El viernes 17 de diciembre, Jaime Roos volvió a la cancha –literalmente– para festejar su medio siglo de música. Frente a miles de personas, desde aquellas que lo han visto muchas veces hasta quienes lo hicieron por primera vez, desde gente de su generación hasta jóvenes a los que les ha llegado como mito, Jaime se presentó con una banda de 22 músicos, con un recambio generacional, pero, aun así, todos hombres. Un nivel musical excepcional, desde el ensamblaje inaudito –como en el clásico solo de batería de Martín Ibarburu en «Tal vez, Cheché» sincronizado con cortes que hacía la banda– hasta un despliegue vocal intenso, en el que el Zurdo Bessio brilló como nunca y el Pulpa Méndez logró los puntos más altos del concierto.
En un repertorio predecible pero deseado, la vivencia trascendió lo que se proyectaba desde el escenario, porque ese medio siglo no era solo de una carrera musical de una sola persona, sino, y más que nada, parte de la historia más reciente de nuestro país. En parte, de otros músicos que no estuvieron en presencia, pero sí en espíritu. Porque cuando se escuchó «Victoria Abaracón», Mateo estaba al lado de Jaime susurrando la letra. Cuando había algún coro agudo, resonaban las voces de Mariana Ingold, Estela Magnone, Flavia Ripa, Laura Canoura y Mayra Hugo. Y, cuando uno hacía un rejunte de toda la música, aparecían otras personas que estuvieron por la vuelta y fueron importantes en esa escena, como Rada, Lazaroff, Galemire y muchos más.
Es también parte de la historia de las personas que estuvieron esa noche y de muchas más. Canciones que han sonado en sus conciertos, pero también en boliches, partidos de fútbol, la radio o algún casete de algunos uruguayos con la esperanza de volver del exilio. Me contó un amigo que cuando tocaron «Brindis por Pierrot» recordó el día en que estrenaron el videoclip y él, apenas un niño sentado frente a la tele, llamó a su familia para que corrieran a acompañarlo, porque sentía que algo importante estaba sucediendo. Y es que, en efecto, algo sucedía, y no era simplemente algo musical: a través de la pantalla se confirmaba que una cultura que venía luchando en silencio finalmente se instalaba de forma masiva.
En el momento en que empezó a sonar la guitarra acústica de Jaime, introduciéndonos a «Las luces del estadio», me vino a la memoria una imagen: mi padre manejando por Propios en dirección al Prado, yendo a visitar a mi abuela en el residencial donde estaba viviendo. En un momento, bajo un cielo gris oscuro, pasamos por un descampado amplio, donde había un montón de casas hechas de chapa, y en ese mismo momento aparecía el acorde oscuro, cantando: «…Y lo escucho en el café». Consciente o inconscientemente, esa tristeza y esa melancolía atravesaron el corazón de todos, porque, aunque bailemos y cantemos con alegría sus canciones, sabemos que eso es lo que más late en su música.
Estas canciones nos acercaron a esos recuerdos, a esas preguntas. También Jaime se acercaba, con una jerga futbolera y de lo cotidiano, invocando todo aquello con lo que uno, le guste o no, identifica como «lo uruguayo». Y aun así estaba allá, a lo lejos, en un escenario gigante, con una pantalla enorme, luces, un público masivo, eso espectacular que solemos asociar a estrellas del pop internacional. Desde la distancia se escuchaban gritos, y uno en particular se repetía: «¡¡Jaime, te amo!!». ¿Lo ama? ¿Ama a Jaime y finalmente pudo hacer su declaración en público? Había algo dicotómico entre el músico que despierta el «uruguayo interior» y esa cosa fanática que amerita semejante proclamación. ¿Quién es Jaime? ¿Es un gran músico? ¿Es una figura nacional? ¿Es un prócer? ¿Es un dios?
