“Fui joven y feliz un verano, en el 51. Ni antes ni después, aquel verano”, escribió Gesualdo Bufalino en las primeras líneas de Argos el ciego. Si en lugar de haber nacido en Sicilia a comienzos del siglo pasado, hubiera tenido 20 años en el Uruguay de los inicios de la impunidad, la muesca en el calendario hubiera sido otra pero el verano –tal vez– siempre sea el mismo.
Poner un día exacto como punto de partida es una de las maneras de exorcizar lo que no puede medirse. La otra es darle un nombre. Ya que todos los caminos conducen a un callejón de Roma, ni Miguel Ángel sabía que mientras pintaba los techos de la Capilla Sixtina habitaba una época que luego llamaríamos Renacimiento, ni nadie en su sano juicio puede imaginar una fecha exacta de fundación para esa ciudad. Pero se le ha dado: 21 de abril del 753 antes de nuestra era.
Así que aquel verano de hace treinta años, cuando las expectativas abiertas por el final de la dictadura empezaban a colisionar contra los escollos en el camino de la justicia, tiene que haber comenzado en algún momento.
Si se quiere arriesgar una fecha que pueda ser compartida por algunos de quienes entonces estaban saliendo de los liceos y entrando a la Universidad recuperada –que es una de las formas de situar la frontera del final de la adolescencia– habrá que bucear en el identikit de esa generación. O al menos en el de una parte de su expresión en las capas medias urbanas de la capital.
Quienes estaban haciendo ese paso fronterizo en el verano de hace treinta años, con la pretensión punitiva del Estado recién caducada, diferían radicalmente de sus hermanos mayores. Tenían apenas unos cuatro o cinco años menos que la generación del 83 pero ya se los debe situar de otra manera en el registro artificial de esa deriva. No fueron los que levantaron los estrados para el acto del Obelisco ni los que prepararon la Semana del Estudiante. Quienes cruzaban la frontera del verano del 87 con la misma ausencia de conciencia de sí que el personaje de Bufalino, tan ciegos como Argos, llegaban en una orfandad mayor.
Si la generación del 83 implicó, en el campo de lo político, la búsqueda de labrar una continuidad (materializada involuntariamente en la yuxtaposición de siglas de ese tiempo: Pit-Cnt, Asceep-Feuu), la de sus hermanos menores ya no pudo conectar igual con la memoria del padre. Superficialmente se la puede situar en los terrenos pantanosos del parricidio. En términos literarios implica la negación de los dos lomos que se sumaron de manera más torrencial a los estantes de las librerías de la recuperación democrática: Benedetti y Galeano. Pero eso es una lectura que se queda en la cáscara.
Si se rasca un poco más abajo, quizás no esté tan lejos el verano del 51 del verano del 87. Quienes tenían 17 o 18 años en el Montevideo de entonces estaban intentando conectar con quienes entraban en ese mismo asombro treinta o cuarenta años antes, que no eran sus padres, sino sus abuelos.
Eso sólo puede ser situado a posteriori.
En el verano de hace tres décadas, quienes se zambullían a las aguas de la experimentación, donde la política se mezclaba con el punk, las drogas y la búsqueda de una nueva literatura, vivían en el más estricto presente. Es que así es el verano. Si el otoño es la estación de la nostalgia por el pasado y la primavera suele asociarse con las expectativas del futuro, el verano, con esa suspensión del tiempo que son las vacaciones y esa exposición de los sentidos a todos los elementos, es la estación del ahora. Táctil a más no poder.
Piénsese en esas fotos de los escritores en traje de baño que suelen mostrarse como una curiosidad aliteraria, al margen tanto de las iconografías oficiales como de las oficiosas. ¿Hay algo menos kafkiano que esa imagen de un sonriente Franz posando en la arena con su amigo Max Brod? No. ¿Importa que pueda ser apócrifa? Tampoco. Del mismo modo que no importa que sea real esa otra de Roque Dalton y Ernesto Cardenal en pantalón de baño en una playa de Cuba. Todas, por la fuerza del verano, los sitúan en el presente. En cambio, ese Borges en bata de baño junto a los vestidísimos Silvina Ocampo y Bioy Casares en Mar del Plata, otoñal a pesar del calendario, sí que puede ubicarse en el ayer. No es su presente invadiendo nuestro presente. Quizás por eso las más intranquilizadoras de las fotos de Sylvia Plath sean las que la muestran tomando el sol al borde del mar, en ese arco de felicidad de los veranos que van, según las fotos, del 51 al 53. Mucho más que los macabros registros forenses de las horas posteriores al suicidio, que no son más que puro pasado.
Del mismo modo, la generación del 86 –llamémosla así por comodidad– vivía en el verano de hace treinta años el comienzo de su presente. Una felicidad al borde del mar que también iría a durar lo que dura un verano: dos o tres años.
Para su mirada la segunda mitad de los ochenta no era “la primavera de lo recuperado” sino un paisaje después del terremoto. Así que los recién llegados pusieron a andar de nuevo el reloj detenido. Unir, con pegamento artificial, el año 68 al 86. Parecía que bastaba con invertir la cifra para que todo pudiera retomarse desde el punto en que había sido congelado. Hambrientos e ignorantes, la consigna era engullirlo todo sin dejar nada en el borde del plato. Eran Godard y Bukowski, sí, pero también eran el Potemkin y el verso de hierro de Maiakovski. La tibia brisa del mayo francés combinándose, como en una píldora de diseño, con la poderosa vanguardia de los primeros años de la revolución de octubre. No era continuar la vida de los padres, como parecía que estaban buscando hacer los ignorados hermanos mayores de la generación del 83, sino la de los abuelos. Se trataba de morir en el Ebro o en las habitaciones del Chelsea Hotel, sin necesidad de salir de Villa Biarritz o La Blanqueada: las brigadas internacionales del tiempo recobrado. Sólo que en vez de paladear una magdalena mojada en una taza de té, se aspiraban los químicos de los spray de pintura. Implacables e insolentes, todo estaba para ser juzgado, en especial los jueces heredados. Ser Danton y Robespierre a la vez. No los de verdad –no había tiempo para tomarse el trabajo de entenderlos en su complejidad– sino los de la película de Wajda vista en el trasnoche de Centrocine.
¿Cuándo comenzó ese verano del 87? Se puede situar el momento exacto, se dijo líneas arriba. Su inicio ocurrió el sábado 22 de noviembre de 1986, en el Prado de Montevideo, cuando se escuchó el primer acorde de la primera canción de Sumo. Esa tarde, en ese lugar, las canciones parecían haber sido escritas por el mismísimo Vladimir Ilich. Como si el crua chan de los escoceses borrachos fuera el grito de guerra de los bolcheviques tomando el Palacio de Invierno. Después habría tiempo para el páramo de Culloden en que se convirtió Montevideo. Para decir “allí nos morimos y allí nos quedamos”. Para sentirse el ciego guiando al ciego. Porque el verano del 87 –o lo que es lo mismo, la corta primavera del 86– terminó a tono con el ciclo de las estaciones. Finalizó un otoño. Más precisamente el 16 de abril de 1989. Muy cerca de la Roma de esta semana.