A fines del siglo XIX y principios del XX los países de ambas márgenes del Río de la Plata recibieron un altísimo número de inmigrantes italianos y españoles que intentaban abrirse camino en las jóvenes naciones del continente americano. A propósito de los primeros, el argentino Armando Discépolo escribió varios títulos en los cuales se daban cita ciertos rasgos del sainete rioplatense que, al entrecruzarse con hechos trágicos, impulsaron el nacimiento del grotesco criollo, género en el cual se inscribe el presente título dado a conocer en los últimos años de la década del 20.
A dichas familias de italianos pertenece el Stéfano del título, un músico napolitano que en estas tierras no logra encauzar los promisorios impulsos creativos que sentía antes de la partida, un par de décadas atrás. Razones laborales, el peso de un hogar complicado –esposa quejosa y tres hijos– que comparte con sus padres, los tiempos difíciles que se viven en el suelo de adopción y quizás una propia falta de iniciativa, no le han permitido hasta la fecha terminar de componer la ópera que se proponía. La indecisión y la impotencia dejan su huella en los pasos de este protagonista que, por otra parte, tampoco consigue comunicarse de manera satisfactoria ni con su esposa, pronta a lanzarle reproches a cada instante, ni con sus hijos, uno de los cuales parece reunir atendibles cualidades para la poesía. La discusión, los enfrentamientos y las explosiones de unos y otros tiñen la existencia de ese núcleo que Stéfano debería presidir con la energía del caso. La angustia y la insatisfacción gobiernan así un derrotero que no lo lleva a ninguna parte. Es al espectador a quien le correspondería ahora pensar a cuántos inmigrantes les habrá sucedido algo similar, y quizás cuántos uruguayos de los tiempos que corren pueden haber vivido experiencias paralelas en Estados Unidos, España o la más lejana Australia.
Discépolo no pretende, sin embargo, trazar una crónica ejemplar, sino tan sólo, a su manera, mostrar detalles de una experiencia que muchos no llegan a dominar. Su escritura resulta entonces válida, actual y, por momentos, sobrecogedora. La versión que Juan Worobiov dirige para la Comedia Nacional, si bien pone de manifiesto las cualidades anotadas con la intención requerida, no parece, en cambio, detenerse lo suficiente en los contrastes entre lo cotidiano –y casi festejable– y las situaciones crecientemente dramáticas que el dramaturgo propone. Una especie de monotonía invade entonces parte de un desarrollo que reclamaría los tonos fuertes que llevan a la inspirada conclusión concebida por Discépolo. Aquí y allá se advierte asimismo la escasa incidencia del dialecto cocoliche que debería colarse por derecho propio en casi todo el transcurso del espectáculo. En el elenco, la sinceridad que Óscar Serra le trasmite a su Stéfano en un par de momentos, las composiciones de Andrea Davidovics y Levón, como los padres de éste, y de Roxana Blanco, en el papel de su mujer, consiguen destacarse a lo largo de esta puesta en escena de un dramaturgo que merecería frecuentarse con mayor asiduidad.