En una época como la actual, en que se habla de las tecnologías de la información y de la comunicación como si fueran una especie de novedad, no resulta ocioso recordar que la más poderosa de todas las tecnologías de la información, la escritura, empezó a desarrollarse aproximadamente unos 3.500 años antes de Cristo. Los antiguos mesopotámicos usaban un estilete de forma triangular para dejar marcas en tablas de arcilla flexible. Desde entonces, de forma lenta pero segura, las tecnologías de la información se han hecho cada vez más efectivas.
La escritura estuvo disponible, al principio, sólo para una pequeña casta. Y fue así durante mucho tiempo. Pero más tarde, de forma igualmente lenta pero segura, su uso se fue extendiendo. En los tiempos del esclavismo antiguo era una clase ociosa, cuyos medios de subsistencia estaban asegurados, la que se dedicaba a la creación y a la escritura. Durante el feudalismo, los creadores fueron pagados y patrocinados por mecenas. En el capitalismo, viven de las regalías, reguladas por los derechos de propiedad, que dejan las ventas de sus productos en el mercado. Esta forma de sostener e incentivar la creación es propia y específica, pues, de un cierto sistema económico, pero también de un cierto período del desarrollo de las tecnologías de la información. Acceder a un libro (lo mismo ocurría con otros objetos, como los discos) era relativamente difícil hasta hace no mucho tiempo. Para acceder a una obra era necesario acceder a un formato específico de soporte de la información, que no era abundante porque no era fácil de reproducir. Pero las cosas han cambiado muchísimo en muy poco tiempo. En los últimos tres lustros las múltiples posibilidades, legales e ilegales, de acceder a obras en soportes digitales han hecho posible que cualquiera pueda disponer de un equivalente moderno de la legendaria biblioteca de Alejandría en su computadora portátil de unos pocos cientos de dólares. En un mundo donde esto es posible –y en el cual la tendencia es hacia la profundización de este fenómeno–, la forma de sostener e incentivar las actividades creativas ya no puede depender de los beneficios que la venta de los productos de esas actividades pueda ofrecer.
Las leyes de propiedad intelectual son parte de la superestructura jurídica de un modo de producción que descansa sobre ciertas formas tecnológicas. Marx decía que el feudalismo era hijo del molino de viento, así como el capitalismo era hijo de la máquina a vapor. Y sostuvo además, como es bien sabido, que los modos de producción caen cuando se vuelven obstáculos para el desarrollo de las fuerzas productivas. En un ejemplo que bien podría servir para un libro de texto de teoría marxista de la historia, el desarrollo de las tecnologías de la información está volviendo crecientemente obsoletas las leyes de protección de la propiedad intelectual, que son un componente importante de la superestructura jurídica del capitalismo contemporáneo. El desarrollo de las fuerzas productivas está desbordando el modo de producción, de la misma forma en que el agua desborda una represa. ¿Y qué va a pasar, entonces? Un marxista probablemente auguraría el fin del capitalismo, e incluso identificara en las formas colaborativas de la economía contemporánea gérmenes de la futura economía, la sociedad y la cultura por venir. Pero incluso alguien alejado por completo del pensamiento marxista debería admitir que el desarrollo de las tecnologías de la información está volviendo crecientemente obsoletas las formas de producción actuales, de tal suerte que el mercado ya no es un instrumento eficaz para incentivar a los productores en muchas áreas en que antes había funcionado bastante bien.
¿Qué viene, pues? ¿El socialismo? Quizás sí, o quizás no. En cualquier caso, parece que habrá que acostumbrarse al hecho de que las contribuciones valiosas a la cultura habrán de ser identificadas y promovidas por mecanismos ajenos al mercado, habida cuenta de que el mercado ya casi no sirve y cada vez va a servir menos para identificar lo que es valioso y promoverlo. El mercado de ciertos bienes simplemente va a colapsar, si ya no está colapsado. Y las leyes que traten de protegerlo simplemente se volverán obsoletas, no porque alguien las declare obsoletas, sino porque la tecnología las va a desbordar. Ya las está desbordando.
Un caso notorio es el de la prensa gráfica. En la medida en que se siga confiando en el mercado de diarios, revistas y semanarios para sostener la producción periodística gráfica, se asistirá de forma lenta pero segura a la muerte de ese tipo de periodismo, y quizás del periodismo a secas. Los periodistas necesitan comer todos los días –aunque esto parezca increíble–, como los panaderos o los carniceros, pero nadie pretende que estos últimos entreguen gratis los bienes de cuya comercialización viven. Nadie que va a la panadería y pide una flauta y pretende irse sin pagar. Pero casi nadie quiere pagar por la lectura de una nota periodística.
¿Por qué está tan extendida la idea de que no debe pagarse por el producto de la actividad periodística, cuando el acceso al alimento, que es tanto o más importante que el periodismo, sigue siendo pago y nadie se sorprende ni se queja por ello? Sin dudas, porque el periodismo está gratis en Internet. No es posible acceder a un churrasco gratis en Internet, pero sí a una nota periodística, a un libro o a un disco. Y si alguien pretende quitarle a otra persona algo a lo que ya ha accedido o puede acceder, es natural que piense que le están quitando algo que ya es suyo, que ya le pertenece. Se puede condenar esta psicología, pero a la larga es una lucha inútil. Si alguien tiene algo, va a pensar que tiene derecho a conservarlo. Si alguien puede acceder a algo, no va a querer que le quiten el acceso o que le cobren por él. A la larga no van a funcionar las trancas ni los obstáculos legales. Si algo puede ser reproducido, va a ser reproducido. Si la información puede circular, va a circular. Las medidas policiales no van a detener el fenómeno.
Podrá pensarse que un mundo donde no hay periodistas ni escritores ni músicos profesionales es mucho mejor que el actual, porque así cualquiera podrá ser periodista o escritor o músico. Pero eso es una bobada. Porque para hacer bien las cosas se necesita trabajo y esfuerzo. Y alguien debe pagar por ese trabajo y ese esfuerzo, para que el periodista, el escritor o el músico puedan vivir de su trabajo y comprar las flautas y los churrascos (o las verduras, si son veganos o vegetarianos). Esa tarea ya no va a estar en manos del mercado. Habrá que pensar otros mecanismos. Las actuales leyes de protección de la propiedad intelectual, casi ya obsoletas, sólo van a servir por algún tiempo más, pero no mucho.
¿Una alternativa posible? Pagarles a los creadores para que creen. Y que sus creaciones se incorporen inmediatamente al dominio público. Esto no es estrictamente una novedad: hace más de cien años que la humanidad lleva haciendo algo análogo con los científicos que hacen investigación fundamental (no con los creadores de tecnología, que también son científicos y hacen investigación, pero aplicada). Les paga para que produzcan y luego sus productos se incorporan al patrimonio común de la humanidad y cualquiera puede usarlos sin restricción alguna. Habrá otros caminos, pero este es uno que merece la pena ser considerado.