Les cambio el derecho al voto por el derecho a la redefinición radical de lo que se entiende por política. Les cambio el derecho al matrimonio igualitario por la abolición del matrimonio. Les cambio el derecho a la inscripción del delito de feminicidio en el código penal por el derecho a no ser asesinadas.
Y les sugiero que si les preocupa la trata de personas, especialmente a las españolas y europeas acá presentes, luchen por la abolición de la Ley de Extranjería y no por la criminalización de las trabajadoras sexuales. Y por si acaso esa lucha no puede darse en el contexto de sus sistemas políticos nacionales, porque esas cosas no se deciden acá.
Este preámbulo no es retórico, sino un llamado a preguntarnos alevosamente: «¿Qué hacer?». No qué hacer con los derechos, sino qué hacer con la política.
Agradezco la invitación que me hacen. Estoy aquí porque no puedo despreciar ningún espacio de habla, pues vengo de un país que en el mapa mundial no existe, donde además, soy paria y mi trabajo está sujeto a polémicas y persecuciones continuas.
No puedo negar que me ha extrañado la invitación viniendo de un ministerio. En esta mesa de Derechos Humanos me encuentro desubicada. Mi trabajo no se enmarca en lo que llaman derechos humanos. Y mientras lo digo, me pregunto: «¿A qué le llaman derechos humanos?».
Le llaman derechos humanos, muchas veces, a ese conglomerado de luchas peligrosas y subversivas, a las que por su fuerza no pueden borrar, pero que también por su peligrosidad para el orden social constituido prefieren catalogar como luchas por los derechos humanos.
Prefieren premiarlas y domesticarlas. Con la etiqueta de derechos humanos intentan despolitizarlas, suavizarlas y expulsarlas del campo al que realmente pertenecen, que es el campo de la invención de nuevas formas y raíces de política.
Mi oficio no es la lucha por los derechos humanos, sino la invención de prácticas políticas feministas masivas, desde abajo y desde fuera del Estado, que tienen la fuerza de construir una gigante empatía social antifascista. Es a eso a lo que me dedico, y es eso lo que me embarra de pies a cabeza, pero también es eso lo que me permite estar marcando una huella histórica en mi país.
Tengo la capacidad de hacerme entender con una sociedad entera y sumar esperanzas luchando por cosas muy concretas y pequeñas que el Estado y los partidos políticos desprecian como pequeñeces y que yo nombro como política concreta.
Considero que la comprensión de los feminismos como la lucha por los derechos es una trampa agotada en la que no hay que caer. No es que a los derechos humanos les faltan los derechos de las mujeres para completarse. No es que en clave interseccional a los derechos de las mujeres les faltan los derechos de las mujeres expulsadas del universo blanco heterosexual.
El problema no son los derechos para las trabajadoras sexuales, las trabajadoras del hogar o las mal llamadas migrantes. Migrantes que no son otra cosa que exiliadas de economías neoliberales en las que no hay trabajo. Migrantes que no son otra cosa que expulsadas de territorios de saqueo ecocida de donde solo puedes huir.
El problema no es sumar derechos a los derechos humanos para que sean más humanos. Agendar derechos sector por sector y universo por universo en una suerte de relato épico de búsqueda de reparto o ampliación de derechos por parte de los Estados es perder tiempo histórico, energía vital, creatividad política y capacidades que es urgente gastar en otro proyecto y en otro lado.
Y, como si fuera poco, seguir hablando de derechos es aburrir a la gente y ser cómplice de provocar la apatía social generalizada por la ausencia de ilusiones movilizadoras.
No hay política, hay privatización de la política. No hay democracia, hay machocracia. No hay democracia, hay democracia basura en la que no se decide nada con el voto. No hay elecciones, hay escenarios de marketing electoral. No hay Estados nacionales soberanos, hay un proyecto supraestatal colonial capitalista al que se supeditan los Estados, donde los gobiernos son meros administradores.
Por eso hay que hablar de política y no de derechos. Pero si quieren hablar de derechos, hay que decir que son retóricos, porque no es lo mismo enunciarlos que ejercerlos. Si quieren hablar de derechos, hay que decir que es una discusión chantajista: te los doy, te los quito, o te los recorto y mutilo.
Si te dan derechos, no puedes cuestionar la estructura sistémica que te los otorga. Porque los derechos te colocan en el lugar de cliente del sistema y no de sujeto. Si quieren hablar de derechos hay que decir que se segmentan por orden de prioridad e importancia, y que quienes estamos a la cola esperando los nuestros estamos ya cansadas de tanta postergación histórica.
