Su voz es rarísima, tan aguda que por breves momentos se puede confundir con una voz femenina arrabalera, todo lo contrario de la impostación engolosinada asociada a la práctica tanguera más reciente. Es emotiva, sí, por supuesto, pero sin ese tipo de pornografía de la emoción que consiste en romper todas las vestiduras espirituales rumbo al clímax para mendigar el aplauso (cuanto más ridículamente poseído el cantante, más se supone que aplaude el público). No, aquí la emoción vibra con un sinfín de matices, pero no se impone. La belleza está para descubrirse en la supuesta fealdad de esa voz frágil pero infalible, así como en el sonido rústico de su guitarra. La vitalidad viene primero, y siempre se asocia a un componente bailable, a un swing descomunal. Mastra era zurdo y tocaba sin invertir las cuerdas: así que pulsaba los bajos con los dedos índice y medio, y las melodías con la ayuda del pulgar. La extrañeza de su técnica deriva en parte de eso. Pero aun si tocara “derecho” sería llamativa su guitarra, la levedad de su canyengue, la habilidad y contundencia con que ejecuta los ritornelos instrumentales (algunos bien complejos, como en “Compermiso”). Hay que oír cómo varía las sonoridades y los tiempos en “Potrerito”, y el sentido musical, el dominio, con que conduce la transición entre los distintos ritmos y timbres. Se trata de cambios estructurales, con algo de intempestivo, que no se deja confundir con el rubato exagerado habitual en el tanguismo de una generación posterior. Y las letras: “Comer, en nuestra tristeza saber, matar las tristezas/ tener, seis cuerdas de amarras/ y en una guitarra amarrar el dolor”.
Vengo hablando de “tango”, pero es una simplificación. Esta lujosa edición es parte de la muy fructífera cooperación entre el sello Sondor (el más antiguo de los sellos musicales uruguayos) y el Departamento de Musicología de la Escuela Universitaria de Música. Viene acompañada de un librillo de 40 páginas en el que la musicóloga Marita Fornaro, además de concisos apuntes biográficos y analíticos, da cuenta de ese lugar genérico particular de músicos como Mastra: “musiqueros” formados en ese cruce de práctica folclórica y actividad profesional urbana, que tenían como escenarios los mercados y almacenes, pero luego llegaron a las radios y al disco, sin privarse de incorporar elementos de la música internacional que llegaba (foxtrot, bolero) o que ellos mismos agarraron en múltiples giras internacionales. Mastra vivió alternando entre Buenos Aires y Montevideo, amén del enorme porcentaje de su vida que fue itinerante. Varias de sus canciones son estándares para una generación de personas mayores. Hubo un quiebre, sin embargo, y los jóvenes casi que dejaron de escucharlo a partir de los años sesenta. Un importante puente para su recuperación fue la versión del Canario Luna de “No la quiero más” (1986). Su música viene siendo revalorizada, sin embargo, y ya entra en la agenda de un grupo como el Cuarteto Ricacosa. Este disco incluye milongas, candombes, “canciones” que se parecen a boleros, algún tango, un vals, una huella.
Los primeros nueve surcos son el LP de Mastra de 1956. Sigue una selección de una grabación en vivo realizada en Joventango en 1991 en la que Lágrima Ríos, Óscar Nelson, Roberto Maira, Mario Díaz y Ruben Salhon hacen canciones de autoría de Mastra (valen como un registro de ellas, pero no llegan ni cerca al valor interpretativo del propio Mastra). Y concluye con una grabación al parecer previamente inédita del Trío Mastra (el propio junto a Lía Méndez y Hugo Danel) que, aun con su pobre calidad de sonido, deja en claro por qué ese trío recorrió con éxito América y Europa.
El librillo viene ilustrado además con fotos y recortes de diarios. Entre otras cosas reproduce a pleno color algunas de las obras plásticas artesanales de Mastra (sus encantadores “tangos embotellados”).
1. Itinerarios. Sondor/Eum/Csic/Cure, 8.377-2, 2014.