007), El arte del parpadeo (Random House Mondadori, 2009), Pavura (Hum, 2013). En 2008 fue seleccionado para hacer un taller de guión cinematográfico con Gabriel García Márquez en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de la Fundación Nuevo Cine Latinoamericano, en San Antonio de los Baños, Cuba.