Ahí comprendí que la pregunta debía ser, más bien: ¿qué es Jaime Roos?, porque, en el fondo, la música era un medio para algo mayor. Podría haber tocado otros temas, incluso saltarse sus mayores himnos. No importaba si llegaba a las notas agudas o si pifiaba algún acorde, sino que reviviera la memoria colectiva, eso que no es señalable ni materializable. En un país donde últimamente la idea de unión aparece solo cada cuatro años con algún mundial y en la forma más nacionalista y reaccionaria que pueda haber, la presencia física de Jaime, reuniendo a tanta gente, cristalizó cierta idiosincrasia uruguaya con la cual el público aún se sigue conmoviendo.
Sin embargo, mientras seguían apareciendo las canciones que hicieron de la capital una foto memorable, surgía una pregunta: ¿dónde está ese Montevideo hoy? ¿Sigue ahí? Porque donde había una calle con una cancha de fútbol improvisada en dos paños hoy hay una hilera de autos de una calle flechada; donde había un barrio en el que todos se sentaban a tomar mate hoy hay rejas y cercos eléctricos; donde estaba el bar de siempre ahora hay un edificio o algún emprendimiento con nombre en inglés; donde estaba el hombre de la calle ahora hay una maceta gigante que impide el paso; donde nos decíamos: «Parece mentira las cosas que veo» ahora nos preguntamos: «¿Dónde fueron a parar?», haciendo de esto una memoria de algo que ya no está y, para otros, de algo que nunca tuvieron.
Continuaba el concierto y volví a notar la ausencia de mujeres en el escenario. Pero para llegar a esa sonoridad que todos esperábamos era necesaria esa falta. Me pregunté: «¿Esto también tiene que ver con nuestra identidad?». Si la música de Jaime despierta el uruguayo interior, si representa nuestras costumbres naturales y nuestros sentimientos más genuinos, ¿la ausencia de la mujer en esa representación también es parte de nuestra construcción como país? No es estrictamente un reproche que no hubiera mujeres, sino qué significa esa falta en la identidad uruguaya y, sobre todo, y tal vez aun peor, si en verdad es vivida como una falta constituyente de las formas mismas o si se considera una demanda de otra esfera que se cuela en todos lados. Hay que recordar que lo que se considera perteneciente al ámbito sonoro también es social y, de hecho, lo sonoro es, de por sí, social.
Al finalizar el concierto, volvió una de mis mayores interrogantes: ¿cómo fue posible que todo esto apareciera entre finales de los setenta y los ochenta? Parece inaudito que, mientras hubo un Jaime, hubo un Opa, hubo una Mariana, hubo una Estela, hubo un Los que Iban Cantando, hubo un Maslíah, hubo un Cabrera, y podría seguir. ¿Cómo es posible que, en menos de medio siglo, Uruguay haya creado una escena musical sin precedentes y que tiene sellado en el corazón como «esto es de acá»? Era un momento en el que el arte estaba en un profundo diálogo con la situación sociopolítica contemporánea, al punto tal de que hasta la metáfora más retorcida o la música más instrumental cobraba sentido y era entendida y compartida. Y hoy miro a mi alrededor y me pregunto: «¿Por dónde empezar?». Porque no alcanza con reunirse a tocar, organizar conciertos o festivales, sacar discos o lo que sea. Hace falta que las personas noten que en su presente algo está sucediendo, que ese algo es colectivo y no solo nombres y apellidos, y que necesita ser hecho con su propia forma y retórica.
Ningún sentido tiene la memoria si no es para rever el presente, y este concierto, hasta en lo que uno pueda discrepar, fue un puntapié para replantearse varias cosas, incluso la memoria y la identidad mismas. Esta música, si algo significó en algún momento, fue un cambio, una nueva forma de hacer y decir las cosas. Y tal vez lo que debamos tomar de este Mediosiglo no sea tanto la cristalización de aquel Uruguay, sino el impulso para buscar qué hacer hoy.