Si quieren hablar de derechos, hay que decir que el capitalismo nos ha quitado la soberanía sobre nuestros cuerpos, por lo que habría que hablar de recuperar lo perdido y no de obtener lo nuevo. El problema no son los derechos que faltan, sino su definición misma, su pretensión de universalidad en un mundo pluriversal.
No se traguen el cuento de que universal quiere decir «para todos, todes y todas». Universal quiere decir «europeo», «blanco», «imperial», «colonial» y de una única matriz civilizatoria entendida como modelo de sociedad y modelo de democracia único que debemos acatar y copiar.
Resulta que hasta los derechos humanos sirven de instrumento de medición colonial. Por eso se puede criticar a Nicolás Maduro y a Daniel Ortega –que está muy bien que se los denuncie y critique–, pero no se puede denunciar lo que hacen Israel o Estados Unidos.
Las violaciones a los derechos humanos cometidas en Europa o por Estados europeos no cuentan como barbarie, no cuentan como violación. No son denunciables como dictadura racista, dictadura capitalista o dictadura extractivista ecocida.
Aquí el problema son los dueños y las dueñas de los derechos humanos y lo que declaran humano respecto de lo que declaran animal, lo que declaran legítimo y digno de vida respecto de lo que declaran daños colaterales.
Estamos en Europa con un mar Mediterráneo convertido en una fosa común, donde, como lo hicieron ya en el siglo XVI, son despojados de su condición de humanos masas humanas sin que nadie o muy pocos se atrevan a decir algo a riesgo de ser criminalizados, como Helena Maleno, acusada de tráfico de personas por intentar salvar vidas en el mar.
Los organismos de derechos humanos emiten un discurso que es perverso, que es una máscara para tapar la muerte, que es una hipocresía necesaria para que nadie se atreva a tomar conciencia de lo que se está haciendo realmente.
Se está matando en Perú, y ese no es un problema nacional de ingobernabilidad, sino que es para que el orden colonial mundial pueda seguir su curso y esas muertes sirvan en toda la región para seguir controlando la extracción de materias primas en las condiciones que los Estados alemán, chino, ruso o norteamericano lo impongan. Imposiciones en las que el Estado español juega un papel de guarda de seguridad de la puerta de la discoteca.
El problema no son los derechos, sino los mundos y proyectos políticos. Estoy aquí desubicada. Huelo a ají picante. Mi pasaporte huele a cocaína, sustancia ilegalizada para que en Colombia, México o Bolivia nos cueste una narcoguerra sangrienta, cuya única solución posible es la legalización de las drogas y la despenalización de la hoja de coca que se niegan a discutir, porque nuestras muertes no valen en la contabilidad de violaciones a los derechos humanos.
Huelo a litio. Huelo a Amazonia incendiada. El olor a oro y plata del siglo XVI no se me han quitado aún del cuerpo. Estoy aquí desubicada.
No quiero hacer lobby en Ginebra por los derechos x, j o p. No quiero buscar una audiencia con los dueños de los derechos humanos para decir que somos humanos y humanas aunque vengamos de Bolivia, Haití o cualquier otro destino borrado del mapa de lo humano.
No quiero que se jacten con mi lesbianismo tercermundista y me brinden apoyo internacional que consiste en palmaditas en la espalda a cambio de que se sientan más civilizadas. Me dedico a pensar y a construir un proyecto despatriarcalizador, anticapitalista y anticolonial, que rebalsa todo discurso de derechos; sean estos de mujeres, de animales, de trans o de maricas.
Pueden acusarme de perder la perspectiva de lo posible. Yo les acuso de aburrirme. Disculpen que les falte el respeto temático de esta forma. Aunque dicen que hablamos el mismo idioma, no parece que nos entendiéramos.
En estos escasos diez minutos que me dan es todo lo que puedo decirles.
Para terminar, un pedido: deseo que le cambien el nombre a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Me gustaría que la nombren de esta forma: Declaración Retórica de los Derechos de los que los Europeos Consideran como Humanos.
El proyecto no es tomar el poder. Ante el poder no te empoderas. Ante el poder te rebelas. El proyecto es hacer la revolución.
Muchas gracias.
Intervención de la activista feminista boliviana María Galindo en el Encuentro Internacional Feminista «We call it feminism. Feminismo para un mundo mejor», llevando adelante entre el 24 y el 26 de febrero en España, organizado por el Ministerio de Igualdad de ese país. Tomado de Ctxt por convenio.