Si hay algo que tienen los decretos es que son ejecutivos. No penan antes de ser aprobados por los parlamentos ni quedan a expensas de largos debates, sino que sobrevienen con particular energía fáctica. El último en generar desvelo, si bien no innova, refuerza las potestades para que la Policía, o en última instancia el gobierno, determine qué conflicto soportará el umbral de lo tolerable y cuál deberá ser desarticulado. No será en primer lugar un juez sino el Ministerio del Interior (MI) el que calibrará el grado de obstrucción de la circulación citadina (y por ende de “alteración del orden público”) ocasionado por un reclamo pacífico (por las dudas es bueno resaltar este último adjetivo).
Como si un decreto tuviera algo más que su propio texto y viniera acompañado de una posdata o un manual de intenciones, comenzaron a circular llamativos trascendidos por boca de las inasibles fuentes. Así, se explicó que el decreto estaba dedicado a los “piquetes” o cortes “espontáneos”. Luego hubo miembros del gobierno que se atajaron con el argumento de que iba dedicado a las incursiones patronales, como las de los propietarios de camiones de carga que comprometen la circulación de mercaderías (en este caso quien se hizo cargo de la explicación fue la ministra de Desarrollo Social, Marina Arismendi, quien llegó a comparar el contexto del Uruguay actual con el que desestabilizó a Allende en 19721). Una vaguísima alusión al artículo 57 de la Constitución (el que establece el derecho a la huelga y les reconoce personería jurídica a los sindicatos) tranquilizó a algunos dirigentes sindicales que parecieron pecar de cierto sectarismo al interpretar que el decreto no va contra el “movimiento obrero organizado”, “el que levanta una plataforma” y se moviliza “con movilizaciones enormes”.
No habría, en función de esa primaria declaración de intenciones, mayores peligros para la huelga, la marcha institucional, la encuadrada en el “deber ser” de un conflicto o que cumpla con los estándares del reclamo burocráticamente organizado, o la manifestación que esté a tono con los tiempos o la efeméride. Claro que la vasta zona gris del decreto abre todo tipo de preguntas. ¿Sería la obstrucción permitida la aplicada en épocas de presupuesto quinquenal? ¿Alguien determinará una guía de calles pasibles de ser bloqueadas? ¿Habrá un inspector de plataformas? ¿Los desocupados, que como se sabe carecen de personería jurídica, no poseen un interlocutor legitimado y difícilmente estén en condiciones de cotizar en el Pit-Cnt, tendrían derecho a cortar una calle? ¿Los afectados por una corrida bancaria, como aquellos tan ruidosos y festejados por el Frente Amplio en 2002, en momentos en que esperaba en las gateras su oportunidad en las urnas, ahora deberán irse con sus bocinas a otra parte? ¿Vale el corte con caceroleada pero no con neumáticos quemados? Lo cierto es que el nuevo decreto terminó aplicándose por primera vez en un conflicto sindical en Montes del Plata y terminó hasta con dirigentes detenidos. No hay vuelta, como suele suceder con los textos discrecionales… son discrecionales (y así lo advirtió tempranamente el Serpaj). A pesar de que el director del MI, Charles Carrera, le achaque a quienes disienten con él un “absoluto desconocimiento”, una elemental mirada republicana enseña que las normas de carácter general, como las que deberían ser las que restringen derechos, no tienen nombre y apellido (y quizás por eso la Institución de Derechos Humanos recomienda que si se hace, se lo haga por ley). Este decreto no lleva el nombre de sus destinatarios, por tanto como siempre la interpretación estará sujeta a la política. De hecho, si es que ya la propia Constitución (y otras normas) habilitaban a desarmar este tipo de manifestaciones y lo que se agregan son potestades, más evidente resulta que el mensaje es sobre todo político.
El panorama cobra otro tinte si además se recuerda otro reciente decreto que pasó bastante más desapercibido, pero no así entre los periodistas que ya lo impugnaron.2 Se trata del que puede determinar la destitución de los empleados públicos que publiciten (valga la paradoja) o divulguen “solicitudes”, “proyectos”, “informes” a un tercero, bajo el argumento de que la “lealtad” y la “reserva” están por encima de la “transparencia y la publicidad”. Toda una definición.
Hay quienes dirán que el especial idilio con un modo de ejercer la autoridad que exhibe cada tanto el presidente Tabaré Vázquez no es para nada novedoso. La aplicación del veto a la primera ley de despenalización del aborto o el autoconfeso pedido de apoyo a George W Bush frente a los persistentes piquetes en Gualeguaychú no son sólo indicadores de un tipo de liderazgo que nunca ocultó la exhibición de un fuerte centro de poder presidencial, amortiguador incluso de las riñas tribales internas, sino expresiones que también abrevan en el voto conservador. La esencialidad resuelta en su primer año de gobierno, finalmente autocriticada en público por miembros del gabinete, fue otro mojón.
Pero los decretos no sólo representan al presidente, sino a todo el gobierno, más allá de las posteriores reacciones de sectores del frenteamplismo institucional. Es así como una formación que llegó al poder, en gran parte gracias a las multitudes que poblaron las calles para expresar sus protestas, con o sin personería jurídica, parece asumir un reflejo represivo que no hace más que profundizar lo que vienen alertando exponentes de las ciencias sociales planetarias, y que ahora empieza a ser bosquejado por analistas del suavemente ondulado sistema de partidos uruguayo. La política se ha transformado “en una competencia de gestores” (Bottinelli, Brecha, 13-III-07). Los partidos, y por ende también el Frente Amplio, están “sordos” frente al movimientismo social por más pacífico y de buenos modales que éste sea; léase: 8M (Caetano, Brecha, 13-III-07).
La democracia representativa viene quedando progresivamente recluida en los misales del voto periódico de cada cinco años, y las encuestas que apenas atinan a medir la “simpatía” de los candidatos muestran como éstos se deshilachan, repitiendo la mímica de una democracia vacía, más allá del repunte económico. Cada tanto irrumpe una bocanada de aire fresco proveniente de rincones relegados, pero el desgaste del ritual está ahí para quien quiera verlo, a un lado del consabido civismo uruguayo. En otras partes del mundo ya no sólo lo anticipan. Ya sufren los efectos de la apatía con la llegada de los populismos de derecha o nuevos liderazgos autoritarios.
- En el portal de la Presidencia, 24-III-17.
- Véase “El recurso del miedo”, de Samuel Blixen (Brecha, 2-III-17).